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—¿Esto es un indicio? —preguntó.

—No estamos aquí para jugar con las palabras o discutir sobre su significado —dijo la vieja mujer—. El sauce se somete al viento y prospera hasta el día en que habrá a su alrededor tantos sauces que formarán una barrera contra el viento. Esta es la finalidad del sauce.

Paul la miró. Ella había dicho finalidad, y sintió como la palabra le golpeaba, infectándolo de nuevo con aquella terrible finalidad. Experimentó una súbita rabia contra ella: fatua vieja bruja con su boca llena de tópicos.

—Creéis que puedo ser ese Kwisatz Haderach —dijo—. Habéis hablado de mi, pero no habéis dicho absolutamente nada acerca de lo que podemos hacer para ayudar a mi padre. Os he oído hablar a mi madre. Habláis como si mi padre estuviera ya muerto. ¡Bien, pues no es así!

—Si fuera posible hacer algo por él, ya lo habríamos hecho — gruñó la vieja mujer—. Quizá consigamos salvarte a ti. Es dudoso, pero posible. En cuanto a tu padre, no. Cuando hayas conseguido aceptar este hecho, habrás aprendido una verdadera lección Bene Gesserit.

Paul se dio cuenta de cómo las palabras habían herido a su madre. Miró irritado a la vieja mujer. ¿Cómo podía decir aquello de su padre? ¿Cómo podía estar tan segura? Su mente ardía con el resentimiento.

La Reverenda Madre miró a Jessica.

—Lo has entrenado bien a la Manera… he observado los signos. Yo hubiera hecho lo mismo en tu lugar, y al diablo las Reglas.

Jessica asintió.

—Ahora quiero advertirte —dijo la vieja mujer—. No olvides el orden regular de su adiestramiento. Su propia seguridad requiere la Voz. Ya tiene alguna idea de ello, pero ambas sabemos que necesita mucho más… y desesperadamente. —Se acercó a Paul, mirándole con fijeza—. Adiós, joven humano. Espero que tengas éxito. Pero, ocurra lo que ocurra… bien, nosotras llegaremos igualmente.

Miró de nuevo a Jessica. Un imperceptible signo de comprensión pasó entre las dos. Entonces la vieja mujer salió de la estancia con suave roce de sus ropas, sin mirar hacia atrás. La estancia y sus ocupantes habían quedado excluidos de sus pensamientos.

Pero Jessica había podido sorprender por un instante el rostro de la Reverenda Madre en el momento en que se volvía. Había lágrimas en aquellas arrugadas mejillas. Lágrimas más intranquilizadoras que cualquier otra palabra o signo que se hubiera intercambiado entre ellos aquel día.

CAPÍTULO IV

Habéis leído que Muad’Dib no tenía compañeros de juego de su misma edad en Caladan. Los peligros eran demasiado grandes. Pero Muad’Dib tuvo maravillosos compañeros- preceptores. Estaba Gurney Halleck, el trovador-guerrero. Podréis cantar algunas de las canciones de Gurney a medida que vayáis leyendo este libro. Estaba Thufir Hawat, el viejo Mentat Maestro de Asesinos, al que temía el propio Emperador Padishah. Estaba Duncan Idaho, El Maestro de Armas de los Ginaz; el doctor Wellington Yueh, un nombre negro en traición pero brillante en conocimiento; Dama Jessica, que guió a su hijo en la Manera Bene Gesserit, y —por supuesto— el Duque Leto, cuyas cualidades como padre fueron durante mucho tiempo pasadas por alto.

De «Historia de Muad’Dib para niños» por la Princesa Irulan.

Thufir Hawat se deslizó dentro de la sala de ejercicios de Castel Caladan y cerró suavemente la puerta. Permaneció inmóvil por un momento, sintiéndose viejo y cansado y zarandeado por la tormenta. La pierna izquierda, herida hacía tiempo al servicio del Viejo Duque, le dolía.

Tres generaciones de ellos ya, pensó.

Se detuvo en la gran sala iluminada por la intensa luz del mediodía que penetraba a raudales a través de las cristaleras del techo, y vio al muchacho sentado con la espalda vuelta hacia la puerta, concentrado sobre papeles y mapas esparcidos sobre una mesa en forma de L.

¿Cuántas veces tendré que decirle que nunca debe dar la espalda a una puerta?

Hawat carraspeó.

Paul permaneció sumergido en sus estudios.

La sombra de una nube pasó por delante de las cristaleras. Hawat carraspeó de nuevo.

Paul se enderezó y dijo, sin volverse:

—Ya sé. Estoy sentado dando la espalda a la puerta.

Reprimiendo una sonrisa, Hawat avanzó a través de la estancia. Paul alzó los ojos hacia aquel hombre canoso que se había detenido en el ángulo de la mesa. Los ojos de Hawat eran dos polos de atracción en un rostro oscuro y arrugado.

—Te he oído atravesar el vestíbulo —dijo Paul—. Y también te he oído abrir la puerta.

—Los sonidos que produzco pueden ser imitados.

—Notaría la diferencia.

Es capaz de ello, pensó Hawat. Esa bruja de su madre lo ha adiestrado ciertamente bien. Me pregunto qué debe pensar de eso su preciosa escuela. Quizá ha sido por eso por lo que me han enviado a la vieja Censor aquí… para volver al buen camino a nuestra querida Dama Jessica.

Hawat tomó una silla al otro lado de Paul, y se sentó frente a la puerta. Lo hizo intencionadamente, echándose hacia atrás y estudiando la estancia. Y repentinamente aquel lugar familiar le pareció extraño, un lugar distinto, con la mayor parte de los objetos pesados enviados ya hacia Arrakis. Quedaba tan sólo una mesa de ejercicios, así como un espejo de esgrima, con sus cristales prismáticos inertes, cuyo muñeco de ejercicios tenía el aspecto de un viejo soldado de infantería lacerado y consumido por las guerras.

Exactamente como yo, pensó Hawat.

—¿En qué estás pensando, Thufir? —preguntó Paul.

Hawat miró al muchacho.

—Estaba pensando en que muy pronto estaremos todos muy lejos de aquí, y que probablemente no volveremos nunca más.

—¿Y esto te pone triste?

—¿Triste? ¡Tonterías! Dejar a los amigos resulta triste. Pero un lugar es sólo un lugar —contempló los mapas sobre la mesa —. Y Arrakis es simplemente otro lugar.

—¿Te ha enviado mi padre para sondearme?

Hawat frunció el ceño: el muchacho sabía observarle con tanta perspicacia. Asintió.

—Estás pensando en que hubiera sido mejor que viniera él mismo, pero ya sabes lo ocupado que está. Vendrá más tarde.

—Estaba estudiando las tormentas en Arrakis.

—Las tormentas. Ya veo.

—Parecen más bien malas.

—Es una palabra muy cauta: malas. Esas tormentas se desencadenan a lo largo de seis o siete mil kilómetros de terreno llano, y se alimentan de todo lo que pueda proporcionarles un mayor empuje: la fuerza de coriolis, otras tormentas, cualquier cosa que tenga en ella un gramo de energía. Soplan a setecientos kilómetros por hora, arrastrando consigo cualquier cosa móvil que encuentren en su camino: arena, polvo, cualquier cosa. Arrancan la carne de tus huesos y reducen éstos a astillas.

—¿No hay allí control climático?

—Arrakis plantea problemas especiales, los costes son muy altos, la manutención enorme y todo lo demás. La Cofradía exige un precio prohibitivo por un satélite de control, y la Casa de tu padre no está entre las más ricas, muchacho. Tú lo sabes bien.

—¿Has visto a los Fremen?

Hoy su mente se fija en todo, pensó Hawat.

—No puede decirse que los haya visto, pero los he visto — dijo—. No hay mucho que los distinga de la gente de los graben y sink. Todos llevan ropas flotantes. Y apestan como demonios en cualquier lugar cerrado. Esto es debido a las ropas que llevan (las llaman «destiltrajes»)… cuya misión es recuperar el agua de sus cuerpos.

Paul deglutió, consciente de pronto de la humedad en su boca, recordando un sueño en el que había estado sediento. El hecho de que aquel pueblo necesitase el agua hasta tal punto que tuviera que reciclar la humedad de su propio cuerpo le llenó de un sentimiento de desolación.