El sonido disminuyó, murió.
—He visto fragatas espaciales más pequeñas —murmuró Paul.
Jessica asintió, continuando con la mirada fija en el desierto. Allí donde había pasado el gusano quedaba un rastro turbador, un surco sin fin curvándose ante ellos bajo el horizonte, como doblado entre el cielo y la arena.
—Cuando hayamos descansado —dijo Jessica— continuaremos con tus lecciones.
Paul dominó una brusca irritación.
—Madre —dijo—, ¿no crees que podríamos pasarnos sin…?
—Hoy te has dejado arrastrar por el pánico —dijo ella—. Quizá conozcas mejor que yo tu mente y tu sistema nervioso bindu, pero aún tienes mucho que aprender de la musculatura prana. A veces el cuerpo actúa por sí mismo, Paul, y puedo enseñarte algo al respecto. Debes aprender a controlar cada músculo, cada fibra de tu cuerpo. Tus manos, por ejemplo. Comenzaremos con los músculos de los dedos, los tendones de la palma y la sensibilidad de las yemas. —Se volvió—. Entremos en la tienda ahora.
Paul flexionó los dedos de su mano izquierda, mirando a su madre que se introducía a través de la válvula a esfínter, sabiendo que nada podría apartarla de su determinación… que tendría que doblegarse a ella.
Cualquier cosa que me hayan hecho, yo me he prestado siempre a ello, pensó.
¡Examinar su mano!
La miró de nuevo. Parecía tan inadecuada cuando se la comparaba con criaturas tales como aquel gusano…
CAPÍTULO XXVIII
Vinimos de Caladan… un mundo paradisíaco para nuestra forma de vida. No existía en Caladan la necesidad de construir un paraíso físico o un paraíso mental… podíamos verlos en la realidad que nos rodeaba. Y el precio que pagamos era el precio que los hombres han pagado siempre por obtener un paraíso en sus vidas: nos ablandamos, perdimos nuestro temple.
—Así que tú eres el gran Gurney Halleck —dijo el hombre.
Halleck estaba de pie en la redonda caverna despacho, con el contrabandista sentado frente a él tras un escritorio metálico. El hombre llevaba ropas Fremen, y el tono azul demasiado claro de sus ojos indicaba que, al menos en parte, su dieta era de alimentos importados. El despacho era una reproducción del centro de control de una fragata espaciaclass="underline" transmisores y pantallas visoras a lo largo de treinta grados de la curvada pared, controles remotos de instrumentos y armas al otro lado, e incluso el escritorio parecía una proyección de la pared… como formando parte de la misma curva.
—Soy Staban Tuek, hijo de Esmar Tuek —dijo el contrabandista.
—Entonces, es a ti a quien debo darle las gracias por la ayuda recibida —dijo Halleck.
—Ahhh, gratitud —dijo el contrabandista—. Siéntate.
Un sillón de tipo astronáutico en forma de copa emergió de la pared junto a las pantallas, y Halleck se dejó caer en él con un suspiro, consciente de su agotamiento. Podía ver su propio reflejo en la oscura superficie junto al contrabandista, y frunció el ceño al observar las señales de la fatiga en su arrugado rostro. La cicatriz de estigma a lo largo de su mandíbula se contorsionó.
Halleck apartó los ojos de su reflejo y miró a Tuek. Ahora descubrió el parecido familiar en su rostro… las gruesas cejas de su padre, el mismo perfil duro y cortante de las mejillas y nariz.
—Tus hombres me han dicho que tu padre había muerto, asesinado por los Harkonnen —dijo Halleck.
—Por los Harkonnen o por el traidor que había entre tu gente —dijo Tuek.
La cólera saltó por encima de la fatiga de Halleck. Se irguió.
—¿Puedes decirme el nombre del traidor?
—No estamos seguros.
—Thufir Hawat sospechaba de Dama Jessica.
—Ahhh, la bruja Bene Gesserit… quizá. Pero Hawat se encuentra ahora prisionero de los Harkonnen.
—Lo sé —Halleck hizo una profunda inspiración—. Me parece que se preparan otras matanzas.
—No haremos nada que llame la atención sobre nosotros — dijo Tuek.
Halleck se envaró.
—Pero…
—Tú y tus hombres sois bienvenidos a este refugio entre nosotros —dijo Tuek—. Hablas de gratitud. Muy bien; trabajad para pagar vuestra deuda. Siempre podremos encontrar un trabajo para un hombre de valor. Pero os destruiremos con nuestras propias manos si intentáis la menor acción abierta contra los Harkonnen.
—¡Pero ellos han matado a tu padre!
—Quizá. Y si es así, te daré la misma respuesta que daba mi padre a aquellos que actuaban sin pensar: «Pesada es la piedra y densa la arena; pero no son nada al lado de la furia de un idiota.»
—¿Quieres decir que no vais a hacer nada al respecto, entonces? —se sorprendió Halleck.
—En ningún momento me has oído decir esto. Simplemente he dicho que quiero proteger nuestro contrato con la Cofradía. La Cofradía exige un juego circunspecto. Hay otros caminos para destruir al enemigo.
—Ahhh…
—Sí, realmente. Si tienes la idea de buscar a la bruja, hazlo. Pero debo advertirte que probablemente ya es demasiado tarde… y dudamos que sea la persona a la que estás buscando.
—Hawat se ha equivocado pocas veces.
—Pero ha caído en manos de los Harkonnen.
—¿Crees que el traidor es él? Tuek se alzó de hombros.
—Eso no tiene importancia. Creemos que la bruja está muerta. Esto al menos es lo que creen los Harkonnen.
—Parece que sabes mucho acerca de los Harkonnen.
—Suposiciones e insinuaciones… rumores y deducciones.
—Nosotros somos setenta y cuatro —dijo Halleck—. si nos propones seriamente que nos enrolemos contigo, es que estás convencido de que nuestro Duque está muerto.
—Su cadáver ha sido visto.
—¿Y también el muchacho… el joven Amo Paul? —Halleck intentó tragar saliva, pero tenía como un nudo en su garganta.
—Según nuestros últimos informes, él y su madre se perdieron en una tormenta, en pleno desierto. Es muy probable que ninguno de los dos sean hallados nunca.
—Así que la bruja está muerta… todos muertos.
Tuek asintió.
—Y la Bestia Rabban, por lo que sé, se sentará en el poder.
—¿El Conde Rabban de Lankiveil?
—Sí.
Halleck necesitó un tiempo para conseguir dominar la oleada de ira que amenazaba sumergirle. Cuando habló, lo hizo con voz jadeante.
—Tengo una cuenta personal que arreglar con Rabban. La vida de los míos… —se frotó la cicatriz de su mandíbula— …y también esto…
—Uno no debe arriesgarlo todo por liquidar prematuramente una cuenta —dijo Tuek. Frunció el ceño al observar el temblor de los músculos en la mejilla de Halleck, la mirada repentinamente ausente de los ojos del hombre.
—Lo sé… lo sé… —Halleck resopló profundamente.
—Tú y tus hombres podéis trabajar para mí a fin de pagaros el viaje de salida de Arrakis. Hay muchos puestos donde…
—Dejo a mis hombres que elijan por sí mismos lo que deseen. Pero con Rabban aquí… yo no me quedo.
—Por tus palabras, no estoy muy seguro de que nosotros queramos que te quedes.
Halleck miró fijamente al contrabandista.
—¿Dudas de mi palabra?
—Nooo…
—Vosotros me habéis salvado de los Harkonnen. Yo he jurado fidelidad al Duque Leto por la misma razón. Me quedaré en Arrakis… con vosotros… o con los Fremen.
—Sea o no expresado, un pensamiento es siempre algo real y potente —dijo Tuek—. Quizá entre los Fremen descubrieras que la línea que separa la vida de la muerte es demasiado frágil e incierta.