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Klaus sacudió la cabeza.

—A veces sois demasiado listo. ¿Sabe ella lo que quiere hacerle? Quiero decir ahí abajo. Es una mujer simple.

—¿Vas a moler trigo hoy?

Klaus se encogió de hombros.

—Puede que la peste nos mate a todos, pero no hay motivo para morir de hambre mientras esperamos.

Ése fue el tercer día de gracia.

XXIV. JULIO DE 1349

Hora prima, en la conmemoración de San Hilarino

El viernes amaneció y llegó un viento cálido que siseó entre los abetos y agitó el trigo a medio crecer. Los cielos se difuminaron en un azul tan claro que parecía alabastro. En la distancia, hacia Bisgrovia, se alzaban pequeñas columnas oscuras, probablemente de incendios en las tierras bajas. El aire se retorcía por el calor, conjurando criaturas invisibles que acecharan la tierra.

Dietrich estaba sentado junto al jergón de Joachim y el joven le volvió la espalda con la intención de que pudiera tratarle las heridas sin causarle excesivas molestias. Dietrich metió los dedos en el cuenco y roció el ungüento con cuidado. El minorita se estremeció con el contacto.

—Podrías haber muerto —le reprendió Dietrich.

—Todos los hombres mueren —respondió Joachim—. ¿Qué os preocupa?

Dietrich depositó el cuenco a un lado.

—Me he acostumbrado a tenerte cerca.

Mientras se levantaba, Joachim se volvió a mirarlo.

—¿Qué sucede en la aldea?

—Han pasado tres días sin más aflicciones. La gente ya comenta que la peste ha pasado de largo. Y una gran mayoría ha vuelto al trabajo.

—Entonces mi sacrificio no ha sido en vano.

Joachim cerró los ojos y echó atrás la cabeza. En unos instantes volvió a quedarse dormido.

Dietrich sacudió la cabeza. ¿Cómo podía decirle al muchacho que se equivocaba?

Cuando Dietrich dejó la rectoría para preparar la iglesia para la misa, vio a Herwyg el Tuerto, a Gregor con sus hijos y a otros más camino del campo, con las hoces y las guadañas al hombro. El horno de Jakob estaba encendido y el molino de Klaus giraba. Sólo la fragua continuaba fría y silenciosa.

Dietrich recordó que Lorenz estaba siempre junto al yunque, sudoroso con su delantal, y lo saludaba desde abajo. Tal vez Wanda había descubierto que aquella tarea de hombre era demasiado para ella. O tal vez no tenía carbón.

Dietrich bajó la colina, dejó atrás las ovejas, de las que apenas quedaba un puñado, todas nerviosas y con aspecto enfermo. La mortandad entre las bestias de la aldea apenas había sido advertida por el mayor temor a la peste. Las vacas y ovejas habían caído víctimas del carbunco. También había ratas muertas por todas partes, lo cual era una bendición. El perro de Herwyg ladró, se sentó y se rascó furiosamente las pulgas.

Dietrich entró en la fragua, tomó un martillo que había sobre el yunque, lo sostuvo con ambas manos y le pareció curiosamente pesado. Lorenz lo manejaba con una sola mano y lo alzaba sobre la cabeza, sin embargo Dietrich apenas podía levantarlo. Cerca había un barril lleno de herraduras para los bueyes y, al lado, otro de herraduras para caballo. En el barril para templar el hierro, una película verde se había desarrollado sobre la superficie del agua.

El grito de un cuervo llamó su atención. Lo vio revolotear, posarse en el jardín trasero de la fragua, volver a alzar el vuelo. Un círculo.

Tras soltar el martillo, Dietrich corrió a la puerta trasera, y allí encontró a Wanda Schmidt tendida de espaldas entre las habas y las coles, agitando los brazos como si quisiera agarrar el cielo. Su lengua, negra e hinchada, asomaba entre unos labios secos y agrietados. El cuervo volvió a acercarse y Dietrich lo espantó con un palo.

—Agua —jadeó la mujer postrada. Dietrich regresó a la fragua, encontró una taza junto al barril y la llenó. Pero cuando le tendió la taza a la mujer caída, sus brazos la apartaron de un manotazo. Tenía la cara roja de fiebre, así que Dietrich buscó un paño, lo empapó en agua y se lo colocó en la frente.

Wanda chilló, arqueando la espalda y agitando los brazos hasta que apartó el paño. Tras recuperarlo, Dietrich descubrió que ya estaba seco. Lo arrugó en sus manos y se sentó en el suelo. «¿Por qué, oh, Señor? —suplicó—. ¿Por qué?»

Sin embargo, ése era un pensamiento impío. «Esta peste no viene de Dios —se recordó—, sino de un mal olor que trae el viento.» Everard lo había respirado; ahora Wanda lo había hecho también. No había tenido ningún contacto con el administrador últimamente, así que la teoría krenk de las pequeñas-vidas saltando de hombre a hombre se demostraba falsa. Sin embargo, tenía que haber alguna razón para aquello. Dios había ordenado todas las cosas según medida, peso y número, y por eso al medir y pesar y numerar los simples hombres podían aprender las eternas órdenes con las que Dios fijó el curso de las estrellas y las marcas del mar.

Wanda gritó y Dietrich se apartó. La sola mirada de alguien enfermo podía infectar. De los ojos brotaban llamas azules. La única seguridad estaba en la huida. Se puso en pie y regresó a la calle atravesando la fragua, donde se quedó de pie, respirando entrecortadamente.

Fuera, todo parecía en orden. Oyó la sierra de la tonelería de Boettcher, el agudo grito de un halcón que volaba alto sobre los campos de otoño. Vio al cerdo de Ambach hozando la basura de la calle, el destello del agua que caía de la rueda de la noria. Sintió el aliento caliente del viento en la cara.

Wanda era una mujer demasiado grande para moverla solo. Tenía que correr en busca de ayuda, se dijo. Corrió primero a la cantera, pero Gregor había salido con sus hijos a segar heno. Entonces, recordando que Klaus y Wanda se habían acostado juntos, corrió al extremo oriental de la aldea.

Odo abrió la puerta superior, pero miró a Dietrich sin reconocerlo.

—La maldición se ha cumplido —dijo el viejo, un acertijo que se abstuvo de explicar.

Dietrich pasó la mano y, tras soltar el cerrojo de la puerta inferior, entró en la casa.

—¡Klaus! —gritó. El viejo Schweinfurt se quedó junto a la puerta abierta, contemplando la calle vacía. De arriba llegó un gemido y Dietrich subió la escalera hasta el altillo donde dormían.

Allí encontró al molinero sentado en un escabel que había acercado a la cama. La cama tenía cabezal y, al pie, un cofre de roble con goznes de hierro, con la imagen tallada de una noria. Sobre el colchón de sarga yacía Hilde.

Tenía el pelo dorado enmarañado y empapado de sudor, y su cuerpo se sacudía de tos. Miraba con ojos que parecían de krenk.

—Llamad al pastor Dietrich —gritó—. ¡Dietrich!

—Aquí —dijo Dietrich, y Klaus respondió con un respingo a la palabra susurrada cuando no había reaccionado antes a sus gritos y golpes en la puerta.

—Se quejaba de dolor de cabeza cuando despertó —dijo, sin volverse—, y yo no le hice caso y fui a poner en marcha el molino. Entonces…

—¡Dietrich! —gritó Hilde.

Dietrich se arrodilló junto a la cama.

—Estoy aquí.

—¡No! ¡No! ¡Que venga el pastor!

Dietrich la tocó suavemente en el hombro, pero la mujer se sacudió.

—Ha perdido la sesera —dijo Klaus, con voz preternaturalmente tranquila.

—¿Han aparecido las bubas?

El Maier sacudió la cabeza.

—No lo sé.

—¿Puedo alzarle el camisón para inspeccionar…?

El molinero miró a Dietrich un momento, luego se echó a reír. Eran grandes risotadas que agitaron todo su cuerpo y murieron bruscamente.

—Pastor —dijo gravemente—, sois el único hombre de este pueblucho que ha pedido mi permiso antes de mirar.