—Tienes que construirme un detector de cronones.
—Claro, tengo la tarde libre después de la clase de las dos. Supongo que un cronón es…
—Un «cuanto» de tiempo.
Él se lo pensó.
—Vale. ¿Pero cómo se detecta una cosa así?
—Tú y yo, Hernando, vamos a descubrirlo. Piénsatelo. Algún día, puedes caminar por otro planeta, o por un mundo paralelo.
El posgraduado hizo una mueca.
—Tengo algo que hacer ese fin de semana.
Sharon se apoyó en su sillón, segura ahora de que la mente escéptica de Hernando había picado el anzuelo. Todo entusiasta necesita un escéptico o pierde el control.
XXV. JULIO DE 1349
Días feriales
La yegua gris no tenía ganas de huir y su paso testarudo era un compromiso entre el deseo de Dietrich de galopar y su propio deseo de no moverse. Cuando llegaron a la puerta del prado, donde los matorrales daban paso a terreno abierto, la yegua vio restos de heno disperso a medio cortar, se desvió del camino y trató de mordisquear la cuerda del poste.
—Si tanta hambre tienes, hermana yegua —concedió Dietrich—, no sobrevivirás al viaje.
Se inclinó hacia delante, soltó la aldaba y el animal entró a paso vivo en el prado, como un niño al que le muestran un pastel de cumpleaños.
Mientras Dietrich esperaba impaciente a que la yegua se alimentara, la curiosidad hizo que volviera su atención hacia las alforjas, y se preguntó a quién, además de a Dios, debía aquel regalo. Al buscar, encontró un manípulo de lino de color verde, bordado en hilo de oro con las cruces y el crismón. Debajo había otras vestiduras sacerdotales de sorprendente belleza. Se acomodó en la silla. ¿Qué más signo podía pedir que habían enviado el caballo para que él lo encontrara?
Cuando la yegua terminó de comer, Dietrich la condujo hacia la sombra del Bosque Grande. Recordó que allí había un arroyo donde el animal podría beber, y la sombra de los árboles sería un alivio del horrible calor.
No había vuelto a entrar en el bosque desde la partida del navío krenk y el follaje de verano había alterado su aspecto de modo considerable. Las rosas silvestres y otras flores sofocaban el aire con sus fragancias. Las abejas zumbaban. Nueva vegetación había tapado muchas de las marcas que había dejado Max. Sin embargo, la yegua parecía caminar en una dirección determinada. Dietrich supuso que olía el agua y le dio rienda suelta.
Criaturas invisibles se apartaban de su camino, agitando los matorrales. Un pájaro de alas azules observó su avance durante un momento antes de echar a volar. Petrarca, según se decía, encontraba paz en la naturaleza y, una vez, había escalado el monte Ventoux, cerca de Aviñón, simplemente para ver el panorama desde su cúspide. Tal vez el salvajismo de sus escritos, sus distorsiones y libelos, se debían en parte a su amor por los lugares extraños.
Dietrich llegó al claro donde el arroyo se remansaba antes de continuar su camino montaña abajo. La yegua bajó la cabeza y empezó a beber, y Dietrich, tras reflexionar que también a él le entraría sed por el camino, desmontó y tras atar al animal caminó unos pasos corriente arriba para beber.
Una piedra cayó en el estanque y Dietrich retrocedió de un salto. Sobre él, en un saliente desde donde el agua se vertía en el estanque, estaba sentada Heloïse Krenkerin. Dietrich despertó su arnés de cabeza.
—Alabado sea Dios —le dijo por el canal privado.
La krenken extendió la mano a un lado y lanzó otra piedra al estanque.
—Alabado sea Dios —respondió—. Creía que los de tu especie evitaban estos bosques.
—Son lugares temibles —reconoció Dietrich—. ¿Qué te trae por aquí?
—Mi gente encuentra… tranquilidad-dentro-de-la-cabeza en lugares como éste. Tiene… cuál es vuestra palabra… Laberinto. Equilibrio.
—Arnold solía sentarse ahí —dijo Dietrich—. Lo vi una vez.
—Lo… También él era de la Gran Isla.
Lanzó otra piedra al estanque, reiniciando las ondas que habían empezado a atenuarse. Dietrich esperó, pero ella no dijo nada más hasta que se volvió para irse.
—Cuando os quedáis quietos, parece como si os desvanecierais —dijo Heloïse—. Sé que es la forma en que están formados nuestros ojos, y Ulf trató de explicar cómo los vuestros eran diferentes; pero él es sólo… uno-que-trabaja-con-máquinas-para-los-médicos, no un médico. —Lanzó otra piedra—. Pero no importa.
La piedra golpeó directamente el centro del que partían las ondas, y Dietrich pensó que cada uno de sus lanzamientos había dado exactamente en el mismo punto. ¿Era el movimiento del agua lo que atraía su puntería? Los humanos calculaban la distancia con más exactitud que los krenken; pero los krenken calculaban el movimiento más exactamente. Así Dios asigna a cada pueblo dones adecuados a su ser.
—¿Cómo está Ulf? —preguntó la krenken—. ¿Muestra las manchas? —Extendió su brazo para que Dietrich pudiera ver las motas verde oscuro que presagiaban la extraña muerte de inanición de sus huéspedes.
—No que yo haya visto.
Ella se pasó un dedo por una gran magulladura.
—Dime, ¿es mejor morir rápido o despacio?
Dietrich bajó la cabeza mientras arrastraba la arena con el pie.
—Todos los seres quieren vivir por naturaleza, así que la muerte es un mal que nunca se busca por su bien. Pero todos los seres quieren también evitar el dolor y el terror. Como morir rápidamente los alivia, una muerte rápida es, por tanto, si no «buena», al menos un defecto menor del bien. Pero una muerte rápida no da ocasión para el arrepentimiento y la expiación a aquellos que han obrado mal. Por tanto, una muerte lenta puede ser también un mal menor.
—Es cierto lo que se decía de ti. —Una quinta piedra siguió a las demás—. Ulf se quedó porque Hans pidió sus habilidades particulares, y él obedeció como si Hans hubiera sido un… uno-puesto-arriba.
—¿Eso es lo que te dijo?
—No podía dejarlo. Sin embargo, cada día huelo más cerca mi muerte. Eso no está bien. La muerte debería cernirse como vuestro halcón, no acechar como vuestro lobo. «Así era; así es.»
—La muerte no es más que la puerta a otra vida —le aseguró Dietrich.
—Lo es.
—Y nuestro Herr, Jesucristo, es la puerta.
—¿Y cómo paso por esa puerta-que-es-un-hombre?
—Tu mano está ya en el picaporte. El camino es el amor, y eso ya lo has demostrado con tus actos.
También lo había hecho su esposo. Mientras regresaba junto a su caballo, Dietrich se asombró de que ambos se hubieran quedado porque cada uno de ellos pensaba que el otro iba a hacerlo. Así uno pasa de preocuparse por el deber a tener el deber de preocuparse. Puso el pie en el estribo y montó.
—Ven a verme cuando regreses a la aldea y hablaremos —dijo. Tiró de las riendas y dirigió a la yegua hacia el sendero.
El animal había sido en efecto una señal, y un milagro también. La señal había sido guiarlo hasta allí, para que Dios pudiera reprenderle amablemente a través de las mandíbulas de una forastera. El cáliz no se apartaría de Heloïse como no se había apartado del Hijo del Hombre en Getsemaní, ¿qué presunción era entonces pensar que podía apartarse de él?
—Señor —rezó—. ¿Cuándo te vi enfermo o necesitado y dejé de consolarte?
Se inclinó hacia delante y acarició la cabeza de la yegua, que relinchó de placer.
—Eres un animal milagroso —le dijo, pues Dios le había permitido estar en presencia de un krenk sin sentir pánico.
Por el camino de regreso, rezó por el reposo del alma del padre Rudolf. Dios había presentado a Dietrich los medios para huir y, con ellos, le había hecho una advertencia de la recompensa que tenía la huida.