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Se formó un círculo. Fueron colocados más globos y todos ellos regulados al amarillo.

Jamis penetró en el círculo, se quitó sus ropas y las entregó a alguien del grupo. Permaneció inmóvil, enfundado en su destiltraje gris, remendado y manchado. Por un momento, inclinó la cabeza hacia su hombro y bebió del tubo de un bolsillo de recuperación. Luego se irguió y se quitó también el traje, entregándolo cuidadosamente a los demás. Después esperó, vestido tan sólo con un taparrabos y un trozo de paño enrollado a sus pies, y con un crys en su mano derecha.

Jessica observó a la chica Chani ayudando a Paul, vio que le ponía un crys en su palma, vio a él cogerlo, sopesarlo, comprobar su equilibrio. Y Jessica recordó que Paul había sido adiestrado en el prana y bindu, nervio y fibra… que había aprendido a batirse a muerte con hombres como Duncan Idaho y Gurney Halleck, hombres que ya eran leyenda en vida. El muchacho conocía los tortuosos trucos Bene Gesserit, y se le veía confiado y relajado.

Pero sólo tiene quince años, pensó. Y no tiene escudo. Tengo que detener esto. Debe existir un medio… Levantó la mirada, y vio que Stilgar la observaba.

—No puedes impedirlo —dijo él—. No debes hablar.

Ella se llevó la mano a la boca, pensando: He sembrado el miedo en la mente de Jamis. Esto le hará más lento… quizá. Si pudiera rezar… realmente rezar.

Ahora Paul estaba en el interior del círculo, vestido con sus ropas de combate que había guardado bajo su destiltraje. Sujetaba el crys en su mano derecha; sus pies estaban desnudos sobre la arenosa roca. Idaho le había instruido muchas veces: «Cuando dudes del terreno, permanece descalzo.» Y las palabras de Chani estaban aún vivas en su consciencia: «Jamis se inclina con su cuchillo hacia la derecha después de una parada. Es una costumbre suya que todos conocemos. Y te mirará a los ojos para golpear en el momento en que parpadees. Y combate con las dos manos; vigila en todo momento a qué mano pasa su cuchillo.»

Pero tan intenso había sido en Paul el adiestramiento, que le parecía sentir en todo el cuerpo el mecanismo de las reacciones instintivas que le habían sido inculcadas día a día, hora tras hora.

Las palabras de Gurney Halleck volvieron de nuevo a su mente: «El buen combatiente debe pensar simultáneamente en la punta y en el filo y en la guarda de su cuchillo. La punta puede también cortar; el filo puede también apuñalar; y la guarda puede también atrapar la hoja del adversario.»

Paul examinó el crys. No tenía guarda; sólo un pequeño anillo en la empuñadura, para proteger la mano. Recordó de pronto que ignoraba la resistencia de la hoja. Ni siquiera sabía si podía ser partida.

Jamis comenzó a avanzar a su derecha, a lo largo del círculo, por el lado opuesto al de Paul.

Paul se agazapó, dándose cuenta de que no tenía escudo, mientras que todo su adiestramiento en la lucha se basaba en la presencia de aquella sutil pantalla a su alrededor, que exigía la mayor rapidez en la defensa, pero una lentitud calculada en el ataque para poder penetrar en el escudo del adversario. Pese a las constantes advertencias de sus instructores, se daba cuenta ahora de que el escudo formaba íntimamente parte de sus reacciones.

Jamis lanzó el desafío rituaclass="underline"

—¡Pueda tu cuchillo astillarse y romperse!

Entonces, el cuchillo puede partirse, pensó Paul.

Se advirtió así mismo que Jamis tampoco llevaba escudo, pero que no había sido adiestrado en su uso y que por lo tanto no estaba sujeto a inhibiciones.

Paul miró a Jamis a través del círculo. El cuerpo del hombre parecía hecho de cuero tensado sobre el esqueleto desecado. Su crys lanzaba reflejos lácteos a la amarilla luz de los globos.

Paul sintió un estremecimiento de miedo. De pronto se sintió solo y desnudo en aquella confusa luminosidad amarillenta, en medio de aquel círculo de gente. La presciencia le había llenado con innumerables experiencias, haciéndole entrever las grandes corrientes del futuro y los resortes de decisión que las guiaban, pero aquello era el ahora real. La muerte estaba presente en un infinito número de posibilidades.

Se dio cuenta de que, en aquel instante, un mínimo gesto podía cambiar el futuro. Algo como un acceso de tos entre los espectadores, un instante de distracción. Una variación en el brillo de un globo, una engañosa sombra.

Tengo miedo, se dijo Paul.

Y avanzó a su vez por el lado opuesto al de Jamis, repitiéndose en silencio la letanía Bene Gesserit contra el miedo: «El miedo mata la mente…» Fue como un chorro de agua fresca sobre él. Sintió distenderse sus músculos, calmarse y alertarse.

—Bañaré mi cuchillo en tu sangre —gruñó Jamis. Y en mitad de su última palabra, atacó.

Jessica captó el movimiento y sofocó un grito.

Pero donde había golpeado el hombre ya no había nadie, y Paul estaba ahora detrás de Jamis, con un blanco perfecto en su indefensa espalda.

¡Ahora, Paul! ¡Ahora!, gritó Jessica en su mente.

Paul golpeó, con una calculada lentitud, con un gesto extraordinariamente fluido, pero tan lento que dio a Jamis la posibilidad de esquivarlo, retroceder y saltar hacia la derecha.

Paul se batió en retirada, agazapándose.

—Primero debes hallar mi sangre —dijo.

Jessica reconoció la influencia del escudo en las maniobras de su hijo, y vio el arma de doble filo que representaba. Las reacciones de Paul tenían el ímpetu y la vivacidad de la juventud, y eran el resultado de un adiestramiento desconocido por aquel pueblo. Pero el ataque era resultado también de este adiestramiento, y estaba condicionado por la necesidad de penetrar la barrera de un escudo. Un escudo repelería un ataque demasiado veloz, admitiendo tan sólo los golpes lentos y solapados. Se necesitaba astucia y un perfecto control para penetrar un escudo.

¿Ha visto Paul esto?, se preguntó. ¡Es preciso!

Jamis atacó de nuevo, sus ojos profundamente oscuros brillando, su cuerpo una confusa mancha amarilla bajo los globos.

Y de nuevo Paul lo esquivó y se situó a su espalda, y atacó demasiado lentamente.

Y otra vez.

Y otra.

En cada ocasión, el contraataque de Paul llegaba un instante demasiado tarde.

Y Jessica vio algo que esperó que Jamis no captara. Las reacciones defensivas de Paul eran de una rapidez fulmínea, pero cada vez se movía en el ángulo exactamente correcto que le permitiría desviar en parte el golpe de Jamis con su escudo.

—¿Está tu hijo jugando con ese pobre idiota? —preguntó Stilgar. Pidió su silencio antes de que ella pudiera responder—. Perdón; no debes hablar.

Ahora, las dos figuras giraban en círculo uno en torno del otro sobre el suelo de roca; Jamis con el brazo extendido hacia adelante y el cuchillo apuntado; Paul replegado sobre sí mismo, con el cuchillo bajo.

Jamis atacó una vez más, y esta vez giró hacia la derecha, donde Paul esquivaba el golpe.

En lugar de retroceder, Paul detuvo el ataque con su propia hoja, golpeando la mano de Jamis que empuñaba el cuchillo. Un segundo después el muchacho estaba ya fuera de alcance, pirueteando hacia la izquierda y dándole mentalmente las gracias a Chani por su advertencia.

Jamis retrocedió hasta el centro del círculo, frotándose su mano que empuñaba el cuchillo. Por un instante brotó sangre de la herida, luego se detuvo. Sus ojos se abrieron enormemente por la sorpresa, dos pozos de profunda y azulada oscuridad, y estudiaron a Paul bajo la luz de los globos con una nueva confianza.

—Ah, le ha hecho daño —murmuró Stilgar.

Paul tensó los músculos preparado para saltar y, después de ver la primera sangre, interpeló:

—¿Abandonas?

—¡Ahhh! —gritó Jamis.

Un murmullo colérico surgió de la concurrencia.

—¡Calma! —exclamó Stilgar—. El muchacho ignora nuestras reglas. —Se dirigió a Paul—: Nadie puede abandonar el tahaddi. La muerte es la única salida.