—Thufir —dijo—, puesto que tú eres uno de los pocos hombres en quien puedo confiar plenamente, hay otro asunto que debemos discutir. Ambos sabemos hasta qué punto debemos vigilar constantemente para impedir que los traidores se infiltren entre nuestras fuerzas… pero he recibido nuevos informes.
Hawat se volvió y le miró.
Y Leto le repitió lo que le había contado Paul.
Pero en lugar de producir en él una intensa concentración Mentat, los informes sólo hicieron aumentar la agitación de Hawat.
Leto estudió al anciano y, finalmente, dijo:
—Viejo amigo, tú me has estado ocultando algo. Debí sospecharlo cuando te vi tan nervioso en la reunión. ¿Qué cosa es tan grave que no te has atrevido a mencionarla delante de todos en la conferencia?
Los manchados labios de Hawat se cerraron en una larga y delgada línea de donde irradiaban múltiples arrugas. Mantuvieron su rigidez mientras decía:
—Mi Señor, os juro que no sé cómo referíroslo.
—Hemos compartido un buen número de cicatrices, Thufir — dijo el Duque—. Sabes que puedes plantear cualquier tema conmigo.
Hawat siguió mirándole en silencio, pensando: Es así como lo prefiero. Este es el hombre de honor que invita a servirle con la mayor lealtad. ¿Por qué debo herirle?
—¿Y bien? —inquirió Leto.
Hawat se alzó de hombros.
—Se trata del fragmento de una nota. Lo hemos interceptado a un correo de los Harkonnen. La nota estaba dirigida a un agente llamado Pardee. Tenemos buenas razones para pensar que Pardee era el hombre más importante de la organización clandestina Harkonnen aquí. La nota… es algo que podría tener graves consecuencias… o ninguna. Es susceptible de varias interpretaciones.
—¿Qué hay de tan delicado en el contenido de esa nota?
—Fragmento de una nota, mi Señor. Incompleta. Era un film minimic con la habitual cápsula de destrucción unida a él. Conseguimos detener la acción del ácido justo pocos momentos antes de que acabase de corroerlo, salvando tan sólo un fragmento. El fragmento, de todos modos, es altamente sugestivo.
—¿Sí?
Hawat se humedeció los labios.
—Dice: «…eto nunca lo sospechará, y cuando reciba el golpe de una mano tan querida, su propio origen bastará para destruirlo». La nota llevaba el sello personal del Barón, y yo mismo he autenticado el sello.
—Tu sospecha es obvia —dijo el Duque, y su voz se hizo bruscamente fría.
—Hubiera preferido cortarme un brazo antes que heriros — dijo Hawat—. Mi Señor, pero si…
—Dama Jessica —dijo Leto, y sintió como el furor le consumía por dentro—. ¿No has podido arrancarle la verdad a ese Pardee?
—Desafortunadamente, Pardee ya no estaba entre los vivos cuando logramos interceptar el correo. Y el correo, estoy seguro de ello, no sabía lo que llevaba.
—Comprendo.
Leto agitó la cabeza, pensando: Qué rastrera maniobra. No puede haber nada de verdad en ella. Conozco a mi mujer.
—Mi Señor, si…
—¡No! —gritó el Duque—. Hay un error en todo esto…
—No podemos ignorarlo, mi Señor.
—¡Está conmigo desde hace dieciséis años! Ha tenido innumerables oportunidades para… ¡Tú mismo investigaste la escuela y a ella!
—Hay cosas que pueden escapárseme —dijo Hawat amargamente.
—¡Es imposible, te digo! Los Harkonnen quieren destruir toda la estirpe de los Atreides… incluido Paul. Ya lo han intentado una vez. ¿Puede una mujer conspirar contra su propio hijo?
—Quizá no conspire contra su hijo. Y el atentado de ayer podría haber sido un sutil acto diversivo.
—No era ningún acto diversivo.
—Señor, se supone que ella no conoce nada de su ascendencia, pero, ¿y si alguna vez lo supiera? ¿Y si ella fuera huérfana, digamos, por causa de los Atreides?
—Hubiera actuado hace ya mucho tiempo. Veneno en mi bebida… un puñal en la noche. ¿Quién hubiera tenido mejores oportunidades?
—Los Harkonnen quieren destruiros a vos, mi Señor. Sus intenciones no son solamente matar. Existe toda una gama de sutiles distinciones en el kanly. Esta podría ser una obra de arte entre todas las venganzas.
Los hombros del Duque se curvaron. Cerró los ojos, y se le vio viejo y cansado. No puede ser, pensó. Esa mujer me ha abierto su corazón.
—¿Hay otro modo mejor de destruir que sembrar las sospechas hacia la mujer que uno ama? —preguntó.
—Una interpretación que también he considerado —dijo Hawat—. Sin embargo…
El Duque abrió los ojos, miró a Hawat y pensó: Déjale que sospeche. La sospecha es su trabajo, no el mío. Quizá, si doy la impresión de creer en todo esto, alguien cometa una imprudencia.
—¿Qué es lo que sugieres? —susurró el Duque.
—Por el momento, una vigilancia constante, mi Señor. No hay que perderla de vista ni un solo momento. Me ocuparé personalmente de que se haga con discreción. Idaho sería la persona ideal para este trabajo: quizá en una o dos semanas pueda llamarlo para que vuelva. Hay un joven entre los hombres de Idaho que hemos adiestrado y que podría ser su sustituto ideal entre los Fremen. Está muy dotado para la diplomacia.
—No podemos correr el riesgo de poner en peligro nuestra amistad con los Fremen.
—Por supuesto que no, Señor.
—¿Y acerca de Paul?
—Quizá pudiéramos alertar al doctor Yueh.
El Duque se volvió, dándole la espalda a Hawat.
—Lo dejo en tus manos.
—Usaré la discreción, mi Señor.
Al menos puedo contar con eso, pensó Leto. Y dijo:
—Voy a dar una vuelta. Si me necesitas, estaré en el interior del recinto. La guardia puede…
—Mi Señor, antes de que os marchéis quisiera que leyerais un filmclip que tengo aquí. Es un primer análisis aproximativo de la religión de los Fremen. Recordad que me pedisteis que preparara un informe sobre el tema.
—¿Eso no puede esperar? —dijo el Duque sin volverse.
—Por supuesto, mi Señor. Pero vos me preguntásteis qué era lo que estaban gritando. Era «¡Mahdi»!, y esta palabra iba dirigida al joven amo. Cuando ellos…
—¿A Paul?
—Si, mi Señor. Hay una leyenda aquí, una profecía, acerca de la llegada de un líder, hijo de una Bene Gesserit, que les guiará hacia la verdadera libertad. Se trata del habitual tema del mesías.
—¿Creen que Paul es este… este…?
—Tan sólo lo esperan, mi Señor —Hawat le tendió la cápsula del filmclip.
El Duque la tomó, deslizándola en su bolsillo.
—Lo veré más tarde.
—Ciertamente, mi Señor.
—Por el momento, necesitaré tiempo para… pensar.
—Si, mi Señor.
El Duque hizo una profunda inspiración, y salió de la estancia a grandes pasos. Giró a la derecha hacia el vestíbulo, con las manos cruzadas en la espalda, sin prestar mucha atención a los lugares por donde iba. Había corredores y escaleras y terrazas y salas… gente que le saludaba y se echaba a un lado para dejarle pasar.
Algún tiempo después regresó a la sala de conferencias; las luces estaban apagadas y Paul dormía sobre la mesa, con el capote de un guardia cubriéndolo y un saco de equipaje sirviéndole de almohada. El Duque avanzó sin hacer ruido hacia el fondo de la sala y salió a la terraza que dominaba el campo de aterrizaje. Un guardia, en la esquina de la terraza, reconoció al Duque bajo el débil reflejo de las luces del campo y se cuadró.
—Descanso —murmuró el Duque. Se apoyó en el frío metal de la balaustrada.
El silencio que precedía al alba reinaba sobre la desértica depresión. Alzó la mirada: las estrellas eran como un manto de brillantes lentejuelas sobre el azulado negro del cielo. Baja sobre el horizonte, la segunda luna nocturna brillaba en un halo de polvo… una luna malévola, de siniestra luminosidad espectral.