—Atiulf —dijo Dietrich con severidad—, ¿estaba tu hermana enferma cuando te fuiste anoche a la cama?
El niño, todavía lloriqueando, negó con la cabeza. Dietrich miró a Klaus, quien dijo:
—A veces el carbunco golpea así, cuando entra por la boca en vez de por la piel. Tal vez la peste actúa igual. O ha muerto de pena por el niño.
—Bertram Unterbaum.
—No creía que Norbert fuera capaz de dejar al niño para que se muera —dijo Klaus.
El sentido común le habría dicho que huyera, pensó Dietrich, Si el niño estaba condenado, ¿qué sentido tenía quedarse y convertirse también en víctima? Y por eso toda la gente razonable había huido… de la antigua Alejandría, del ejército asolado por la peste de Constantino, del Hospital de París.
Klaus tomó al niño en brazos.
—Voy a llevarlo al hospital. Si vive, será mi hijo.
Norbert había actuado contrariamente a su temperamento, pero el ofrecimiento de Klaus era sorprendente. Dietrich los bendijo y se separaron. Dietrich continuó hacia el extremo de la aldea que asomaba al valle del Oso simplemente porque había echado a andar en esa dirección.
La puerta de una casa se abrió de golpe e Ilse Ackermann salió corriendo de ella con María en brazos.
—¡Mi pequeña Maria! ¡Mi pequeña Maria! —chillaba una y otra vez. La niña era una figura ennegrecida, manchada de vómito, con los labios y la lengua azul oscuro y la sangre manándole de la boca. Exhudaba el peculiar olor de la peste. Antes de que Ilse pudiera decir nada más, la niña tuvo un espasmo y murió.
La mujer chilló una vez más y soltó a la niña en el suelo, donde yació como la muñeca chamuscada que esa misma niña había rescatado del fuego. La peste parecía haber invadido cada centímetro de su cuerpo, pudriéndolo desde dentro. Dietrich retrocedió horrorizado. Esa visión era más terrible que la de Hilde en su delirio o incluso que la de Wanda con su lengua negra e hinchada. Aquello era la muerte en toda su horrible majestad.
Ilse se llevó las manos a la cara y salió corriendo hacia el campo de otoño donde trabajaba Félix, dejando a su hija en el suelo.
La muerte había asaltado a Dietrich por todas partes y demasiado rápidamente. Everard, Franzl, Wanda, Anna, Maria. Pacífica o agonizante; larga o breve; pudriéndose de hedor o simplemente quedándose dormida. No había ninguna orden en ella, ninguna ley. Dietrich avivó el paso. La peste, después de tres días de descanso, había redoblado sus esfuerzos.
Una fruta repugnante colgaba del tilo del prado: una figura humana que se retorcía con la calurosa brisa de julio. Era Odo, vio Dietrich al acercarse, y al principio pensó que se trataba de un suicidio. Pero la cuerda estaba atada al tronco y no había nada bajo sus pies desde donde pudiera haber saltado. Entonces lo comprendió. Cuando regresaba de casa de su yerno, habían atacado y matado a Odo por el pecado de haber traído la peste.
Dietrich no pudo soportarlo más. Echó a correr. Sus sandalias golpetearon contra las tablas de madera del puente del arroyo y encontró el camino del valle del Oso. El sendero desnudo se cocía al sol, excepto donde corría junto al río. Allí el arroyuelo se había convertido en lodo, que salpicó las piernas de Dietrich cuando lo cruzó. En el recodo se encontró con una de las yeguas del Herr, una gris, completamente ensillada y enjaezada, mordisqueando algún matorral suculento junto al camino.
«¡Una señal!», pensó. Dios había enviado una señal. Sujetó las riendas, tomó impulso y la montó. Luego, sin mirar atrás, dirigió el tranquilo animal hacia el este.
8. AHORA: Sharon
El subconsciente es algo maravilloso. Nunca duerme, no importa lo que haga el resto de la mente. Y no deja de pensar. No importa lo que haga el resto de la mente. Sharon estaba en mitad de su clase de estructura galáctica (siete graduados de física de primera fila) cuando, al volverse después de hacer una afirmación, sus ojos se posaron en la gráfica tamaño póster de la distribución del virado al rojo.
«Naturalmente.»
Guardó silencio. El estudiante que acababa de responder a su pregunta se agitó incómodo en su asiento, preguntándose en qué se había equivocado. Hizo tamborilear su bolígrafo sobre la mesa y buscó apoyo en sus compañeros de clase.
—Lo que quería decir… —contemporizó, buscando una pista.
Sharon se dio media vuelta.
—No, no, tiene razón, Girish. Pero acabo de darme cuenta… La clase ha terminado.
La curiosa diferencia entre un graduado y su primo no graduado es que al estudiante graduado puede no gustarle un regalo semejante. En su mayor parte, están ahí porque quieren estarlo, no porque la sociedad diga que deben estar. Por eso los alumnos salieron de la clase del seminario murmurando entre sí mientras Sharon corría a su despacho, donde se puso a escribir frenéticamente.
Cuando Hernando llegó media hora más tarde, tiró su gorra a la estantería y dejó caer la mochila junto a su mesa, estaba tan absorta que ni siquiera reparó en él. Hernando la miró un rato antes de ponerse a clasificar sus notas para su clase de nucleónica.
—Es porque el tiempo está cuantizado —dijo Sharon, sacando a Hernando de su propia reflexión.
—¿Qué? ¿El tiempo, cuantizado? Sí, supongo. ¿Por qué no?
—No, son los virados al rojo. Por qué las galaxias se alejan a velocidades discretas. El universo farfulla.
Hernando se giró en la silla para mirarla.
—Cierto.
—Bueno, energía de vacío. La lambda de Einstein, la que él consideró su mayor torpeza.
—El factor chapuza cósmico que introdujo para poder obtener el resultado que quería.
—Eso es. Claro, Einstein era un genio. Incluso cuando cometía un error era brillante. Lambda separa las galaxias más y más rápido. Pero la cantidad de energía en el vacío depende de la velocidad de la luz… y viceversa.
—Eso es lo que parece sugerir tu teoría.
Ella ignoró sus dudas.
—Si la velocidad de la luz disminuye, eso reduce la cantidad de energía que puede contener el vacío. Así que, ¿dónde va el exceso de energía?
Hernando frunció los labios, pensativo.
—¿Fuera del universo?
—No, dentro del universo. Dentro de la radiación y la materia corriente. En las nubes de polvo y las microondas, estrellas y planetas y galaxias, en las ballenas y las aves y los profesores universitarios.
El posgraduado silbó.
—El Big Bang mismo…
—Y sin ningún campo de inflación descabellado necesario como epiciclo. El tiempo cuantizado es lo único que explica los huecos del virado al rojo.
—¿Qué hay de la exactitud de las mediciones? —sugirió Hernando—. O de que las muestras sean insuficientes o que no sean representativas.
—Eso es lo que le dijeron a Tifft cuando lo descubrió. Y… tenían razón en gran parte; pero también eran campeones de la ortodoxia aferrándose al dogma establecido. Mira, la luz está cuantizada, el espacio está cuantizado, ¿qué hace que el tiempo sea tan especial? Es sólo otra dimensión del continuum.
—Oh, es un argumento convincente. Además, si tienes razón, no es exactamente un con-tinu-um.
—Y por eso hay huecos en los virados al rojo. Lo que parece una película continua es en realidad sólo una serie de fotogramas. El universo tiene «grietas».
El musculoso joven se echó a reír.
—¿Y que hay en esas grietas?
—¡Oh, nos encantaría saberlo! Otros universos completos, creo. Mundos paralelos.
Hernando ladeó la cabeza y pareció pensativo.
—¿Pruebas objetivas? —dijo después de un rato.
—Ahí es donde entras tú.
—¿Yo? —Pareció alarmarse, como si Sharon estuviera a punto de enviarlo a uno de aquellos mundos paralelos.