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—¿Estás aspirando al trono? —preguntó Jessica.

—El Emperador no querrá arriesgarse a ver el Imperio derrumbarse en una guerra total —dijo Paul—. Planetas arrasados, desórdenes en todas partes… no se arriesgará a eso.

—Lo que proponéis es una elección desesperada —dijo Kynes.

—¿Qué es lo que más temen las Grandes Casas del Landsraad? —preguntó Paul—. Lo que está ocurriendo en este preciso instante en Arrakis: los Sardaukar destruyéndolas, una a una. Es por esto que hay un Landsraad. Constituye los fundamentos de la Gran Convención. Sólo unidas pueden enfrentarse a las fuerzas Imperiales.

—Pero ellas son…

—Eso temen —dijo Paul—. Arrakis podría ser un grito de unión. Cada una de ellas se sentirá identificada con mi padre… arrancado del rebaño y muerto.

Kynes se dirigió a Jessica.

—¿Un plan así podría funcionar?

—No soy un Mentat —dijo Jessica.

—Pero sois una Bene Gesserit.

Jessica le dirigió una penetrante mirada.

—Este plan —dijo— tiene puntos buenos y puntos malos… como cualquier plan en este estadio. Un plan depende tanto de su ejecución como de su concepción.

—«La ley es la última ciencia» —recitó Paul—. Esto es lo que se halla escrito sobre la puerta del Emperador. Quiero mostrarle cuál es la ley.

—No estoy seguro de poder otorgarle mi confianza a la persona que ha concebido este plan —dijo Kynes—. Arrakis tiene su propio plan, que nosotros…

—Desde el trono —dijo Paul— podría convertir Arrakis en un paraíso con un solo gesto de mi mano. Este es el precio que ofrezco por vuestro apoyo.

Kynes se envaró.

—Mi lealtad no está a la venta, Señor.

Paul miró fijamente al otro lado del escritorio, afrontando la fría mirada de aquellos ojos totalmente azules, estudiando el barbudo rostro, el aspecto autoritario. Una dura sonrisa rozó sus labios.

—Bien hablado —dijo—. Pido disculpas.

Kynes sostuvo la mirada de Paul.

—Ningún Harkonnen ha admitido nunca su error —dijo—. Quizá los Atreides no seáis como ellos.

—Podría ser un fallo de su educación —dijo Paul—. Vos decís que no estáis en venta, pero sigo pensando que puedo ofreceros un precio que debéis aceptar. A cambio de vuestra lealtad os ofrezco mi lealtad… totalmente.

Mi hijo posee la sinceridad de los Atreides, pensó Jessica. Ese tremendo, casi ingenuo honor… la formidable fuerza que representa la verdad.

Vio que las palabras de Paul habían impresionado a Kynes.

—Esto es absurdo —dijo Kynes—. Sois tan sólo un muchacho y…

—Soy el Duque —dijo Paul—. Soy un Atreides. Ningún Atreides ha faltado a su palabra.

Kynes tragó saliva.

—Cuando digo totalmente —dijo Paul—, quiero decir sin reservas. Daría mi vida por vos.

—¡Señor! —dijo Kynes, y la palabra surgió como si le hubiera sido arrancada, pero Jessica vio que ya no le estaba hablando a un muchacho de quince años sino a un hombre, a un superior. Esta vez Kynes había hablado con sinceridad.

En este momento daría su vida por Paul, pensó. ¿Cómo consiguen los Atreides llegar a ello tan rápidamente, tan fácilmente?

—Sé que habláis sinceramente —dijo Kynes—. Pero los Harkonnen…

La puerta se abrió con fuerza detrás de Paul. Se volvió y descubrió una explosión de violencia: gritos, el entrechocar de acero, imágenes cerúleas de rostros contorsionados.

Con su madre a su lado, Paul saltó hacia la puerta, viendo a Idaho bloqueando el paso, sus ojos inyectados en sangre brillando a través del confuso halo del escudo, numerosas manos intentando sujetarle, destellos de acero arqueándose repelidos por el escudo. La descarga anaranjada de un aturdidor fue rechazada por el escudo. Las hojas de Idaho penetraban en la carne a su alrededor, cortando y cercenando, chorreando sangre.

Entonces Kynes estuvo al lado de Paul, y entre ambos empujaron la puerta con todo su peso. Paul tuvo aún una última visión de Idaho de pie ante un racimo de uniformes Harkonnen… sus gestos eran aún firmes y controlados, pero su rizada cabellera negra estaba marcada por una mortal flor escarlata. Después la puerta se cerró, y Kynes la atrancó.

—Creo que mi decisión ya ha sido tomada —dijo Kynes.

—Alguien detectó vuestras máquinas antes de que dejaran de funcionar —dijo Paul. Empujó a su madre fuera de la puerta, leyendo la desesperación en sus ojos.

—Debí sospechar algo al ver que no llegaba el café —dijo Kynes.

—Existe otra salida —dijo Paul—. ¿Podemos usarla?

Kynes inspiró profundamente.

—Esta puerta debería resistir veinte minutos como mínimo, a menos que utilicen los láser —dijo.

—No van a utilizar los láser por miedo a que tengamos escudos aquí —dijo Paul.

—Eran Sardaukar con uniformes Harkonnen —susurró Jessica.

Se oían rítmicos golpes contra la puerta.

Kynes señaló los archivadores de la pared de la derecha.

—Por aquí —dijo. Se acercó al primer archivador, abrió un cajón y manipuló una palanca en su interior. Toda la batería de archivadores se abrió, mostrando la negra boca de un túnel. Esta puerta también es de plastiacero —dijo.

—Estáis bien preparado —dijo Jessica.

—Hemos vivido ochenta años bajo los Harkonnen —dijo Kynes. Les empujó hacia las tinieblas y cerró la puerta a sus espaldas.

En la repentina oscuridad, Jessica vio una flecha luminosa en el suelo.

La voz de Kynes resonó tras ellos:

—Aquí nos separaremos. Esta puerta es mucho más resistente. Aguantará al menos una hora. Seguid las flechas del suelo. Se extinguirán a vuestro paso. Os guiarán a través del laberinto hacia otra salida donde hay oculto un tóptero. Esta noche hay una tormenta en el desierto. Vuestra única esperanza es ir al encuentro de esta tormenta, sumergiros en ella y seguirla. Así es como procede mi pueblo para robar los tópteros. Si os mantenéis altos en la tormenta sobreviviréis.

—¿Pero y vos? —preguntó Paul.

—Intentaré escapar por otro camino. Si soy capturado… bien, sigo siendo el Planetólogo Imperial. Puedo decir que era vuestro prisionero.

Corriendo como cobardes, pensó Paul. ¿Pero cómo podré sobrevivir de otro modo para vengar a mi padre? Se volvió hacia la puerta.

Jessica captó su movimiento.

—Duncan está muerto, Paul —dijo—. Has visto su herida. No puedes hacer nada por él.

—Algún día les haré pagar por todo esto —dijo Paul.

—No, a menos que os apresuréis —dijo Kynes.

Paul sintió la mano del planetólogo en su hombro.

—¿Cuándo volveremos a encontrarnos, Kynes? —preguntó Paul.

—Enviaré a los Fremen a buscaros. Conocen la ruta de la tormenta. Apresuraos, y que la Gran Madre os dé velocidad y suerte.

Oyeron sus pasos alejarse en las tinieblas.

Jessica tomó la mano de Paul y tiró suavemente de él.

—No debemos separarnos —dijo.

—Sí.

La siguió a través de la primera flecha, que se apagó cuando sus pies la tocaron. Otra flecha se iluminó ante ellos.

La cruzaron, se apagó a su vez, y otra se encendió más adelante.

Ahora estaban corriendo.

Planes en los planes en los planes en los planes, pensó Jessica. ¿Estamos acaso participando en los planes de algún otro?

Las flechas les guiaron a través de vueltas y revueltas, rozando bifurcaciones apenas entrevistas en la débil luminiscencia. Su camino descendió durante un tiempo, hasta que empezó a ascender de nuevo. Continuaron subiendo hasta que llegaron a unos peldaños, giraron una última vez y se encontraron ante una pared luminiscente con una manija negra visible en su centro.