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—Estamos trabajando para establecer una base planetaria sólida y permanente —dijo el Duque—. Debemos hacer que una gran parte de la población sea feliz… especialmente los Fremen.

—Muy especialmente los Fremen —asintió Hawat.

—Nuestra supremacía en Caladan —dijo el Duque— dependía de nuestro poder en el mar y en el aire. Aquí, debemos desarrollar algo que yo llamo el poder del desierto. Esto puede incluir el poder en el aire, aunque es probable que no sea así. Quiero llamar su atención sobre la falta de escudos en los tópteros —agitó la cabeza—. Los Harkonnen contaban con una permanente rotación del personal proveniente de otros planetas para algunos de sus puestos clave. Nosotros no podemos permitírnoslo. Cada nuevo grupo de recién llegados tendrá su cuota de provocadores.

—Entonces deberemos contentarnos con menores beneficios y recolecciones más reducidas —dijo Hawat—. Nuestra producción durante las primeras dos estaciones deberá ser inferior en un tercio con respecto a la de los Harkonnen.

—Exactamente como habíamos previsto —dijo el Duque—. Debemos apresurarnos con los Fremen. Querría disponer de cinco batallones de tropas Fremen antes de nuestra primera revisión de cuentas de la CHOAM.

—No es mucho tiempo, Señor —dijo Hawat.

—No tenemos mucho tiempo, como bien sabes. A la primera ocasión estarán aquí con los Sardaukar disfrazados de Harkonnen. ¿Cuántos crees que desembarcarán, Thufir?

—Cuatro o cinco batallones en total, Señor. No más, el transporte de tropas de la Cofradía cuesta caro.

—Entonces, cinco batallones de Fremen más nuestras propias fuerzas serán suficientes. Esperen tan sólo a que llevemos algunos prisioneros Sardaukar ante el Consejo del Landsraad y veremos si no cambian las cosas… con o sin beneficios.

—Haremos lo mejor que podamos, Señor.

Paul miró a su padre, luego a Hawat, consciente repentinamente de la avanzada edad del Mentat y del hecho de que el anciano había servido a tres generaciones de Atreides. Viejo. Podía leerse esto en el apagado brillo de sus ojos castaños, en sus mejillas llenas de surcos y quemadas por exóticos climas, en la redonda curva de los ojos, en la fina línea de los resecos labios coloreados por el agrio jugo de safo.

Demasiadas cosas dependen de un solo hombre viejo, pensó Paul.

—Estamos sumergidos en una guerra de asesinos —dijo el Duque—, pero aún no ha alcanzado toda su amplitud. Thufir, ¿en qué condiciones estamos ahora frente al mecanismo Harkonnen?

—Hemos eliminado doscientos cincuenta y nueve de sus hombres clave, mi Señor. No quedan más de tres células Harkonnen… quizá un centenar de personas en total.

—Esas criaturas Harkonnen que has eliminado —dijo el Duque—, ¿pertenecían a la clase de los muy ricos?

—La mayor parte estaban bien situados, mi Señor… en la clase de los capitalistas.

—Quiero que falsifiques certificados de lealtad con la firma de cada uno de ellos —dijo el Duque—. Envía copias al Arbitro del Cambio. Sostendremos legalmente la posición de que estos hombres permanecían aquí bajo falsa lealtad. Confiscaremos sus propiedades, se lo quitaremos todo, echaremos a sus familias, los desposeeremos absolutamente. Y asegúrate de que la Corona recibe su diez por ciento. Todo debe ser completamente legal.

Thufir sonrió, revelando manchas rojizas bajo los labios color carmín.

—Una maniobra digna de un gran señor, mi Duque. Me avergüenzo de no haberla pensado antes.

Halleck frunció el ceño al otro lado de la mesa, sorprendiendo otra expresión igualmente ceñuda en el rostro de Paul. Los demás sonreían y asentían.

Es un error, pensó Paul. Lo único que conseguirá será hacer combatir a los demás con mayor dureza. Verán que no van a ganar nada rindiéndose.

Conocía la actual convención del kanly de no conocer ninguna regla, pero aquel era el tipo de actuación que podía destruirlos al mismo tiempo que les concedía la victoria.

—«Yo era un extranjero en tierra extraña» —recitó Halleck. Paul le miró, reconociendo la cita de la Biblia Católica Naranja y preguntándose: ¿Acaso también Gurney desea poner fin a esas retorcidas intrigas?

El Duque miró hacia la oscuridad al otro lado de las ventanas, y luego bajó los ojos hasta Halleck.

—Gurney, ¿cuántos de esos trabajadores de la arena has conseguido persuadir para que se queden con nosotros?

—Doscientos ochenta y seis en total, Señor. Creo que debemos aceptarlos y considerarnos dichosos por ello. Pertenecen a las categorías más útiles.

—¿Tan pocos? —el Duque se mordió los labios—. Bien, haz decir a todos…

Un ruido al otro lado de la puerta le interrumpió. Duncan Idaho entró abriéndose camino entre los guardias, se precipitó a lo largo de la mesa y dijo algo al oído del Duque.

Leto le interrumpió con un gesto.

—Habla en voz alta, Duncan. Puedes ver que es una reunión estratégica del estado mayor.

Paul estudió a Idaho, notando sus movimientos felinos, aquella rapidez de reflejos que hacían de él un maestro de armas difícil de emular. El bronceado rostro de Idaho se volvió en aquel momento hacia Paul, con sus ojos habituados a la oscuridad de las profundidades de las cavernas sin dar muestras de haberle visto, pero Paul reconoció aquella máscara de serenidad por encima de la excitación.

Idaho recorrió con la mirada todo lo largo de la mesa y dijo:

—Hemos sorprendido una fuerza de mercenarios Harkonnen disfrazados como Fremen. Han sido los propios Fremen quienes nos han enviado un correo para advertirnos de este engaño. En el ataque, sin embargo, hemos descubierto que los Harkonnen le habían tendido una trampa al correo Fremen, hiriéndolo gravemente. Lo transportamos hacia aquí para que fuera curado por nuestros médicos, pero ha muerto por el camino. Cuando me he dado cuenta de lo mal que estaba me he detenido para intentar salvarle. Le he sorprendido mientras intentaba desembarazarse de algo. —Idaho miró fijamente a Leto—. Un cuchillo, mi Señor, un cuchillo como nunca habéis visto otro.

—¿Un crys? —preguntó alguien.

—Sin la menor duda —dijo Idaho—. De color blanco lechoso y con un brillo propio. —Hundió la mano en su túnica y extrajo una funda de la cual surgía una empuñadura estriada en negro.

—¡Guarda esa hoja en su funda!

La voz procedía de la abierta puerta al fondo de la estancia, una voz vibrante y penetrante que le hizo volverse con un sobresalto.

Una alta y embozada figura estaba de pie en el umbral, tras las cruzadas espadas de los guardias. Sus ligeras ropas eran de color de bronce, y envolvían completamente al hombre excepto una abertura en la capucha, velada de negro, que descubría dos ojos completamente azules… sin el menor blanco en ellos.

—Dejadle entrar —murmuró Idaho.

Los guardias vacilaron, luego bajaron sus espadas.

El hombre avanzó a través de la estancia y se detuvo frente al Duque.

—Stilgar, jefe del sietch que he visitado, líder de los que nos han advertido del engaño —dijo Idaho.