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¿Por qué no me ayudas?, se preguntó Kynes. Siempre es lo mismo: cuanto más te necesito, me fallas. Intentó volver la cabeza para mirar en la dirección donde sonaba la voz de su padre, observar fijamente al viejo. Sus músculos se negaron a responder a su demanda.

Kynes vio que el halcón se movía. Se acercó a su mano, un paso tras otro, prudentemente, mientras sus compañeros esperaban con una fingida indiferencia. El halcón se detuvo a sólo un paso de su mano.

Una profunda claridad inundó la mente de Kynes. De pronto fue consciente de una posibilidad para Arrakis que su padre no había visto. Las implicaciones de esta posibilidad fueron como una sacudida.

—No podría haber mayor desastre para tu pueblo que el caer en manos de un Héroe —dijo su padre.

¡Está leyendo en mi mente!, pensó Kynes. Bien… que lea.

Los mensajes han partido ya hacia mis poblados sietch, pensó. Nada puede detenerlos. Si el hijo del Duque está vivo, le encontrarán y le protegerán como he ordenado. Quizá rechacen a la mujer, su madre, pero salvarán al muchacho.

El halcón dio otro salto hacia adelante, casi rozando su mano. Inclinó la cabeza para examinar la carne yacente. Luego, de repente, irguió de nuevo el cuello y, lanzando un único grito, salió volando, seguido inmediatamente por sus compañeros.

¡Ya están aquí!, pensó Kynes. ¡Mis Fremen me han encontrado!

Luego oyó el bramido de la arena.

Todos los Fremen conocían aquel sonido, sabían distinguirlo inmediatamente de los sonidos de los gusanos o de cualquier otra vida del desierto. En alguna parte debajo de él, la masa de preespecia había acumulado agua y sustancias orgánicas de los pequeños hacedores, y alcanzado el estadio crítico de su incontrolado crecimiento. Una gigantesca burbuja de anhídrido carbónico se había formado en las profundidades de la arena, alzándose irresistiblemente hacia la superficie y arrastrando un vórtice de arena en su centro. Todo lo que se encontraba en la superficie sería engullido, intercambiado con las sustancias que estaban subiendo desde las profundidades.

Los halcones trazaban círculos sobre su cabeza, graznando su frustración. Sabían lo que estaba ocurriendo. Todas las criaturas del desierto lo sabían.

Y yo soy una criatura del desierto, pensó Kynes. ¿Me ves, padre? Soy una criatura del desierto.

Sintió que la burbuja le levantaba, le arrastraba consigo, estallaba, mientras el torbellino de arena le envolvía y le arrastraba hacia las frías profundidades. Por un momento, la sensación de frialdad y la humedad le fueron agradables. Luego, mientras el planeta le mataba, Kynes pensó que su padre y todos los demás científicos estaban equivocados, y que los principios fundamentales del universo eran el accidente y el error.

Incluso los halcones sabían esto.

CAPÍTULO XXXI

Profecía y presciencia: ¿cómo pueden ser puestas a prueba ante preguntas que no tienen respuesta? Consideremos: ¿en qué medida la «ola» (como llama Muad’Dib su visión- imagen) es auténtica profecía, y en qué medida el profeta contribuye a plasmar el futuro para que se adapte a la profecía? ¿Hay armónicos inherentes en el acto de la profecía? ¿El profeta ve realmente el futuro, o tan sólo una línea de ruptura, una falla, una hendidura que se puede romper con palabras o decisiones como un diamante rompe una gema con un golpe del instrumento?

«Reflexiones personales sobre Muad’Dib», por la Princesa Irulan.

Toma su agua, había dicho el hombre envuelto en la noche. Y Paul rechazó su miedo y miró a su madre. Sus adiestrados ojos vieron que estaba preparada para la lucha, con los músculos tensos, esperando la señal.

—Sería una lástima que tuviéramos que destruiros con nuestras propias manos —dijo la voz encima de ellos.

Este es el que ha hablado primero, pensó Jessica. Hay al menos dos… uno a nuestra derecha y otro a nuestra izquierda.

—¡Cignoro hrobosa sukares hin mange la pchagavas doi me kamavas na beslas lele pal hrobas!

Era el hombre de su derecha llamando a alguien al otro lado de la depresión.

Las palabras eran incomprensibles para Paul, pero Jessica, gracias a su adiestramiento Bene Gesserit, reconoció la lengua. Era chakobsa, una de las antiguas lenguas de los cazadores, y el hombre estaba diciendo que quizá aquellos fueran los extranjeros que estaban buscando.

En el repentino silencio que siguió a aquella llamada, la segunda luna se alzó, un disco azul marfileño que parecía un rostro explorando las rocas, brillante y curiosos.

Después sonaron ruidos furtivos entre las rocas, por encima y por todos lados… sombras moviéndose al claro de la luna. Varias figuras surgieron de la oscuridad.

¡Todo un grupo!, pensó Paul, sintiendo que se le encogía el corazón.

Un hombre alto, con un albornoz manchado, se detuvo ante Jessica. Se había quitado el velo para hablar más claramente, revelando a la pálida luz de la luna una barba muy poblada. Pero el rostro y los ojos quedaban ocultos por la capucha.

—¿Qué sois, djinns o humanos? —preguntó.

Jessica captó un tono burlón en su voz, y albergó una débil esperanza. Aquella era una voz de mando, la voz que se había dejado oír primero, interrumpiéndoles en su intrusión nocturna.

—Humanos, imagino —dijo el hombre.

Jessica percibió sin verlo el cuchillo oculto entre las ropas del hombre. Se permitió un amargo lamento por su falta de escudos.

—¿También habláis? —preguntó el hombre.

Jessica apeló a toda la arrogancia ducal que aún quedaba en su voz y en su actitud. Era urgente responder, pero aún no le había oído lo suficiente como para tener un registro de su cultura y de sus debilidades.

—¿Quién cae sobre nosotros como un criminal en medio de la noche? —preguntó.

La cabeza envuelta en la capucha del albornoz se sobresaltó, revelando tensión, y luego se relajó lentamente. El hombre sabía controlarse.

Paul se alejó de su madre a fin de separar los blancos y disponer de un mayor espacio para actuar.

La encapuchada cabeza siguió el movimiento de Paul, revelando una parte de su rostro a la luz de la luna. Jessica vio una nariz aguileña, un ojo brillante (y sin embargo oscuro, tan oscuro, sin el menor rastro de blanco), una ceja espesa y un bigote hacia arriba.

—Un hábil cachorro —dijo el hombre—. Si huís de los Harkonnen, puede que seáis bienvenidos entre nosotros. ¿Qué dices, muchacho?

Todas las posibilidades cruzaron la mente de Pauclass="underline" ¿Una trampa? ¿Un hecho?

Había que decidir de inmediato.

—¿Por qué deberíais acoger a unos fugitivos? —preguntó.

—Un niño que piensa y habla como un hombre —dijo el hombre alto—. Bien, ahora, respondiendo a tu pregunta, mi joven wali, soy uno de los que no pagan el fai, el tributo de agua, a los Harkonnen. Por ello puedo dar la bienvenida a los fugitivos.

Sabes quienes somos, pensó Paul. Aunque intente ocultarlo, lo noto en su voz.

—Soy Stilgar, el Fremen —dijo el hombre alto—. ¿Puede esto soltar tu lengua, muchacho?

Es la misma voz, pensó Paul. Y recordó el Consejo, con aquel hombre acudiendo a reclamar el cuerpo de un amigo matado por los Harkonnen.

—Te conozco, Stilgar —dijo Paul—. Yo estaba con mi padre en el Consejo cuando viniste a por el agua de tu amigo. Te llevaste contigo al hombre de mi padre, Duncan Idaho… un intercambio de amigos.

—E Idaho nos abandonó para regresar con su Duque —dijo Stilgar.

Jessica percibió el disgusto en su voz, y se preparó para el ataque.

—Estamos perdiendo el tiempo, Stil —gritó la voz entre las rocas, sobre ellos.

—Es el hijo del Duque —respondió Stilgar—. Es realmente el que nos ordenó Liet que buscáramos.