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Nefud se mostró incómodo.

—Sí, mi Señor.

—Le dirás al jefe Sardaukar que deseo interrogar a Hawat y a Kynes al mismo tiempo, confrontándolos el uno con el otro. Espero que comprenda al menos esto.

—Sí, mi Señor.

—Y cuando los tengamos en nuestras manos… —el Barón inclinó la cabeza.

—Mi Señor, los Sardaukar querrán tener a uno de sus observadores con vos mientras dure… el interrogatorio.

—Estoy seguro de que podremos producir una situación de emergencia capaz de alejar a los observadores no deseados, Nefud.

—Comprendo, mi Señor. Y entonces será cuando Kynes pueda tener su accidente.

—Kynes y Hawat tendrán su accidente, Nefud. Pero sólo Kynes tendrá un auténtico accidente. Es Hawat a quien quiero. Sí. Ah, si.

Nefud parpadeó, tragando saliva. Pareció a punto de formular una pregunta, pero permaneció silencioso.

—Proporcionaremos a Hawat comida y bebida —dijo el Barón—. Le trataremos con gentileza, con simpatía. En su agua le administrarán un veneno residual puesto a punto por el finado Piter de Vries. Y procurarás que el antídoto esté presente regularmente en la dieta de Hawat a partir de ahora… hasta que yo diga lo contrario.

—El antídoto, sí —Nefud agitó la cabeza—. Pero…

—No seas estúpido, Nefud. El Duque estuvo a punto de matarme con la cápsula de veneno en su diente. El gas que exhaló en mi presencia me privó de mi valioso Mentat, Piter. Necesito un sustituto.

—¿Hawat?

—Hawat.

—Pero…

—Vas a decirme que Hawat es completamente leal a los Atreides. Cierto, pero los Atreides han muerto. Nosotros le seduciremos. Le convenceremos de que no tiene que culparse por la muerte del Duque. Que todo fue culpa de aquella bruja Bene Gesserit. Su dueño era débil, su razón se dejaba ofuscar por las emociones. Los Mentats admiran la habilidad de calcular por encima de las emociones, Nefud. Seduciremos al formidable Thufir Hawat.

—Le seduciremos. Sí, mi Señor.

—Desgraciadamente, Hawat tenía un dueño cuyos recursos eran pobres, uno que no podía elevar al Mentat a las sublimes cotas de razonamiento que son el derecho de un Mentat. Hawat tendrá que reconocer que hay cierto elemento de verdad en esto. El Duque no podía permitirse espías más eficientes para garantizarle a su Mentat las informaciones requeridas —el Barón miró a Nefud—. No intentemos nunca engañarnos entre nosotros, Nefud. La verdad es un arma poderosa. Sabemos cómo hemos triunfado sobre los Atreides, y Hawat lo sabe también. Con nuestra riqueza.

—Con nuestra riqueza. Sí, mi Señor.

—Seduciremos a Hawat —dijo el Barón—. Le pondremos fuera del alcance de los Sardaukar. Y tendremos en reserva… la posibilidad de cortarle el antídoto del veneno residual. No hay ningún modo de extraer un veneno residual. Y, Nefud, Hawat no sospechará nunca. El antídoto no será descubierto por los detectores de venenos. Hawat podrá controlar sus alimentos como le plazca sin detectar el menor rastro de veneno.

Los ojos de Nefud se abrieron considerablemente con la comprensión.

—La ausencia de algo —dijo el Barón— puede ser tan mortal como su presencia. La ausencia de aire, ¿eh? La ausencia de agua. La ausencia de algo a lo que se sea adicto. —El Barón agitó su cabeza—. ¿Me comprendes, Nefud?

Nefud deglutió.

—Sí, mi Señor.

—Ahora, muévete. Encuentra al jefe Sardaukar e inicia las operaciones.

—Inmediatamente, mi Señor. —Nefud se inclinó, se volvió y salió apresuradamente.

¡Hawat a mi lado!, pensó el Barón. Los Sardaukar me lo darán. Si sospechan algo será que quiero destruir al Mentat. ¡Y les confirmaré esta sospecha! ¡Los idiotas! Uno de los más formidables Mentat de toda la historia, un Mentat adiestrado en matar, y me lo dejarán como un juguete inútil para que lo rompa. Pero les mostraré el uso que puede hacerse de un tal juguete.

El Barón deslizó una mano hacia un tapiz al lado de su cama a suspensor y oprimió un botón llamando a su sobrino mayor, Rabban. Esperó, sonriendo.

¡Y todos los Atreides muertos!

El estúpido capitán de los guardias estaba en lo cierto, por supuesto. Sin lugar a dudas, nada sobreviviría en el camino de una tormenta de arena de Arrakis. Ni un ornitóptero… ni sus ocupantes. La mujer y el chico habían muerto. Todas las corrupciones en su justo lugar, los increíbles gastos para transportar aquellas aplastantes fuerzas militares hasta el planeta… todos los astutos informes confeccionados a la medida de los oídos del Emperador, todo el vasto plan cuidadosamente puesto a punto, daba por fin sus frutos.

¡Poder y miedo… miedo y poder!

El Barón veía el camino trazado ante él. Un día, un Harkonnen sería Emperador. No él, ni tampoco ninguno de sus retoños. Pero un Harkonnen. No aquel Rabban al que acababa de llamar, por supuesto, sino el hermano más pequeño de Rabban. El joven Feyd-Rautha. Había en el muchacho una cierta dureza que alegraba al Barón… una ferocidad.

Un muchacho adorable, pensó el Barón. Uno o dos años más… digamos cuando alcance sus diecisiete años, y sabré si es realmente el instrumento que necesita la Casa de los Harkonnen para acceder al trono.

—Mi Señor Barón.

El hombre que estaba de pie en el umbral de la puerta de entrada del dormitorio del Barón, protegida por el campo, era de baja estatura, grueso de rostro y de cuerpo, con los rasgos de la línea paterna de los Harkonnen presentes en los ojos muy juntos y los anchos hombros. Había cierta rigidez en sus gorduras, pero era obvio que dentro de muy poco tiempo tendría que llevar suspensores portátiles para acarrear todo su exceso de grasa.

Una mente musculosa y un cerebro blindado, pensó el Barón. No es un Mentat, mi sobrino… no es un Piter de Vries, pero quizá sea más apto para las tareas inmediatas. Si le dejo plena libertad, estoy seguro de que lo barrerá todo a su paso. ¡Oh, cómo le van a odiar aquí en Arrakis!

—Mi querido Rabban —dijo el Barón. Desactivó el escudo de la puerta, pero conservó intencionalmente su escudo corporal a plena potencia, sabiendo que el resplandor del globo situado junto a su lecho lo pondría en evidencia.

—Me has llamado —dijo Rabban. Penetró en la estancia, echando una ojeada a la turbulencia del aire del escudo corporal, buscando con la mirada una silla a suspensor sin encontrarla.

—Acércate un poco más de modo que pueda verte —dijo el Barón.

Rabban avanzó otro paso, pensando que el maldito viejo había suprimido deliberadamente todas las sillas a fin de obligar a sus visitantes a permanecer de pie.

—Los Atreides han muerto —dijo el Barón—. Hasta el último de ellos. Es por esto por lo que te he hecho venir a Arrakis. Este planeta es tuyo de nuevo.

Rabban parpadeó.

—Pero, creía que habías propuesto a Piter de Vries que…

—Piter también ha muerto.

—¿Piter?

—Piter.

El Barón reactivó el campo de la puerta, protegiéndola contra cualquier penetración de energía.

—Te has cansado finalmente de él, ¿eh? —preguntó Rabban. Su voz resonó hueca y sin vida en la estancia de nuevo aislada.

—Te diré una cosa de una vez por todas —retumbó el Barón —. Insinúas que he suprimido a Piter como uno suprime una bagatela —hizo chasquear los dedos—, así, ¿eh? No soy tan estúpido, sobrino. Y créeme que no voy a ser tan condescendiente contigo la próxima vez que sugieras con tus palabras o con tus actos que soy un estúpido.

El miedo asomó a los porcinos ojos de Rabban. Sabía, dentro de unos ciertos límites, hasta qué punto podía actuar el viejo Barón contra alguien de su familia. No hasta el punto de matarle, a menos que sacara de ello un provecho extraordinario o se tratara de una clara provocación. Pero los castigos familiares podían ser muy dolorosos.