—Permanece debajo de la cresta; la luna está a nuestra espalda, y cualquiera de nuestros movimientos podría ser visto.
Paul se detuvo en una oquedad de la roca, apoyando la mochila en un estrecho saliente.
Jessica descansó a su lado, agradecida por aquel momento de respiro. Oyó a Paul aspirar del tubo de su destiltraje, y ella también sorbió algo de su agua regenerada. Era insípida, y recordó las aguas de Caladan… una alta fuente cuyo chorro cerraba toda una curva del cielo, una tal riqueza de agua que sólo podía ser distinguida por sus peculiaridades… sólo por su forma, por sus reflejos, por el sonido cuando uno se detenía a su lado.
Detenerse, pensó. Detenerse… detenerse realmente.
Esta era la verdadera felicidad, la posibilidad de detenerse, aunque sólo fuera por un instante. No había ninguna felicidad si uno no podía detenerse.
Paul avanzó por el saliente rocoso, se volvió, y empezó a escalar una superficie inclinada. Jessica le siguió con un suspiro.
Surgieron a una amplia plataforma que costeaba, rodeándola, una pared rocosa cortada a pico. Siguieron avanzando al ritmo que les imponía aquel accidentado terreno.
Jessica percibía en la noche, bajo sus pies, bajo sus manos, las distintas dimensiones de las sustancias, hasta los más ínfimos grados de pequeñez: rocas o guijarros o cantos agudos o arena aglomerada o incluso arena o polvo o harina de arena.
El polvo obstruía los filtros nasales y era necesario soplar para limpiarlos. La arena aglomerada y los guijarros rodaban bajo sus pies y podían provocar una caída. Los cantos agudos cortaban.
Y las omnipresentes bolsas de arena se pegaban a los pies y succionaban.
Paul se detuvo bruscamente sobre una plataforma rocosa, sujetando a su madre para que no avanzara más.
Señaló algo a su izquierda, y ella miró a lo largo de su brazo y vio que se encontraban al borde de un acantilado que dominaba una porción de desierto parecido a un mar estático unos doscientos metros más abajo. Yacía debajo de ellos, con plateadas olas inmóviles a la luz de la luna… angulosas formas que se difuminaban en curvas y que, en la distancia, se fundían en el grisor confuso y opaco de otra escarpadura.
—El desierto abierto —dijo ella.
—Necesitaremos mucho tiempo para atravesarlo —dijo Paul, y su voz sonó sofocada por el filtro que cubría su rostro.
Jessica miró a derecha e izquierda… nada más que arena.
Paul observó fijamente las dunas, siguiendo el movimiento de las sombras al ritmo del paso de la luna.
—Unos tres o cuatro kilómetros hasta el otro lado —dijo.
—Los gusanos —dijo ella.
—Seguro que habrá.
Jessica se concentró en su cansancio, en sus doloridos músculos que disminuían sus sentidos.
—¿No sería mejor que nos quedáramos aquí y comiéramos algo?
Paul se quitó la mochila, se sentó y se apoyó en ella. Jessica se apoyó en su hombro con una mano para sostenerse y se dejó caer en la roca que había a su lado. Oyó a Paul volverse y buscar algo en la mochila.
—Aquí —dijo él.
Ella sintió que sus resecas manos depositaban dos cápsulas energéticas en su palma.
Las tragó, bebiendo un sorbo de agua que aspiró del tubo de su destiltraje.
—Bebe toda tu agua —dijo Paul—. Axioma: el mejor lugar para conservar tu agua es en tu cuerpo. Mantiene tu energía. Te hace fuerte. Ten confianza en tu destiltraje.
Ella obedeció, vaciando sus bolsillos de recuperación y sintiendo que la energía volvía a su cuerpo. Saboreó aquel momento de calma y descanso, y recordó las palabras que Gurney Halleck, el trovador guerrero, había dicho en una ocasión: «Es mejor una austera comida y un poco de calma que toda una casa llena de luchas y de suspicacias.»
Jessica repitió las palabras a Paul.
—Es propio de Gurney —dijo él.
Ella captó el tono de su voz, como si estuviera hablando de alguien ya muerto, y pensó: Es probable que el pobre Gurney esté ya muerto. Todas las fuerzas de los Atreides estaban muertas o cautivas o perdidas como ellos en aquel mundo reseco.
—Gurney tenía siempre la frase apropiada —dijo Paul—. Es como si le oyera ahora mismo: «Y secaré los ríos, y venderé la tierra a los perversos: y transformaré el lugar, y todo lo que hay en él, en una extensión árida, y todo ello por manos extranjeras.»
Jessica cerró los ojos, conmovida hasta las lágrimas por la tristeza que emanaba de la voz de su hijo.
—¿Cómo te… encuentras? —preguntó Paul poco después.
Ella comprendió que la pregunta se refería a su embarazo.
—Tu hermana no nacerá hasta dentro de varios meses. Me siento… físicamente en forma.
Y pensó: ¡De qué modo tan rígidamente formal le hablo a mi hijo!
Y, puesto que había una Manera Bene Gesserit de descubrir las motivaciones de un extraño comportamiento, buscó en su interior el origen de su frialdad: Tengo miedo de mi hijo: tengo miedo de lo extraño que hay en él; me atemoriza lo que puede ver ante nosotros, en nuestro camino, lo que puede decirme.
Paul bajó su capucha sobre sus ojos, escuchando los sutiles ruidos de la noche. Sus pulmones estaban llenos de su propio silencio. La nariz le picaba. Se la rascó, se quitó el filtro, y percibió el intenso olor a canela en el aire.
—Hay melange cerca de aquí —dijo.
Un viento ligero acarició sus mejillas e hizo agitarse los pliegues de su albornoz. Pero aquel viento no anunciaba ninguna tormenta; podía sentir la diferencia.
—Se acerca el alba —dijo.
Jessica asintió.
—Hay un modo de atravesar sin peligro esa arena abierta — dijo Paul—. Los Fremen lo usan.
—¿Y los gusanos?
—Si plantamos un martilleador de nuestra Fremochila en aquellas rocas de allí —dijo Paul—, tendremos ocupado a un gusano durante un tiempo.
Ella miró al desierto bajo la luz de la luna, entre ellos y la otra escarpadura.
—¿Tanto tiempo como cuatro kilómetros?
—Quizá. Y si consiguiéramos cruzar la extensión produciendo tan sólo ruidos naturales, el tipo de ruidos que no atraen a los gusanos…
Paul estudió el desierto abierto, buscando en su memoria presciente, encontrando las misteriosas alusiones a los martilleadores y a los garfios de doma que había leído en el manual de la Fremochila. Le parecía extraño sentir tan sólo aquel absoluto terror hacia los gusanos. Era como si, justo en el centro de su percepción, residiera la convicción de que los gusanos debían ser respetados y no temidos… si… si…
Agitó la cabeza.
—Tienen que ser ruidos carentes de todo ritmo —dijo Jessica.
—¿Qué? ¡Oh! Sí. Si caminamos irregularmente… la propia arena suele caer de cuando en cuando. Los gusanos no pueden investigar cada pequeño sonido que les llega. Pero debemos estar completamente descansados para esto.
Miró en dirección a la otra pared rocosa, observando el paso del tiempo a través de las sombras verticales creadas por la luz lunar.
—El alba estará aquí dentro de una hora.
—¿Dónde pasaremos el día? —preguntó Jessica. Paul giró a la izquierda y señaló.
—El acantilado se curva allí hacia el norte. Puedes ver que en aquel lugar el viento ha corroído la superficie. Encontraremos grietas.
—¿No sería mejor partir inmediatamente? —preguntó ella. El se levantó, ayudándola a ponerse en pie.
—¿Has descansado bastante para el descenso? Quiero llegar lo más cerca posible del desierto antes de acampar.
—Bastante —asintió ella, invitándole a abrir la marcha.
El vaciló, luego cargó la mochila, la sujetó a sus hombros y echó a andar a lo largo de la roca.
Si al menos tu viéramos suspensores, pensó Jessica. Sería muy sencillo saltar hasta allá. Pero quizá los suspensores son otra de las cosas que no pueden ser usadas en pleno desierto. Tal vez atraigan a los gusanos igual que un escudo.