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Ella sopesó las palabras: «Lo esperaba». ¿Qué le había ocurrido a su hijo? Lentamente, Jessica volvió al instrumento. Exploró las otras frecuencias, captando retazos de violencia en las pocas voces que seguían llamando en el lenguaje de batalla de los Atreides:

—…retirada…

—…reagrupamos en…

—…atrapados en una caverna en…

Y no ofrecía ninguna duda la victoriosa exultación de los gritos de los Harkonnen que surgían de las otras frecuencias. Breves órdenes, informes de batalla. No lo suficiente para que Jessica pudiera registrar y decodificar el lenguaje, pero el tono era obvio.

Los Harkonnen habían vencido.

Paul tomó el paquete que había a su lado, notando el gorgoteo de los dos litrojons llenos de agua. Inspiró profundamente y miró al exterior a través del lado transparente de la tienda, hacia las escarpaduras rocosas que se delineaban contra las estrellas. Su mano izquierda se posó en la cerradura a esfínter de entrada de la tienda.

—El alba llegará dentro de poco —dijo—. Podemos esperar durante todo el día a Idaho, pero no otra noche. En el desierto, hay que viajar de noche y descansar a la sombra durante el día.

Las antiguas tradiciones se insinuaron en la mente de Jessica: Sin destiltraje, un hombre sentado a la sombra, en el desierto, necesita cinco litros diarios de agua para mantener el equilibrio corporal. Percibió la superficie lisa y elástica del destiltraje sobre su piel, y pensó que sus vidas dependían por completo de aquella prenda.

—Si nos vamos de aquí, Idaho no nos encontrará nunca — dijo Paul—. Si Idaho no ha vuelto al alba, tendremos que considerar la posibilidad de que haya sido capturado. ¿Cuánto crees que puede resistir?

La pregunta no necesitaba respuesta, y Jessica guardó silencio. Paul abrió el cierre del paquete y sacó un micromanual provisto de su cuadrante luminoso y su lente. Letras verdes y anaranjadas saltaron de las páginas hacia éclass="underline" «litrojón, destiltienda, cápsulas energéticas, recicladores, snork de arena, binoculares, equipo de destiltraje, pistola marcadora, mapas sink, tampones, paracompás, garfios de coma, martilleadores, Fremochila, columna de fuego…»

Tantas cosas para sobrevivir en el desierto.

Dejó el manual a un lado, en el suelo de la tienda.

—¿A dónde podemos ir? —preguntó Jessica.

—Mi padre hablaba del poder del desierto —dijo Paul—. Los Harkonnen no podrían dominar este planeta sin él. De hecho, nunca han podido dominarlo ni nunca podrán. Ni siquiera con diez mil legiones de Sardaukar.

—Paul, no puedes pensar que…

—Tenemos todas las puertas en nuestras manos —dijo él—. Aquí mismo, en esta tienda… la propia tienda, esta mochila y su contenido, estos destiltrajes. Sabemos que la Cofradía exige un precio prohibitivo por los satélites climáticos. Sabemos que…

—¿Qué tienen que ver los satélites climáticos con todo esto? —preguntó Jessica—. No podrían… —se interrumpió. Paul percibió las hipersensibilidades de su mente, leyendo sus reacciones, calculándolas minuciosamente.

—Ahora puedes darte cuenta de ello —dijo—. Los satélites observan constantemente el suelo. Hay cosas en el desierto profundo que no deben ser observadas.

—¿Sugieres que la Cofradía controla este planeta?

Era tan lenta.

—¡No! —dijo—. ¡Los Fremen! Pagan a la Cofradía su aislamiento, pagan con lo que el poder del desierto pone a su disposición… la especia. No es una respuesta de segunda aproximación, sino la única solución según los cálculos. Piensa en ello.

—Paul —dijo Jessica—, todavía no eres un Mentat; no puedes saber con seguridad…

—Nunca seré un Mentat —dijo él—. Soy algo distinto… un fenómeno.

—¡Paul! ¿Cómo puedes decir…?

—¡Déjame solo!

Se volvió de espaldas a ella, mirando afuera, a la noche. ¿Por qué no puedo llorar?, se maravilló. Sintió cada fibra de su ser anhelando aquel desahogo, pero sabía que le sería negado por siempre.

Jessica nunca había notado una angustia tan profunda en la voz de su hijo. Hubiera querido poder comprenderle, estrecharle entre sus brazos, confortarle, ayudarle… pero sintió que no había nada que pudiera hacer. Tendría que resolver sus problemas por sí mismo.

El brillo del manual de la Fremochila que Paul había dejado en el suelo llamó su atención. Lo tomó y le echó una ojeada, leyendo: «Manual de "El Desierto Amigo", el lugar lleno de vida. Este es el ayat y el burhan de la Vida. Cree, y al-Lat nunca te consumirá.»

Se parece al Libro de Azhar, pensó, recordando sus estudios de los Grandes Secretos. ¿Habrá pasado algún manipulador de Religiones por Arrakis?

Paul tomó el paracompás del paquete, volvió a dejarlo y dijo:

—Piensa en todos estos aparatos Fremen de aplicaciones bien precisas. Muestran una sofisticación incomparable. Admítelo. La cultura que ha creado estos objetos evidencia una profundidad insospechable.

Vacilando, preocupada aún por la dureza de la voz de su hijo, Jessica volvió al libro y estudió la ilustración de una constelación del cielo de Arrakis: «Muad’Dib: El Ratón», y notó que la cola apuntaba al norte.

Paul se volvió de nuevo hacia la oscuridad de la tienda y discernió débilmente los movimientos de su madre revelados por el brillo del manual. Ahora es el momento de cumplir el deseo de mi padre, pensó. Debo transmitirle su mensaje mientras aún hay tiempo para el dolor. El dolor puede ser inoportuno más tarde. Y se sintió impresionado por su propia exacta lógica.

—Madre —dijo.

—¿Sí?

Había captado el cambio en su voz, y un soplo helado se aferró a sus vísceras ante aquel sonido. Nunca antes había captado un control tan férreo.

—Mi padre ha muerto —dijo Paul.

Ella buscó en su interior para acoplar los hechos con los hechos y con los hechos —la manera Bene Gesserit de evaluar datos— y extrajo la respuesta: la sensación de una terrible pérdida. Jessica asintió, incapaz de hablar.

—Mi padre —dijo Paul— me encargó transmitirte un mensaje si le ocurría algo. Temía que pudieras pensar que no tenía confianza en ti.

Qué inútil sospecha, pensó Jessica.

—Quería que supieras que nunca dudó de ti —dijo Paul, y le explicó el engaño, añadiendo—: Quería que supieras que siempre tuviste su absoluta confianza, que siempre te amó y te adoró. Dijo que antes hubiera sospechado de sí mismo que de ti, y que sólo tenía algo de qué lamentarse: no haberte hecho su Duquesa.

Ella se secó las lágrimas que corrían por sus mejillas, pensando: ¡Qué estúpido derroche de agua! Pero sabía lo que significaba aquel pensamiento… una tentativa de anular el dolor con cólera. Leto, mi Leto, pensó. ¡Qué horribles cosas podemos hacer a los que amamos! Con un gesto violento apagó el cuadrante luminoso del manual.

Sollozó.

Paul percibió el dolor de su madre y lo comparó con su propia vaciedad. Yo no siento dolor, pensó. ¿Porqué? ¿Porqué? Aquella incapacidad de experimentar dolor le pareció una horrible tara.

Un tiempo para ganar y un tiempo para perder, pensó Jessica, recitándose a si misma una frase de la Biblia Católica Naranja. Un tiempo para guardar y un tiempo para tirar; un tiempo para amar y un tiempo para odiar; un tiempo de guerra y un tiempo de paz.

La mente de Paul siguió funcionando con gélida precisión. Descubrió nuevas avenidas abiertas para ellos en aquel planeta hostil. Sin ni siquiera la válvula de seguridad de un sueño, enfocó su presciente consciencia, viéndolas como el cálculo de sus más probables futuros, pero con algo más, una franja de misterio… como si su mente se sumergiera en algún estrato intemporal donde soplaban los vientos del futuro.