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El Jihad.

No puedo escoger en absoluto este camino, pensó.

Pero de nuevo, en las profundidades de su mente, vio el santuario del cráneo de su padre, y la violencia con el estandarte verde y negro ondeando en su centro.

Jessica carraspeó, preocupada por su silencio.

—Entonces… ¿los Fremen nos darán refugio?

Paul alzó los ojos y, a través de la verdosa luminosidad de la tienda, fijó su mirada en los rasgos delicados, patricios, de su rostro.

—Sí —dijo—. Es uno de los caminos. —Asintió—. Sí. Me llamarán… Muad’Dib, «El que señala el camino». Sí… así me llamarán.

Y cerró los ojos, pensando: No, padre mío, no puedo llorarte.

Y sintió las lágrimas resbalar por sus mejillas.

LIBRO SEGUNDO

MUAD’DIB

CAPÍTULO XXIII

Cuando mi padre, el Emperador Padishah, supo de la muerte del Duque Leto y de sus circunstancias, se enfureció como nunca lo habíamos visto. Culpó a mi madre y al complot que le había obligado a poner a una Bene Gesserit en el trono. Culpó a todos los que estábamos allí en aquel momento, incluyéndome a mí, porque dijo que yo era una bruja como todas las demás. Y cuando intenté apaciguarlo, diciéndole que todo aquello había ocurrido en base a una vieja ley de autoconservación a la cual obedecían incluso los más antiguos gobernantes, me escarneció preguntándome si yo le juzgaba a él como un débil. Comprendí entonces que su cólera no había sido debida a la muerte del Duque, sino a lo que dicha muerte implicaba para toda la nobleza. Cuando pienso de nuevo en ello, creo que incluso mi padre debía de tener una cierta presciencia, porque está seguro de que su estirpe y la de Muad’Dib tenían antepasados comunes.

«En la casa de mi padre», por la Princesa Irulan.

—Ahora, los Harkonnen van a matar a los Harkonnen — susurró Paul.

Se había despertado al caer la noche, y se había alzado en la oscuridad de la destiltienda. Al hablar, oyó el débil agitarse de su madre en el lado opuesto de la tienda, donde se había tumbado para dormir.

Paul echó una ojeada al detector de proximidad en el suelo, estudiando los diales iluminados en la oscuridad por los tubos fosforescentes.

—Pronto será totalmente de noche —dijo su madre—. ¿Por qué no levantas los enmascaradores de la tienda?

Paul se dio cuenta de que desde hacía algunos minutos la respiración de su madre había variado, mientras ella permanecía tendida en la oscuridad, guardando silencio hasta que estuvo convencida de que él también estaba despierto.

—Levantar los enmascaradores no nos ayudará —dijo él—. Ha habido una tormenta. La tienda está cubierta de arena. Tendré que quitarla.

—¿Ninguna señal de Duncan?

—No.

Paul tocó con un gesto ausente el anillo ducal en su pulgar, y se estremeció ante un súbito acceso de rabia contra la esencia misma de aquel planeta que había contribuido a matar a su padre.

—He oído llegar la tormenta —dijo Jessica.

La inútil vaciedad de aquellas palabras le ayudaron a calmarse un poco. Su mente se concentró en la tormenta y en cómo la había visto precipitarse contra ellos a través de la parte transparente de la destiltienda: frías nubes de arena cruzando la hondonada, luego trombas y cataratas atravesando el cielo. Había mirado a un picacho rocoso, viendo cómo cambiaba de forma bajo los remolinos hasta convertirse en una simple excrescencia color naranja sucio. La arena torbellineaba en la hondonada cubriendo el cielo, que se oscureció como cubierto por una pantalla hasta que la tienda quedó totalmente sepultada.

Los tensores de la tienda habían chasqueado cuando aceptaron la presión suplementaria, y luego el silencio había invadido por completo el interior del refugio, roto solamente por el zumbido del snork de arena que bombeaba el aire hacia la superficie.

—Intenta de nuevo el receptor —dijo Jessica.

—No funciona —dijo él.

Buscó el tubo de agua de su destiltraje, fijado a su cuello, aspiró una bocanada tibia, y pensó que así iniciaba realmente su existencia arrakena… viviendo de la humedad de su cuerpo y de su propia respiración. Era un agua insípida y dulzona, pero calmó la sequedad de su garganta.

Jessica oyó a Paul beber, rozó con sus manos la elástica superficie del destiltraje adherida a su cuerpo, pero se negó a admitir su sed. Admitirla hubiera significado para ella la consciencia plena de las terribles necesidades de Arrakis, donde el más infinitesimal rastro de humedad debía ser recuperado, acumulando cada gota en los bolsillos de recuperación de la tienda, donde era un desperdicio cualquier inspiración hecha al aire libre.

Era mucho mejor intentar dormir de nuevo.

Pero aquel día, mientras dormía, había tenido un sueño cuyo solo recuerdo la hizo estremecer. En el sueño, había escrito un nombre: Duque Leto Atreides. La arena borraba el nombre, y ella intentaba volver a escribirlo, conservarlo, pero la primera letra estaba borrada ya cuando aún no había terminado de escribir la última.

La arena no dejaba de acumularse en ningún momento.

Su sueño se convirtió en un gemido: alto, cada vez más alto. Un gemido ridículo… parte de su mente había comprendido que el sonido era el de su voz cuando aún era niña, casi un bebé. La imagen de una mujer se iba alejando lentamente, sin que su memoria consiguiera aferrarla.

Mi desconocida madre, pensó Jessica. La Bene Gesserit que me engendró y me entregó a las Hermanas porque estas eran las órdenes que había recibido. ¿Sintió alivio al desembarazarse así de una hija Harkonnen?

—Hay que golpearlas a través de la especia —dijo Paul.

¿Cómo puede pensar en atacarles en un momento como éste?, se dijo Jessica.

—Un planeta entero lleno de especia —dijo—. ¿Cómo puedes pensar en golpearles?

Le oyó moverse, el sonido de su equipo arrastrándose por el suelo de la tienda.

En Caladan era el poder del mar y el poder del aire —dijo él —. Aquí es el poder del desierto. Los Fremen son la llave.

Su voz provenía de las inmediaciones del esfínter de la tienda. Su adiestramiento Bene Gesserit captó en su tono una vaga amargura hacia ella.

Durante toda su vida se le ha enseñado a odiar a los Harkonnen, pensó. Ahora, descubre que es un Harkonnen… por mi causa. ¡Qué poco me conoce! Yo era la única mujer de mi Duque. Acepté su vida y sus valores a pesar de que desafiaban mis órdenes Bene Gesserit.

El globo de la tienda se activó al contacto de la mano de Paul, llenando el pequeño espacio del refugio con su luz verdosa. Paul se acuclilló ante el esfínter, con el capuchón de su destiltraje regulado para una salida al desierto… el frontal apretado, el filtro de la boca en su lugar, los tampones ajustados en la nariz. Sólo sus oscuros ojos eran visibles: una estrecha porción de su rostro que se volvió un instante hacia su madre.

—Prepárate para salir —dijo, y su voz sonaba ahogada a través del filtro.

Jessica se colocó el filtro en la boca y ajustó la capucha, mientras observaba a su hijo abrir la entrada de la tienda.

La arena crujió cuando el esfínter se dilató, y una sofocante nube de granos cayó al interior de la tienda antes de que Paul pudiera bloquearlos con el compresor estático. Un agujero apareció en el muro de arena cuando el haz empujó los granos. Paul salió al exterior, y Jessica escuchó su lento avance hacia la superficie.