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—Perdóname, mi Señor Barón —dijo Rabban. Bajó los ojos, tanto para disimular su rabia como para mostrar su humildad.

—No intentes engañarme, Rabban —dijo el Barón.

Rabban permaneció con los ojos bajos, tragando saliva.

—Te he enseñado algo —dijo el Barón—. No suprimir nunca a un hombre sin reflexionar, como podría hacerlo un feudo a través del proceso automático de la ley. Hazlo siempre con un propósito mayor… ¡y conoce este propósito!

—¡Pero tú hiciste suprimir a ese traidor, Yueh! —había rabia en las palabras de Rabban—. Vi que retiraban su cuerpo cuando llegué la pasada noche.

Rabban se interrumpió y miró a su tío, bruscamente asustado por el sonido de sus propias palabras.

Pero el Barón sonreía.

—Soy muy prudente con las armas peligrosas —dijo—. El doctor Yueh era un traidor. Me entregó al Duque —la voz del Barón se hizo más potente—. ¡Yo corrompí a un doctor de la Escuela Suk! ¡La Escuela Interna! ¿Comprendes, muchacho? Era una clase de arma que no podía dejar suelta. No lo suprimí sin reflexionar.

—¿Sabe el Emperador que has corrompido a un doctor Suk? Esta es una penetrante pregunta, pensó el Barón. ¿Habré juzgado a mi sobrino por debajo de sus posibilidades?

—El Emperador aún no sabe nada —dijo el Barón—. Pero seguramente sus Sardaukar harán un informe sobre ello. Antes de que esto ocurra, de todos modos, ya habré hecho llegar a sus manos mi propio informe, a través de los canales de la Compañía CHOAM. Le explicaré que afortunadamente descubrí a un doctor que pretendía estar condicionado. Un falso doctor, ¿comprendes? Puesto que todos sabemos que no es posible violar el condicionamiento de una Escuela Suk, mi informe será aceptado.

—Ahhh, ya veo —murmuró Rabban.

Y el Barón pensó: Espero que lo veas realmente. Espero que veas la necesidad vital de mantener esto en secreto. De pronto, se preguntó: ¿Por qué he hecho esto? ¿Por qué me he vanagloriado con este estúpido sobrino mío… este sobrino que utilizaré y luego descartaré? El Barón se irritó consigo mismo. Se sintió traicionado.

—Es necesario que quede en secreto —dijo Rabban—. Comprendo.

El Barón suspiró.

—Esta vez, mis instrucciones referentes a Arrakis son distintas, sobrino. Cuando gobernaste este mundo la última vez, te mantuve estrechamente controlado. Esta vez, en cambio, te haré una sola exigencia.

—¿Mi Señor?

—Beneficios.

—¿Beneficios?

—¿Tienes alguna idea, Rabban, de lo mucho que hemos gastado para desencadenar una fuerza militar como ésta contra los Atreides? ¿Has pensado alguna vez en lo que exige la Cofradía para un transporte militar como el que hemos efectuado?

—Costoso, ¿no?

—¡Costoso! —el Barón apuntó un grasoso dedo contra Rabban—. Si tú le exprimes a Arrakis hasta el último céntimo durante los próximos sesenta años, ¡apenas habremos conseguido cubrir los costes!

Rabban abrió la boca, y la cerró sin pronunciar ninguna palabra.

—Costoso —sonrió el Barón—. Ese maldito monopolio espacial de la Cofradía nos hubiera arruinado, si yo no hubiese tenido la precaución de prever este gasto hace ya mucho tiempo. Debes saber, Rabban, que nosotros hemos sostenido todo el coste de la operación. Incluso hemos pagado el transporte de los Sardaukar.

Y, no por primera vez, el Barón se preguntó si llegaría el día en que pudiera prescindir de la Cofradía. Eran insidiosos… extrayendo la sangre hasta que uno no podía hacer objeciones, hasta el momento en que uno se hallaba en su poder y podían obligarle a seguir pagando y pagando y pagando.

Siempre, los costes más exorbitantes recaían en las expediciones militares. «Tarifa de riesgo», explicaban los untuosos agentes de la Cofradía. Y por cada agente que uno conseguía infiltrar en el seno del Banco de la Cofradía, ella conseguía infiltrar dos de sus propios agentes en el sistema de uno.

¡Intolerable!

—Entonces, beneficios —dijo Rabban.

El Barón bajó su brazo y apretó el puño.

—Tienes que estrujarles.

—¿Y podré hacer lo que quiera, con tal de estrujarles?

—Todo lo que quieras.

—Los cañones que trajiste —dijo Rabban—. ¿Podré…?

—Voy a llevármelos de aquí —dijo el Barón.

—Pero tú…

—No vas a necesitar esos juguetes. Eran una innovación muy especial, pero ahora son inútiles. Necesitamos el metal. No pueden ser usados contra un escudo, Rabban. Su principal cualidad es la sorpresa. Era previsible que los hombres del Duque se refugiarían en las cavernas de este abominable planeta. Nuestros cañones sólo han servido para emparedarlos dentro.

—Los Fremen no usan escudos.

—Podrás quedarte algunos láser si lo deseas.

—Sí, mi Señor. Y tendré mano libre.

—Tanto tiempo como sigas estrujando.

La sonrisa de Rabban era radiante.

—Comprendo perfectamente, mi Señor.

—No comprendes nada perfectamente —gruñó el Barón—. Que esto quede bien claro. Lo que debes comprender es cómo ejecutar mis órdenes. ¿Se te ha ocurrido pensar, sobrino, que hay más de cinco millones de personas en este planeta?

—¿Quizá mi Señor ha olvidado que yo era aquí su regente siridar? Y, mi Señor me perdonará, pero tu estimación es más bien baja. Es difícil contar una población esparcida entre tantos sink y pan. Si tienes en cuenta a los Fremen de…

—¡No vale la pena tomar en consideración a los Fremen!

—Perdona, mi Señor, pero los Sardaukar piensan otra cosa.

El Barón vaciló, mirando a su sobrino.

—¿Sabes algo?

—Mi Señor se había retirado ya cuando yo llegué, la noche pasada. Yo… esto, me tomé la libertad de contactar algunos de mis… esto, antiguos lugartenientes. Sirvieron de guías a los Sardaukar. Me informaron que una banda de Fremen tendió una emboscada a una fuerza Sardaukar en algún punto al sudeste de aquí, y la exterminó completamente.

—¿Exterminada una fuerza Sardaukar?

—Sí, mi Señor.

—¡Imposible!

Rabban se alzó de hombros.

—Fremen exterminando Sardaukar —repitió el Barón.

—No hago más qué repetir lo que me informaron —dijo Rabban—. Se dice que las fuerzas Fremen capturaron también al temible Thufir Hawat del Duque.

—Ahhh —el Barón asintió con una sonrisa.

—Creo en este informe —dijo Rabban—. No tienes ni idea del problema que son los Fremen.

—Quizá. Pero esos que vieron tus lugartenientes no eran Fremen. Eran hombres de los Atreides adiestrados por Hawat y vestidos como Fremen. Es la única explicación posible.

Rabban se alzó nuevamente de hombros.

—Bueno, los Sardaukar creen que eran Fremen. Y han desencadenado ya un pogrom para exterminarlos.

—¡Bien!

—Pero…

—Esto mantendrá a los Sardaukar ocupados. Y muy pronto tendremos a Hawat. ¡Lo sé! ¡Lo siento! ¡Ah, que hermosa jornada! ¡Los Sardaukar cazando a una pandilla de desgraciados del desierto, mientras nosotros nos apoderamos del verdadero botín!

—Mi Señor… —Rabban vaciló, ceñudo—. Siempre he tenido la impresión de que subestimábamos a los Fremen, tanto en número como en…

—¡Ignóralos, muchacho! Son escoria. Son las metrópolis, las ciudades y los poblados los que nos interesan. Hay mucha gente allí, ¿no?

—Mucha, mi Señor.

—Me preocupan, Rabban.

—¿Te preocupan?

—Oh… un noventa por ciento de ellos no me preocupan. Pero siempre hay alguien… Casas Menores y gentes así, cuya ambición podría empujarles a algo peligroso. Si alguno de ellos abandonara Arrakis con alguna historia desagradable acerca de lo que ha ocurrido aquí, me sentiría muy disgustado. ¿Tienes idea de lo disgustado que me sentiría?