Uno de los hombres de Hawat gritó:
—¿Dónde llevan a Arkie? Estaba…
—Se lo llevan para… enterrarlo —dijo Hawat.
—¡Los Fremen no entierran a sus muertos! —barbotó el hombre—. No intentéis engañarnos, Thufir. Sabemos lo que hacen con ellos. Arkie era uno de…
—El Paraíso está asegurado para aquellos hombres que mueren al servicio del Lisan al-Gaib —dijo el Fremen—. Si es cierto que servís al Lisan al-Gaib como habéis dicho, ¿por qué lamentaros? El recuerdo de aquél que ha muerto vivirá para siempre.
Pero los hombres de Hawat avanzaron, con coléricas miradas en sus rostros. Uno de ellos había capturado una pistola láser. La blandió.
—¡Quieto dónde estáis! —restalló Hawat. Luchó contra la dolorosa fatiga que se apoderaba de todos sus músculos—. Esa gente respeta a nuestros muertos. Sus costumbres son distintas de las nuestras, pero tienen el mismo significado.
—Van a extraerle a Arkie toda su agua —gruñó el hombre del láser.
—¿Tal vez tus hombres desean asistir a la ceremonia? — preguntó el Fremen.
No comprende el problema, pensó Hawat. La ingenuidad del Fremen era estremecedora.
—Están alterados por la muerte de un respetado camarada — dijo Hawat.
—Trataremos a vuestro camarada con el mismo respeto que si fuera uno de los nuestros —dijo el Fremen—. Este es el vinculo del agua. Conocemos los ritos. La carne de un hombre le pertenece; el agua pertenece a la tribu.
Hawat habló rápidamente, mientras el hombre de la pistola láser avanzaba otro paso:
—¿Ahora ayudaréis a nuestros heridos?
—No se discute el vínculo —dijo el Fremen—. Haremos por vosotros lo que una tribu hace por sus propios miembros. Ante todo os vestiremos y proveeremos a vuestras necesidades.
El hombre de la pistola láser vaciló.
—¿Estamos comprando vuestra ayuda con… el agua de Arkie? —dijo el ayudante de Hawat.
—No compramos nada —dijo Hawat—. Nos aliamos a esa gente.
—Son otras costumbres —dijo uno de sus hombres.
Hawat empezó a relajarse.
—¿Y nos ayudarán a llegar hasta Arrakeen?
—Mataremos a los Harkonnen —dijo el Fremen. Sonrió—. Y a los Sardaukar —dio un paso atrás, puso sus manos en copa detrás de su oído, volvió la cabeza y escuchó. Después bajó las manos y dijo—: Se acerca una máquina volante. Ocultáos bajo la roca y permaneced inmóviles.
Hawat hizo un gesto imperativo, y sus hombres obedecieron.
El Fremen sujetó a Hawat por el brazo y le empujó con los demás.
—Combatiremos cuando llegue el tiempo de combatir —dijo. Metió su mano bajo sus ropas y extrajo una pequeña jaula, sacando una pequeña criatura de ella.
Hawat reconoció un minúsculo murciélago. El animalillo volvió la cabeza, y Hawat vio que tenía los ojos enteramente azules.
El Fremen acarició al murciélago, calmándolo, susurrándole cosas. Se inclinó hacia la cabeza del animal, dejando que una gota de saliva cayera en la boca abierta del murciélago. El murciélago desplegó sus alas, pero permaneció en la mano abierta del Fremen. El hombre tomó un pequeño tubo, lo apoyó en la cabeza del animal, y habló algo en su otro extremo; luego, elevó la mano y lanzó al aire la criatura.
El murciélago aleteó y desapareció tras las rocas.
El Fremen cerró la caja y la metió bajo sus ropas. Inclinó de nuevo la cabeza hacia atrás, escuchando.
—Están rastreando las tierras altas —dijo—. Habría que preguntarse lo que están buscando allí.
—Saben que nos hemos retirado en esa dirección —dijo Hawat.
—Uno no tiene por qué presumir que es el único objetivo de una caza —dijo el Fremen—. Mira al otro lado de la depresión. Verás algo.
Pasó un tiempo.
Algunos de los hombres de Hawat comenzaron a agitarse, murmurando.
—Permaneced silenciosos como animales asustados — susurró el Fremen.
Hawat discernió un movimiento en las rocas al otro lado… manchas confusas del mismo color que la arena.
—Mi pequeño amigo ha llevado el mensaje —dijo el Fremen —. Es un buen mensajero… tanto de día como de noche. Me dolería perderlo.
El movimiento al otro lado del sink cesó. A lo largo de los cuatro o cinco kilómetros de arena no hubo nada, excepto el calor del día cada vez más sofocante… y el estremecimiento del tórrido aire.
—Permaneced silenciosos ahora —susurró el Fremen.
Una hilera de indistintas figuras emergió de una hendidura en las rocas del lado opuesto, avanzando trabajosamente a través del sink. A Hawat le parecieron Fremen, pero andaban de una forma curiosamente torpe. Contó seis hombres moviéndose con paso incierto entre las dunas.
El batir de las alas de un ornitóptero sonó alto, a la izquierda tras el grupo de Hawat. El aparato surgió de la escarpadura encima de ellos… un tóptero Atreides con los colores de batalla. El tóptero entró en picado en dirección a los hombres que estaban atravesando el sink.
El grupo se detuvo en lo alto de una colina, agitando los brazos. El tóptero describió un círculo por encima de ellos en una cerrada curva, posándose después bruscamente ante los Fremen, envuelto en una nube de polvo. Cinco hombres surgieron del tóptero, y Hawat vio el relucir de los escudos rechazando la arena y, en sus movimientos, la despiadada eficiencia de los Sardaukar.
—¡Aiiihh! Están usando sus estúpidos escudos —silbó el Fremen al lado de Hawat. Miró a través de la abertura hacia el sur del sink.
—Son Sardaukar —murmuró Hawat.
—Bien.
Los Sardaukar se aproximaban al pequeño grupo inmóvil de los Fremen, rodeándoles en un semicírculo. El sol destellaba en las hojas de sus armas. Los Fremen aguardaron en un grupo compacto, aparentemente indiferentes.
Bruscamente, la arena alrededor de los dos grupos vomitó Fremen. Rodearon el ornitóptero, penetraron en su interior. Donde los dos grupos se juntaron, en la cima de la duna, una espesa nube de polvo ocultó lo que estaba ocurriendo.
Poco después, la nube se desvaneció. Sólo los Fremen permanecían en pie.
—Había tan sólo tres hombres en su tóptero —dijo el Fremen detrás de Hawat—. Ha sido una suerte. Lo hemos capturado sin dañarlo.
Detrás de Hawat, uno de sus hombres jadeó:
—¡Eran Sardaukar!
—¿Has observado cómo se batían? —preguntó el Fremen.
Hawat inspiró profundamente. Sintió polvo ardiente a su alrededor, el intenso calor, la sequedad. También había sequedad en su voz cuando dijo:
—Sí, se batían bien, por supuesto.
El tóptero capturado se elevó con un gran batir de alas, giró hacia el sur, tomando altura y velocidad, y replegó sus alas.
Así que esos Fremen también saben conducirlos tópteros, pensó Hawat.
En la distante duna, un Fremen agitó un cuadrado de tela verde: una… dos veces.
—¡Llegan más! —exclamó el Fremen junto a Hawat—. Estad preparados. Esperaba que podríamos irnos sin más inconvenientes.
¡Inconvenientes!, pensó Hawat.
Vio a otros dos tópteros aparecer por el oeste, a gran altura, precipitándose hacia la extensión de arena de donde había desaparecido repentinamente toda huella de los Fremen. Sólo ocho manchas azules —los cuerpos de los Sardaukar con uniformes Harkonnen— permanecían en el lugar del combate.
Otro tóptero sobrevoló la cresta por encima de Hawat, que se sobresaltó al verlo: era un gran transporte de tropas. Se desplazaba lentamente, con las alas desplegadas, revelando lo pesado de la carga que acarreaba… como un gigantesco pájaro que volviera a su nido.