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Kynes se alzó y retrocedió con una expresión desconcertada.

—¿Habéis llevado ya un destiltraje antes de ahora? — preguntó.

—Esta es la primera vez.

—Entonces, ¿alguien os lo ha ajustado?

—No.

—Vuestras botas de desierto están puestas de modo que dejan libre juego a los tobillos. ¿Quién os lo ha enseñado?

—Esto… me ha parecido que era el modo correcto de ponérmelas.

—Realmente lo es.

Y Kynes se frotó la barbilla, pensando en la leyenda: Conocerá vuestras costumbres como si hubiera nacido entre vosotros.

—Estamos perdiendo el tiempo —dijo el Duque. Hizo un gesto en dirección al tóptero que esperaba y avanzó hacia él, aceptando el saludo del guardia con una inclinación. Subió a bordo, se aplicó el cinturón de seguridad, revisó los controles e instrumentos. El aparato chirrió cuando los otros subieron a bordo.

Kynes ajustó su cinturón, observando el lujoso confort de la cabina: blando tapizado gris verdoso, asientos mullidos, brillantes instrumentos, la sensación de frescor del aire filtrado en el momento en que se cerraban las compuertas y los ventiladores se ponían en marcha.

¡Tanta comodidad!, pensó.

—Todo a punto, Señor —dijo Halleck.

Leto dio paso al flujo de energía, las alas se alzaron y bajaron una, dos veces… A los diez metros de carrera remontaron el vuelo, con las alas estremeciéndose ligeramente y los chorros posteriores elevándolos por el aire con un suave silbido.

—Al sudeste, por encima de la Muralla Escudo —dijo Kynes —. Allí es donde he dicho a vuestro maestro de arena que concentrara su equipo.

—De acuerdo.

El Duque hizo elevarse el aparato hasta que se vio rodeado por todos lados por la cobertura aérea de los otros tópteros, que se colocaron inmediatamente en formación.

—El diseño y manufactura de estos destiltrajes revela un alto grado de sofisticación —dijo el Duque.

—Algún día os haré visitar una factoría sietch —dijo Kynes.

—Me interesará mucho —dijo el Duque—. He observado que estos trajes son confeccionados también en algunas de las ciudades de guarnición.

—Son malas copias —dijo Kynes—. Cualquier hombre de Dune que tenga aprecio por su piel utiliza trajes Fremen.

—¿Y mantiene su pérdida de agua en el límite de un dedal por día?

—Propiamente vestido, con la visera frontal bien apretada, todas las fijaciones en orden, la mayor pérdida de agua se produce a través de las palmas de las manos —dijo Kynes—. Uno puede llevar también guantes cuando no hay que realizar trabajos delicados, pero en el desierto la mayor parte de los Fremen prefieren frotarse las manos con el jugo de las hojas del arbusto creosota. Esto inhibe la transpiración.

El Duque miró hacia abajo, a la izquierda, hacia el quebrado paisaje de la Muralla Escudo: vorágines de rocas torturadas, manchas amarillas y pardas marcadas por negras grietas. Era como si alguien hubiera lanzado desde el espacio aquel inmenso macizo, para dejarlo hundido allá para la eternidad.

Cruzaron una depresión poco profunda, donde se deslizaban largos tentáculos de arena gris provinente de un cañón abierto al sur. Los dedos de arena parecían correr hacia la depresión… como un delta seco que se destacaba sobre el oscuro fondo de la roca.

Kynes, sentado inmóvil, pensaba en toda aquella carne repleta de agua que había sentido bajo los destiltrajes. Llevaban cinturones escudo bajo sus ropas, aturdidores de descarga lenta a la cintura, y colgando del cuello transmisores miniatura de emergencia. Tanto el Duque como su hijo llevaban puñales de muñeca metidos en sus fundas, y las fundas parecían ser de buena calidad. Aquella gente sorprendía a Kynes con su mezcla de delicadeza y de fuerza. Poseían una cualidad elusiva que los hacía completamente distintos de los Harkonnen.

—Cuando presentéis vuestro informe sobre el cambio de gobierno al Emperador, ¿pensáis decirle que hemos observado las reglas? —preguntó Leto. Lanzó una ojeada a Kynes, y después se concentró de nuevo en su rumbo.

—Los Harkonnen se han ido, vos habéis venido —dijo Kynes.

—¿Y todo ha sido hecho como debía haber sido hecho? — preguntó Leto.

Una momentánea tensión se dibujó en un músculo a lo largo de la mandíbula de Kynes.

—Como planetólogo y Arbitro del Cambio dependo directamente del Imperio… mi Señor.

El Duque sonrió sin alegría.

—Pero ambos sabemos la realidad.

—Debo recordaros que Su Majestad financia mi trabajo.

—¿De veras? ¿Y cuál es vuestro trabajo?

En el breve silencio que siguió, Paul pensó: Está empujando a ese Kynes demasiado aprisa. Paul miró a Halleck, pero el juglar guerrero estaba contemplando el desolado paisaje.

—Por supuesto —dijo Kynes en voz muy baja—, os estáis refiriendo a mis trabajos de planetólogo.

—Por supuesto.

—Consisten principalmente en la biología y la botánica de las tierras áridas… un poco de geología, perforaciones de la corteza y algunos experimentos. Uno nunca puede agotar las posibilidades de todo un planeta.

—¿Realizáis también investigaciones acerca de la especia?

Kynes se volvió, y Paul notó la dura línea del perfil del hombre.

—Esta es una curiosa pregunta, mi Señor.

—No olvidéis, Kynes, que este es ahora mi feudo. Mis métodos difieren de aquellos de los Harkonnen. No me importa que estudiéis la especia, siempre que compartáis conmigo los resultados. —Observó fijamente al planetólogo—. Los Harkonnen no estimulaban las investigaciones acerca de la especia, ¿no es cierto?

Kynes le miró a su vez, sin responder.

—Podéis hablar abiertamente —dijo el Duque—, sin ningún temor por vuestra vida.

—La Corte Imperial está ciertamente muy lejos —murmuro Kynes. Y pensó: ¿Qué está esperando este invasor repleto de agua? ¿Me cree tan estúpido como para ponerme a su servicio?

El Duque emitió una risita, dirigiendo toda su atención al rumbo.

—Detecto una nota de amargura en vuestra voz, señor. Nos hemos precipitado sobre este mundo con nuestra pandilla de asesinos domesticados, ¿no es cierto? Y esperamos haceros admitir inmediatamente que somos distintos de los Harkonnen.

—He leído la propaganda con que habéis inundado sietch y poblados —dijo Kynes—. ¡Amad al buen Duque! Vuestros cuerpos de…

—¡Tened cuidado! —aulló Halleck. Había desviado su atención de la ventana, inclinándose hacia adelante.

Paul puso su mano sobre el brazo de Halleck.

—¡Gurney! —dijo el Duque. Se volvió a mirarle—. Este hombre ha servido largo tiempo a los Harkonnen.

Halleck se sentó de nuevo.

—Ya.

—Vuestro hombre Hawat es muy sutil —dijo Kynes—, pero sus intenciones son demasiado evidentes.

—¿Nos abriréis las bases, entonces? —preguntó el Duque.

—Son propiedades de Su Majestad —dijo Kynes secamente.

—Nadie las usa.

—Podrían ser usadas.

—¿Su Majestad es de esa opinión?

Kynes miró duramente al Duque.

—¡Arrakis podría ser un Edén si sus gobernantes se preocuparan de otras cosas además de la especia!

No ha respondido a mi pregunta, se dijo así mismo el Duque. Y preguntó:

—¿Cómo es posible que un planeta pueda convertirse en un Edén sin dinero?

—¿De qué os sirve el dinero —preguntó a su vez Kynes— si no os procura los servicios de quienes necesitáis?

¡Oh, ya basta!, pensó el Duque. Y dijo:

—Discutiremos esto en otra ocasión. Si no me equivoco, nos estamos acercando al borde de la Muralla Escudo. ¿Mantengo el mismo rumbo?

—El mismo rumbo —murmuró Kynes.

Paul miró a través de su ventanilla. Debajo de ellos, la accidentada pared se precipitaba formando terrazas hasta una llanura de roca desnuda rematada por una acerada cornisa. Más allá del borde, las dunas en forma de media luna, parecidas a uñas, se alineaban hasta el horizonte, con manchas oscuras, aquí y allá, en la lejanía, señalando algo que no era arena. Floraciones rocosas tal vez. En aquel aire sofocante, Paul no se hubiera atrevido a asegurarlo.

—¿Hay plantas ahí abajo? —preguntó.

—Algunas —dijo Kynes—. En esta latitud, la vida está representada principalmente por lo que nosotros llamamos pequeños ladrones de agua… plantas que se depredan mutuamente la humedad, absorbiendo incluso el más pequeño rastro de rocío. Algunas zonas del desierto hierven de vida. Pero todas estas criaturas han aprendido a sobrevivir a los rigores del desierto. Si vos os vierais abandonado allá abajo, tendríais que imitar estas formas de vida o morir.

—¿Queréis decir robar el agua de los demás? —preguntó Paul. La idea le parecía ultrajante, y el temblor de su voz traicionó su emoción.

—Así es —dijo Kynes—, pero no era ese precisamente el significado de mis palabras. Ved, mi clima exige una actitud especial hacia el agua. Siempre se piensa en el agua, en cualquier momento. Nadie malgasta nada que contenga un poco de humedad.

Y el Duque pensó: «¡… mi clima!»

—Girad dos grados hacia el sur, mi Señor —dijo Kynes—. Hay una borrasca avanzando por el Oeste.

El Duque asintió. Había visto a lo lejos el torbellino de anaranjada arena. Hizo dar un giro al tóptero, y observó el reflejo naranja del polvo sobre las alas de los aparatos de escolta que imitaban su maniobra.

—Esto debería permitirnos evitar la tormenta —dijo Kynes.

—Volar en medio de esta arena debe ser peligroso —dijo Paul —. ¿Puede atacar realmente los más duros metales?

—A esta altura no es arena, sino tan sólo polvo —dijo Kynes —. Los principales peligros son la falta de visibilidad, la turbulencia y las válvulas de aspiración, que se ven cegadas.

—¿Asistimos a la extracción de la especia hoy? —preguntó Paul.

—Muy probablemente —dijo Kynes.

Paul se echó hacia atrás en su asiento. Se había servido de las preguntas y de su hiperpercepción para realizar lo que su madre llamaba el «registro» de una persona. Ahora tenía a Kynes… el tono de su voz, cada uno de los más pequeños detalles de su rostro y su modo de moverse. Una arruga no natural en la manga izquierda de su vestido revelaba la presencia de un cuchillo en una funda en su brazo. Su talle estaba curiosamente hinchado. Se decía que los hombres del desierto llevaban un saco de cintura donde guardaban pequeños objetos. Quizá la hinchazón era debida a un cinturón escudo. Una aguja de cobre grabada con la imagen de una liebre cerraba el vestido de Kynes a la altura del cuello. Otra aguja más pequeña pero llevando el mismo dibujo era visible en el borde de la capucha echada sobre sus hombros.

Halleck se volvió en su asiento junto a Paul, alcanzó el compartimento de atrás y extrajo su baliset. Kynes le miró un instante mientras afinaba el instrumento, después volvió su atención al rumbo.

—¿Qué os gustaría oír, joven amo? —preguntó Halleck.

—Elige tú, Gurney —dijo Paul.

Halleck acercó su oído a la caja armónica, pulsó una cuerda y cantó suavemente: