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La arena crujió. La criatura se hundió más, retrayéndose, girando. Se convirtió tan sólo en una amplia curva entre las dunas, alejándose.

Paul salió de la hendidura y contempló la ola de arena que avanzaba a través del desierto, hacia el reclamo del nuevo martilleador.

Jessica acudió a su lado, escuchando: Bum… bum… bum… bum… bum…

Poco después, el ruido cesó. Paul tomó el tubo de su destiltraje, aspirando una bocanada de agua reciclada. Jessica centró su atención en aquel acto, pero su mente aún inmovilizada por la fatiga y el terror estaba como vacía.

—¿Se ha ido realmente? —jadeó.

—Alguien lo ha llamado —dijo Paul—. Los Fremen.

Ella notó que sus fuerzas iban regresando.

—¡Era tan grande!

—No tan grande como el que devoró nuestro tóptero.

—¿Estás seguro de que eran los Fremen?

—Han usado un martilleador.

—¿Por qué acudirían en nuestra ayuda?

—Quizá no lo han hecho para ayudarnos. Quizá tan sólo han querido llamar al gusano.

—¿Para qué? Había una respuesta en el umbral de su consciencia, pero rehusaba surgir. En su mente hubo la visión de algo que estaba en relación con aquellas barras telescópicas llenas de garfios que había en su mochila… los «garfios de doma».

—¿Por qué llamarían a un gusano? —insistió Jessica. Un estremecimiento de miedo rozó la mente de Paul, y se obligó a apartar los ojos de su madre y fijarlos en el farallón.

—Será mejor encontrar un paso antes del día. —Señaló con el dedo—. Aquellas estacas que hemos pasado… aquí hay más.

Ella miró, siguiendo la dirección de su mano, y vio las estacas, señales rocosas corroídas por el viento, que se destacaban a la sombra de una estrecha cornisa, curvándose después en el interior de una hendidura muy por encima de ellos.

—Han marcado un camino a lo largo del farallón —dijo Paul. Aseguró la mochila en sus hombros, cruzó hasta la cornisa e inició la ascensión.

Jessica aguardó un instante, relajándose, recuperando fuerzas; luego le siguió.

Comenzaron a subir, siguiendo las señales indicadoras hasta que la cornisa se redujo a un estrecho borde rocoso en la embocadura de una tenebrosa grieta.

Paul inclinó la cabeza para sondear la oscuridad. Tenía consciencia de lo precario de su situación sobre el delgado borde rocoso, pero se obligó a sí mismo a ser lento y prudente. Dentro de la hendidura sólo vio tinieblas. Se extendía hacia arriba, abriéndose sobre un cielo estrellado. Tendió el oído, oyendo únicamente los sonidos esperados: el susurro de la arena cayendo, el brrr de un insecto, el ruido de las patas de algún animalillo corriendo. Tanteó la oscuridad de la hendidura con un pie, notando la roca bajo la delgada capa de granulada arena. Lentamente, giró el ángulo, haciendo señas a su madre de que le siguiera. La cogió por un pliegue de su ropa, ayudándola a llegar hasta allí.

Levantaron los ojos hacia la luz de las estrellas enmarcadas por las dos paredes rocosas. Paul distinguió a su madre junto a él como una forma gris y nebulosa.

—Si al menos pudiéramos arriesgarnos a encender una luz — dijo.

Paul avanzó un paso, aseguró su peso y exploró el terreno con el otro pie, encontrando un obstáculo. Alzó el pie, descubriendo un peldaño, y lo subió. Se volvió, tomó el brazo de su madre y la ayudó a avanzar tirando de su ropa.

Otro paso.

—Creo que sube hasta arriba —susurró.

Peldaños bajos y regulares, pensó Jessica. Sin duda tallados por el hombre.

Siguió los imprecisos movimientos del avance de Paul, peldaño a peldaño. Las paredes rocosas se juntaron hasta casi rozarle los hombros. Los peldaños se acabaron en una estrecha garganta de unos veinte metros de ancho y fondo plano, que se abría a su vez sobre una depresión poco profunda bañada por la luz de la luna.

Paul se detuvo al borde de la depresión.

—Qué maravilloso lugar —murmuró.

Jessica, desde su posición detrás de él, sólo pudo asentir en silencio mientras miraba.

Pese a su fatiga, la irritación causada por los tubos y los tampones de la nariz y el confinamiento en el destiltraje, pese al miedo y al deseo casi doloroso de descansar, la belleza de aquella depresión cautivó sus sentidos obligándola a detenerse y admirarlo.

—Parece el país de las hadas —murmuró Paul.

Jessica asintió.

Ante ellos se extendía la vegetación del desierto: arbustos, cactus, matojos de hojas coriáceas… todo ello vibrando a la luz de la luna. Las paredes que circundaban la depresión eran oscuras a su izquierda, pero resplandecían como plata a su derecha.

—Debe ser un lugar Fremen —dijo Paul.

—Tiene que haber hombres aquí para que estas plantas sobrevivan —asintió ella. Abrió el tubo del bolsillo de recuperación de su destiltraje y sorbió. Un líquido caliente y ligeramente ácido penetró en su garganta, pero la refrescó. Colocó nuevamente el obturador del tubo, sintiendo el chirrido de los granos de arena.

Un movimiento atrajo la atención de Pauclass="underline" a su derecha y al fondo de la depresión, entre los arbustos y la hierba, había una superficie arenosa, parcialmente iluminada por la luna, donde se agitaba algo con un arriba-hop, salta, hey-hop.

—¡Ratones! —exclamó Paul.

¡Hey-hop-hop!, salían y entraban en las sombras.

Algo se abatió fulmínea y silenciosamente sobre los ratones. Se oyó un leve chillido, un batir de alas, y un pájaro gris y fantasmagórico atravesó volando la depresión con una sombra pequeña y oscura entre sus garras.

Tenemos que tener en cuenta esto, pensó Jessica.

Paul seguía observando la depresión. Inhaló, sintiendo el intenso perfume de la salvia por encima de todos los demás olores de la noche. El pájaro… era un componente normal de aquel desierto. Ahora el silencio era tan profundo que casi era posible sentir el fluir de la lechosa luz de la luna sobre los saguaro centinelas y los espinosos matojos. La luz allí era una especie de silencioso murmullo, una armonía más profunda que ninguna otra en todo aquel universo.

—Será mejor que busquemos un lugar donde montar la tienda —dijo Paul—. Mañana buscaremos a los Fremen que…

—¡La mayor parte de los intrusos lamentan encontrar a los Fremen!

Era una voz de hombre, dura e imperiosa, cuyas palabras rompieron el encanto. Venía de su derecha, por encima de ellos.

—Os ruego que no corráis, intrusos —dijo la voz, cuando Paul se volvió hacia la garganta—. Si corréis no haréis más que malgastar el agua de vuestros cuerpos.

¡Esto es lo que quieren, el agua de nuestros cuerpos!, pensó Jessica.

Sus músculos olvidaron toda fatiga, tensándose al máximo, sin traicionar aquel cambio en su actitud externa. Localizó el punto de donde venía la voz, pensando: ¡Tan sigilosos! No les he oído llegar. Y se dio cuenta de que el propietario de aquella voz se había acercado produciendo tan sólo los ruidos naturales del desierto.

Otra voz llamó desde el borde de la depresión, a su izquierda:

—Apresúrate, Stil. Toma su agua y sigamos nuestro camino. Tenemos poco tiempo hasta el alba.

Paul, menos condicionado que su madre a reaccionar, lamentó haberse asustado e intentado escapar, puesto que aquel instante de pánico había ofuscado sus facultades. Se obligó a obedecer sus enseñanzas: relajarse, luego fingir que estaba relajado y tensar todos sus músculos, dispuestos a saltar como un muelle en cualquier dirección.

Sin embargo, se sentía aún al borde del miedo, y reconoció su origen. Aquel era un tiempo ciego, un futuro que no había visto… y estaban a merced de dos Fremen salvajes cuyo único interés era el agua que contenían sus dos cuerpos desprovistos de escudo.