Estudió su lista y sus diagramas con atención, consultando los documentos originales de vez en cuando para refrescar los detalles en su mente. En un mapa, comprobó el vuelo del «Demonio de Feldberg» desde San Blasien «en dirección a Feldberg». Oberhochwald estaba en su camino. En el fondo, no veía ninguna otra explicación posible. De hecho, se preguntaba por qué no lo había comprendido antes. ¿Qué le había dicho a Sharon aquel día en el restaurante? Tal vez el subconsciente es más listo de lo que pensamos.
O tal vez no. Se echó atrás en su silla y contempló el techo, pellizcándose el labio. No encontraba ningún fallo obvio en su razonamiento; pero ¿qué importaba eso? A veces lo obvio no es más que una quimera. Necesitaba una segunda opinión. Alguien en cuyo juicio (y discreción) pudiera confiar. Copió sus archivos y añadió un sumario. Cuando miró el viejo reloj digital con su pantalla de cristal líquido, eran las tres y veinte de la madrugada. Eso significaba que en Friburgo eran las nueve y veinte de la mañana. Inspiró profundamente, vaciló, y entonces, antes de poder pensárselo dos veces, lo mandó todo a mi despacho, a un cuarto de mundo de distancia. Añadió sólo una pregunta: «Was glaubst du?» ¿Cuál es tu deducción?
El mensaje de Tom picó mi curiosidad. Le contesté con un e-mail diciendo que una respuesta requeriría varios días de investigación, como mínimo, y me fui a la biblioteca de la Albert-Louis. Allí encontré algunos de los documentos que me había pedido y los comparé con los que me había enviado. Luego busqué más documentos y me salté varios siglos y los leí también. Después, a solas, fumé mi pesada pipa tallada y, entre humo de tabaco, reflexioné. Dejamos la dignidad para la vejez; la que tenía, me la había ganado. Sin embargo, Tom era difícilmente el tipo de hombre que llega precipitadamente a conclusiones o gasta bromas pesadas a los amigos.
Pero un amigo es un amigo, y ya habrán advertido que él y yo nos tuteábamos. Y eso no es moco de pavo.
Así que, dos días más tarde, escaneé los documentos que había encontrado, los comprimí e hice todas esas cosas maravillosas que nos permite la tecnología moderna; luego los adjunté a un e-mail. Con cautela (con mucha cautela), esbocé mis conclusiones. Si Tom tenía la inteligencia que Dios les había dado a los nabos, podría leer entre líneas tan fácilmente como en los renglones. Esto es lo que significa «inteligencia»: inter legere.
—¿Qué haces levantado tan temprano?
Tom dio un respingo; estuvo a punto de caerse de la silla. Se sujetó al borde de la mesa y, cuando miró alrededor, vio a Sharon de pie en la puerta del dormitorio, frotándose los ojos.
—¡No te me acerques de esa forma tan sigilosa!
—Vaya, ¿de qué forma quieres que me acerque a ti, pues? Además, un camión Mack podría atropellarte y no te darías cuenta, tan concentrado estás en esa impresora. —Bostezó—. Eso es lo que me ha despertado. La impresora.
Entró descalza en la cocina y enchufó la tetera.
—Es hora de levantarse, de todas formas —gritó por encima del hombro—. ¿Qué haces despierto a esta hora?
Tom recogió la última hoja de la impresora y le echó un vistazo rápido. Había estado leyendo mi mensaje según iba saliendo.
—Estoy conectado con Anton. Llevamos una hora enviándonos mensajes.
—¿Anton Zaengle? ¿Cómo está?
—Está bien. Quiere que vaya a Friburgo. —Tom repasó el fajo de hojas con el pulgar—. Esto es el cebo para atraerme allí.
Ella asomó la cabeza por la puerta.
—¿A Friburgo? ¿Por qué?
—Creo que cree lo que creo.
—Oh. Bien, gracias por aclarármelo.
—Tardaría demasiado y suena absurdo.
—Eso no te ha detenido otras veces. —Se secó las manos con un trapo de cocina, cruzó la habitación y se plantó tras él, apoyando ambas manos en sus hombros—. Tom, soy física, ¿recuerdas? Al lado de esos extraños y encantadores quarks nada parece ridículo.
Tom se pellizcó el labio inferior. Tras un momento, lanzó los papeles a la cesta de su mesa.
—Sharon, ¿para qué necesitaría un sacerdote de una aldea perdida, en la Edad Media, doscientos palmos de alambre de cobre?
—Bueno… No lo sé.
—Ni yo tampoco; pero ordenó que se lo hicieran especialmente. —Se inclinó hacia delante y sacó una hoja del montón. Estaba muy subrayada en rojo—. Y, durante el verano de 1349, los monjes de un monasterio cercano a Oberhochwald oyeron truenos cuando no había nubes en el cielo. —Soltó la hoja—. Y peccatores Eifelheimensis, los pecados de la gente de Eifelheim, algo que encontró Anton, declara herética la idea de que pudiera haber hombres con alma que no descendieran de Adán.
Sharon sacudió la cabeza.
—Todavía estoy dormida. No lo pillo.
Tom se sorprendió al descubrir lo reacio que era a expresar sus pensamientos en voz alta.
—Muy bien —dijo—. Hace unos setecientos años, seres inteligentes de otro mundo quedaron atrapados cerca de Oberhochwald, en la Selva Negra. —Ya estaba. Lo había dicho. Alzó una mano para hacer callar a Sharon, que se había quedado boquiabierta—. Su nave se estropeó. Creo que viajó a través del hipoespacio Nagy. No murieron, pero su caída fue suficiente para iniciar un incendio en el bosque y herir a algunos.
Sharon había recuperado el habla.
—Espera un momento, espera un momento. ¿Qué prueba…?
—Déjame terminar. Por favor. —Tom puso en orden sus pensamientos y continuó—. La súbita aparición de los alienígenas y, además, sus rasgos físicos (ojos amarillos saltones, por ejemplo) asustaron a muchos aldeanos, que huyeron a las poblaciones cercanas esparciendo rumores acerca de demonios. Otros, incluido el sacerdote de la aldea, el pastor Dietrich, vieron que los alienígenas eran criaturas que necesitaban ayuda. Para asegurarse, el cura obtuvo un permiso cuidadosamente redactado de su obispo; algo que podía pedir en latín sin descubrir el pastel.
»Los alienígenas vivieron en Oberhochwald durante muchos meses. Mientras fray Joachim y otros los acusaban de hechicería y de adorar al diablo, los aldeanos intentaron ayudar a los alienígenas a reparar su nave dañada. Tendría que haberme dado cuenta por lo del alambre de cobre. ¿Qué uso podían darle unos viajeros terrestres? También volaban. ¿Eran criaturas aladas? ¿Tenían antigravedad? Tal vez tenían un modo de dominar esa energía de vacío de la que hablas. En su carta, el pastor Dietrich sólo negó cuidadosamente que sus huéspedes volaran por medios sobrenaturales.
Se había quedado sin aliento. Estudió el rostro de Sharon en busca de un atisbo de su reacción.
—Continúa —dijo ella.
—Los alienígenas eran inmunes a la peste (bioquímica diferente), y devolvieron el favor a los aldeanos cuidando de ellos. Al menos algunos. Otros, estoy seguro, habían sucumbido ya a la apatía. Dietrich incluso convirtió a unos cuantos. Tenemos constancia de al menos un bautismo. ¿Johannes Sterne? Oh, sabía de dónde venían sus huéspedes. Lo sabía.
»Los alienígenas también empezaron a morirse. No de peste, sino por falta de algún nutriente vital. De nuevo debido a la bioquímica diferente. «Comen, pero no se nutren», fue como lo expresó Dietrich. Cuando su amigo Hans murió…, y esto es una suposición: cuando Hans finalmente murió, Dietrich lo enterró en el patio de la iglesia e hizo tallar su cara en piedra para que las generaciones futuras lo supieran. Sólo que no sabía cuántas generaciones serían, ni que la aldea misma desaparecería.