—¿Llamo a alguien para ayudarte? —preguntó Jessica.
—Me las arreglaré yo sola, mi Dama.
Sí, se las arreglará, pensó Jessica. Eso es algo que realmente posee esa Fremen: la voluntad de acabar lo que emprende.
Jessica sintió el frío contacto del crys en su corpiño, y pensó en la larga cadena de intrigas Bene Gesserit, y en el nuevo eslabón que acababa de forjarse allí. Gracias a aquella cadena, había conseguido sobrevivir a una crisis mortal. «No se puede apresurar nada», había dicho Mapes. Y sin embargo, la prisa dominaba aquel lugar, llenando a Jessica de aprensión. Y ni siquiera todos los preparativos de la Missionaria Protectiva, ni siquiera las minuciosas inspecciones hechas por Hawat en aquel enorme cúmulo de piedras que era el castillo, habían conseguido disipar sus oscuros presagios.
—Cuando hayas terminado con esto, empieza a desempaquetar los bultos —dijo Jessica—. Uno de los descargadores está en la entrada principal con todas las llaves, y te dirá dónde hay que meter cada cosa. Haz que te dé las llaves y la lista. Si tienes que hacerme alguna consulta, estaré en el ala sur.
—Como vos deseéis, mi Dama.
Jessica se alejó, pensando: Hawat habrá juzgado esta residencia como segura, pero hay algo amenazador en este lugar. Lo presiento.
Una urgente necesidad de ver a su hijo invadió a Jessica. Se dirigió hacia la gran entrada abovedada que se abría al pasillo que conducía al comedor y a las habitaciones familiares. Andaba más y más aprisa, hasta que finalmente casi corría.
Detrás de ella, Mapes hizo una breve pausa en su tarea de terminar de desembalar la cabeza del toro, y miró la silueta que se alejaba.
—Es Ella, no hay duda —murmuró—. Pobrecilla.
CAPÍTULO VIII
«¡Yueh!¡Yueh!¡Yueh!», dice el refrán. «¡Un millón de muertes no serían bastantes para Yueh!»
La puerta estaba entrecerrada, y Jessica la abrió, penetrando en una estancia de paredes amarillas. A su izquierda había un diván bajo de piel negra y dos librerías vacías; una calabaza para agua pendía, vacía y con sus abombados lados llenos de polvo. A su derecha, flanqueando otra puerta, otras dos librerías vacías, un escritorio traído de Caladan y tres sillas. Junto a la ventana, directamente frente a ella, el doctor Yueh, dándole la espalda, parecía concentrar su atención en el mundo exterior.
Jessica dio otro silencioso paso dentro de la habitación.
Observó que la chaqueta del doctor estaba arrugada, y que tenía marcas blancas a la altura de su codo izquierdo, como si se hubiera apoyado contra tiza. Visto así, de espaldas, parecía un esqueleto desprovisto de carne, envuelto en ropas negras demasiado amplias, una marioneta esperando moverse bajo las órdenes de un invisible marionetista. Sólo la cabeza parecía viva, con los largos cabellos color ébano, sujetos por el anillo de plata de la Escuela Suk, cayéndole sobre los hombros y agitándose ligeramente cuando se inclinaba para seguir mejor algún movimiento del exterior.
Jessica miró nuevamente la estancia sin ver ninguna señal de su hijo, pero sabía que la puerta cerrada de la derecha conducía a otra estancia más pequeña por la cual Paul había mostrado su preferencia.
—Buenas tardes, doctor Yueh —dijo—. ¿Dónde está Paul?
El hombre inclinó la cabeza como respondiendo a alguien allá afuera, y contestó con voz ausente, sin volverse:
—Vuestro hijo estaba cansado, Jessica. Le he enviado a la otra estancia, a descansar.
Se irguió bruscamente y se volvió, con el bigote cayendo sobre sus empurpurados labios.
—¡Perdonadme, mi Dama! Mis pensamientos estaban lejos de aquí… yo… no pretendía hablaros de modo tan familiar.
Ella sonrió, levantando su mano derecha. Por un instante temió que el hombre se arrodillase.
—Wellington, por favor.
—Usar vuestro nombre así… yo…
—Hace seis años que nos conocemos —dijo Jessica—. Tendríamos que haber roto las formalidades hace ya mucho… al menos en privado.
Yueh aventuró una débil sonrisa, pensando: Creo que ha resultado. Ahora pensará que lo poco usual de mi modo de comportarme es debido al azaramiento. No buscará razones más profundas, puesto que ya tiene la respuesta.
—Temo que me hayáis encontrado con la cabeza entre las nubes —dijo—. Cuando… cuando me siento inquieto por vos, temo que pienso en vos como… bien, como en Jessica.
—¿Inquieto por mí? ¿Por qué?
Yueh se alzó de hombros. Desde hacía tiempo se había dado cuenta de que Jessica no tenía el don completo de Decidora de Verdad como había tenido su Wanna. Sin embargo, le decía a Jessica la verdad cada vez que le era posible. Era más seguro.
—Habéis visto este lugar, mi… Jessica —vaciló en el nombre, y siguió rápidamente—: Es todo tan desnudo, después de Caladan. ¡Y la gente! Todas aquellas mujeres, a lo largo de vuestro camino, gimiendo tras sus velos… ¡Y el modo como os miraban!
Jessica apretó el brazo contra su pecho, sintiendo el contacto del crys, de la hoja obtenida del diente de un gusano de arena, si lo que se decía era cierto.
—También nosotros les parecemos extraños a ellos… gente distinta con distintas costumbres. Hasta ahora sólo habían conocido a los Harkonnen —miró a su vez a través de la ventana—. ¿Qué era lo que mirábais fuera?
El hombre miró también por la ventana.
—La gente.
Jessica avanzó hasta situarse a su lado, y siguió la dirección de su mirada, frente a la casa, hacia la izquierda, allá donde estaba centrada la atención de Yueh. Había una hilera de veinte palmeras, y la tierra debajo de ellas estaba limpia y cuidada. Una barrera-pantalla las separaba de la gente que pasaba, envuelta en sus ropas, por la calle. Jessica notó el ligero temblor del aire entre ella y la gente -el escudo que rodeaba la casa-, y estudió a la gente que pasaba, preguntándose qué era lo que absorbía tanto a Yueh.
La comprensión emergió bruscamente, y se llevó una mano al rostro. ¡La gente que pasaba contemplaba las palmeras! Y en sus rostros se leía la envidia, en algunos el odio… y también algo de esperanza. Cada persona que pasaba miraba los árboles con hipnótica fijeza en su expresión.
—¿Sabéis lo que están pensando? —preguntó Yueh.
—¿Pretendéis poder leer los pensamientos? —se sorprendió ella.
—Sus pensamientos —dijo él—. Miran esos árboles y piensan: «Aquí hay un centenar de nosotros». Eso es lo que piensan.
Ella le miró, perpleja y cejijunta.
—¿Por qué?
—Son palmeras datileras —dijo el hombre—. Cada palmera datilera absorbe cuarenta litros de agua al día. Un hombre necesita solamente ocho litros. Una palmera, pues, equivale a cinco hombres. Aquí hay veinte palmeras… o sea cien hombres.
—Pero algunos entre esa gente miran a los árboles con esperanza.
—Esperan que caiga algún dátil, pero no es la estación.
—Miramos este lugar con ojos demasiado críticos —dijo ella —. Hay aquí tanta esperanza como peligro. La especia puede hacernos ricos. Con un tesoro tan grande, podríamos transformar completamente este mundo.
Y se rió silenciosamente para sí misma: ¿A quién intento convencer?
Su risa resonó entre todas sus compulsiones, emergiendo secamente, sin alegría.
—Pero uno no puede comprar la seguridad —dijo.
Yueh giró su rostro para ocultarlo de ella. ¡Si al menos fuera posible odiar a esa gente en vez de amarla! En sus ademanes, en muchos de sus detalles, Jessica se parecía a su Wanna. Pero aquellos pensamientos afirmaron aún más su decisión. La crueldad de los Harkonnen era tortuosa. Quizá Wanna estuviera aún viva. Tenía que estar seguro de ello.