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Ahora el ferrocarril horadaba el denso bochorno del mediodía, arremolinando un aire tibio y tembloroso. El transparente incendio del sol se cernía sobre los campos. El abatimiento de Menegildo comenzaba a disiparse; lo repentino de esta entrada en una vida nueva iba inquietando en él los anhelos de placer que reclaman derechos en todo cambio de existencia. Bajo forma de curiosidad se revelaba su voluntad inconsciente de extraer ventajas de aquella aventura… El paisaje que se desarrollaba ante sus ojos era idéntico al que rodeaba el Central San Lucio. Había oleaje de cañas hasta el horizonte, palmas reales, bohíos de tabla o de yaguas en corros de árboles. Y más palmas y más cañas. Al fondo, las mismas colinas rocosas, azules, remotas. Pero bastaba la revelación del distinto recorrido de una cañada o el descubrimiento de una ceiba en lugar inesperado, para que todo aquello cobrara una prodigiosa novedad en las retinas de Menegildo. Viendo pasar una carreta guiada por un desconocido, exclamaba de pronto:

– ¡Qué yunta má buena!

En medio de la resplandeciente extensión verde, se dibujaba la fresca mancha de una laguna. Un guariao abanicaba la superficie con sus alas pardas.

– ¡Caballero! ¡Cómo debe habel biajacas ahí!

Una masa de caña era interrumpida bruscamente por el frente de avance de un corte. Negros con anchos sombreros blandían sus mochas pringosas de almíbar; un tajo en la base, otro para tumbar el cogollo y el tronco era lanzado al montón más próximo… Uno, dos, tres… Uno, dos, tres…

– ¡En tos laos e lo mismo! -observó Menegildo con la sorpresa de quien descubre un Rotary Club en Tananarivo.

Pero una muchedumbre de casitas blancas y azules, de techo de guano y tela alquitranada, rodeó el ferrocarril como un enjambre. Suspiraron los Westinghouse. La campana de la locomotora abanicó el humo. Y los frenos mordieron las ruedas en una vasta estación repleta de gente. Voceaban vendedores de tortas, de frutas, de periódicos. Bajo el ala de sus pamelas azules, las alumnas de un Conservatorio aguardaban a un profesor de la capital, luciendo una cinta de terciopelo atravesada en el pecho con las palabras “¡Viva la música!” grabadas en letras plateadas. Galleros con sus malayos rasurados en la mano. Mendigos y desocupados con un rezago en el colmillo. Colonos vestidos de dril blanco y guajiros esqueléticos despidiendo a una prima cargada de niños. En el centro del bullicio, varios descamisados daban vivas a un político con cara de besugo que abandonaba aparatosamente un vagón de primera, calándose la funda del revólver en una nalga.

Menegildo surcó el gentío, escoltado por sus guardianes. Dejó a sus espaldas una hilera de Fords destartalados y se vio en una calle guarnecida de comercios múltiples. El Café de Versalles, con sus pirámides de cocos y su vidriera llena de moscas. El Louvre, cuyo portal era feudo de limpiabotas. La ferretería de los Tres Hermanos -que habían embadurnado sus columnas con los colores de la bandera cubana. Y luego el desfile de ornamentaciones rupestres: los Reyes Magos del almacén de ropas; el gallo de la tienda mixta: la tijera de latón de la barbería. Brazo y Cerebro. La funeraria La Simpatía, con un rótulo que ostentaba un ángel casi obsceno envuelto en gasas transparentes. En un puesto de esquina tres chinos se abanicaban entre mameyes rojos y racimos de plátanos… Menegildo estaba maravillado por la cantidad de blancos elegantes, de automóviles, de caballitos con la cola trenzada que desfilaban por las calles de esa ciudad que se le antojaba enorme.

– ¡Mira, mamá! ¡Ahí llevan a Un negro preso! Otras voces repitieron como un eco, en distinto diapasón:

– Un negro preso, un negro preso.

Menegildo se mordió los labios. ¡Era cierto! ¡Negro y preso! Y sin volver la cabeza hacia el batallón de niños descalzos que se iba formando detrás de él, apretó rabiosamente el paso, fijando la mirada en el suelo. Su perfil era efigie de la testarudez.

31 Rejas (a)

La cárcel de la ciudad estaba instalada en una chata fortaleza española, coronada por torres y atalayas. Construida con bloques de roca marítima, sus paredones leprosos encerraban miríadas de caracoles petrificados. Un puente levadizo tendido sobre un foso inútil conducía a un ancho vestíbulo adornado con retratos de alcaides coloniales. El óleo había plasmado sus ojos bizcos, sus avariosis, sus pechos constelados de toisones, rosarios y medallas, así como sus escudos seccionados por campos y gules. Codicia, privilegios reales, escapularios, Tanto Monta y mal de Nбpoles. Ahora, al pie de estos varones ilustres dormitaban brigadas vestidos de añil claro, con las pantorrillas envainadas en ridículas polainas negras.

Toda noción de redondez debe abandonarse cuando suena el cerrojo de una prisión. El firmamento circular del marino, ya mordido por los dientes de la ciudad, se va desmenuzando en parcelas de luz dentro del edificio penitenciario, proyectándose en rectángulos cada vez más estrechos. Rectángulo mayor del patio, en que el sol da lecciones de Geometría descriptiva antes y después del mediodía; rectángulo del patio, visto por ventanas rectangulares. Ventanas divididas en casillas cuadradas por los barrotes de las rejas. Baldosas, peldaños molduras sin curva, corredores rectos, paralelas, estereotomía. Tablero de ajedrez en gris unido. Mundo de planos, cortes y aristas, capaz de dar extraordinario relieve al quepis oval de los brigadas, al ojo de una cerradura, al disco de una ducha. Súbitamente, el vasto cielo se ha vuelto una mera figura de teorema, surcada a veces por el rápido vuelo de un pájaro ya distante. Cielo con una muralla en cada punto cardinal; cielo distinto al que se cierne sobre tierras en que senos, ruedas, brújulas y tiovivos se hacen atributos de la libertad.

Después de que Menegildo hubo trazado una cruz en el denso registro de entradas, se le sometió al examen antropométrico. Cada cicatriz, cada matadura de su cuerpo fue localizada sin demora. Su retrato, en pies y pulgadas, capacidad craneana y enumeración de muelas cariadas, quedó trazado con pasmosa exactitud. Improntas, fotografías de frente y de perfil. Nunca el mozo pudo sospecharse que el encarcelamiento de un delincuente exigiera la movilización de tan complicado ritual. A pesar de su desconcierto, comenzaba a admirarse de la importancia concedida a su persona. ¿Quién hasta ahora -excepto Longina- le había consagrado nunca un momento de atención? No había pasado en toda su vida de ser un negro más en el caserío, un carretero más de los que hacían cola junto a la romana en tiempos de molienda. Ahora se le palpaba, se le pesaba, se le retrataba. Los cañones de Ramón Carreras tiraban salvas en su honor. Su delito lo hacía merecedor de aquella solicitud que la sociedad sólo sabe prodigar generalmente en favor de los creadores, los ricos, los profetas y los bandidos. A veces bastaba una puñalada certera para que un hombre surgiera de la masa anónima de los que sólo existen en función de sus votos, sus obediencias o sus futuros ataúdes, para destacarse con el relieve de individuo capaz de dar cuerpo a una decisión digna de litigio. Aun así, las leyes, tolerando difícilmente que un ser humano se tomara iniciativas contrarias a un estado de beatífico y alabado aplastamiento, ponían en tela de juicio la cuestión de responsabilidad. Monstruoso y bello como una orquídea javanesa, el delincuente debía manipularse con guantes de caucho, para tratar de no revolver demasiado en su cabeza las bolas de esa lotería obscura que colocaba a sus semejantes ante un gesto de peligrosa afirmación.

Recordando el retrato ampliado al creyón que adornaba el bohío de Tranquilino Moya, Menegildo preguntó cándidamente si al salir de la prisión le darían aquellas fotos. Una orden breve lo dejó sin respuesta.