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»¿E1 tabú? Fácil. Había realmente “demonios” allí. Y, poco después de que Joachim maldijera el lugar, fue golpeado por la peste. Bastante impresionante para unos campesinos supersticiosos. ¿Estaban los demonios realmente muertos o sólo dormidos? ¿Esperando nuevas víctimas? La gente evitó la aldea y pasó la prohibición a sus hijos. Si no obedeces a mamá, los demonios voladores vendrán y te llevarán. Poco después, la etiqueta de Joachim, Teufelheim, se convirtió en el eufemismo Eifelheim y el nombre original de Oberhochwald se olvidó gradualmente. Todo lo que quedó fue la costumbre de evitar el lugar, vagos cuentos de monstruos voladores y una lápida con una cara.

Ya estaba. Lo había contado todo. Gran parte eran deducciones, inferencias. No tenía ninguna fuente primaria sobre el hermano Joachim, por ejemplo, pero yo le había encontrado las memorias de un abad del convento de Estrasburgo en las que cita a Joachim diciendo: «El gran fracaso de Oberhochwald trajo la más terrible de las maldiciones sobre sus cabezas, algo sobre lo que yo los había advertido repetidas veces», lo cual parecía una prueba bastante clara de su condenación.

Ella se lo quedó mirando. La cabeza le daba vueltas. «¿Alienígenas? ¿En la Alemania medieval?» Era fantástico, increíble. ¿Hablaba en serio? Lo escuchó mientras le contaba la historia. ¡Su solución era más increíble que el problema original!

—¿Y crees que esa historia es cierta? —preguntó cuando él terminó.

—Sí. Y Anton también. —Le mostró una nota que acompañaba las páginas—. Y no es ningún tonto.

Ella leyó la nota rápidamente.

—No lo dice claramente —recalcó.

Tom sonrió.

—Ya te digo que no es ningún tonto.

—Eso queda para ti, supongo. Lo que me gustaría saber es por qué has metido en esto el espacio Nagy. Si estás decidido a arruinar tu reputación, ¿no puedes dejar que la mía se salve?

Tom hizo una mueca.

—Reconoce que no soy tonto del todo. Te estoy diciendo que esta teoría explica perfectamente los hechos. Y, si es cierta… —Su voz se apagó.

«Si es cierta…» Sharon sintió que su corazón se aceleraba.

—Me he servido del espacio Nagy porque ni Dietrich, ni nadie más, describió una nave espacial.

—¿Cómo iban a hacerlo? —señaló ella—. No tenían el concepto de nave espacial.

—Los medievales no eran estúpidos. Estaban pasando por una revolución tecnológica. Levas, norias y relojes mecánicos… Habrían reconocido una nave espacial como algún tipo de vehículo, aunque dijeran que era el carro de Elías. Pero no. Dietrich y Joachim y la bula de 1377 dicen que los alienígenas «aparecieron». ¿No es así como describiste el otro día el viaje al hipoespacio? Un solo paso cubre grandes distancias, eso fue lo que dijiste. No me extraña que Dietrich estuviera tan interesado en las botas de siete leguas. Y a eso se refería Johann cuando señaló las estrellas y preguntó cómo podría encontrar el camino de vuelta a casa. Viajando como lo había hecho, no tendría ni idea de cuál era la suya.

—Aparecieron. Eso es leer mucho con un solo verbo.

Él golpeó el fajo de papeles de impresora con la palma de la mano.

—Pero todo encaja. Confluencia de conocimientos, no deducción. Un solo hilo de razonamiento no es suficiente para sostener la conclusión, pero todos juntos… Una oración atribuida a Joachim dice que hay ocho formas secretas de dejar la Tierra. ¿Cuántas dimensiones hay en tu hipoespacio «oculto»?

—Ocho.

Pronunció la palabra con reticencia. La sangre le martilleaba en los oídos. «¿Y si…?»

—Y el tratado religioso atribuido de tercera mano a Dietrich… para viajar a otros mundos hay que viajar al interior. Tú empleaste casi las mismas palabras. Tu geometría dodecadimensional se convirtió en una «Trinidad de Trinidades». El escritor mencionaba «tiempos y lugares que no podemos conocer, excepto mirando dentro de nosotros mismos».

—Pero eso en realidad era un tratado religioso, ¿no? Quiero decir: los «otros mundos» eran el cielo, el infierno y la Tierra, y con eso de «viajar al interior» se refería a buscar en el alma de cada uno.

—Ja doch. Pero estas ideas no fueron escritas hasta setenta y cinco años más tarde. Los escritores tomaron algo que habían oído de tercera o cuarta mano y lo interpretaron según un paradigma familiar. El racionalismo de la Edad Media ya estaba dando paso al misticismo romántico del Renacimiento. ¿Quién sabe lo que el propio Dietrich comprendía cuando Johann trataba de explicárselo? Toma. —Cerró la carpeta y se la tendió—. Léelo como hizo Anton y dime si no tiene sentido.

Ella lo miró a los ojos mientras aceptaba la carpeta. «Habla en serio», pensó. Lo cual, conociendo a Tom, podía significar que era incapaz de afrontar la insolubilidad del problema original.

O tal vez su idea no era tan descabellada como parecía.

«Dale una oportunidad. Se la merece antes de que llame a los tipos de la bata blanca.»

Se desplomó en su puf. Leyó los artículos despacio y con cuidado, confiando en las traducciones al inglés. El alemán medieval era demasiado difícil y el latín era griego para ella. Con el rabillo del ojo veía a Tom moviéndose inquieto.

Eran artículos inconexos y descabellados. Pero un hilo argumental los unía. Llegó por fin al tratado que Tom le había mostrado al principio. Reconoció la fea y angulosa letra capitular. Otra ilustración era el icono de la Orden de San Johann: cada persona de la Trinidad dentro de un pequeño triángulo situado en uno de los vértices de un triángulo más grande. Curiosamente, el Espíritu Santo estaba en el vértice superior. Era extrañamente similar a su propio garabato del poliverso.

Cuando terminó, cerró los ojos y trató de ver la respuesta con claridad. Intentó unir las piezas del rompecabezas como él había hecho. Si esto iba con eso… Finalmente, sacudió la cabeza al ver la trampa en la que había caído.

—Todo es circunstancial —dijo por fin—. Nadie dice directamente nada de alienígenas ni de otros planetas.

La tetera empezó a silbar y fue a la cocina para apagarla. Dejó los papeles de Tom en la mesa, donde había dejado los suyos la noche anterior. Abrió la alacena que había sobre el fregadero y buscó el té.

—Sí que lo dijeron —insistió Tom. La había seguido hasta la cocina—. Fueron y lo dijeron directamente. Usando términos y conceptos medievales. Oh, nosotros podemos hablar fácilmente de planetas orbitando estrellas, pero ellos estaban empezando a darse cuenta de que su propio planeta giraba sobre su eje. «Mundo» significaba… Bueno, significaba el «poliverso». Y «planeta» significaba «estrellas que se movían». Nosotros podemos hablar sobre continuums multidimensionales de espacio-tiempo-lo-que-sea, pero ellos no podían. Apenas empezaban a tantear el concepto de un continuum: lo llamaban «la intensión y remisión de las condiciones», y Buridan acababa de formular la primera ley del movimiento. No tenían palabras para definir las palabras. Todo lo que aprendieron de los viajeros de las estrellas fue filtrado por una Weltanschaunng que no estaba equipada para manejarlo. Lee a Ockham algún día; o a Buridan o a santo Tomás. Es casi imposible que les encontremos ningún sentido, porque veían las cosas de manera diferente a nosotros.

—La gente es gente —dijo ella—. No me convence.

Se le ocurrió que no estaba haciendo de abogado del diablo. Era Tom quien estaba abogando por los diablos. Le hubiese gustado compartir el chiste, tan propio de Tom, con él, pero decidió que no era el momento adecuado. Él hablaba demasiado en serio.

—Todo lo que tienes podría interpretarse de otro modo —le dijo—. Sólo cuando lo unes todo aparece una posible pauta. Pero ¿lo has juntado todo de la manera correcta? Tal vez el diario no lo escribió tu pastor Dietrich. Podría haber otros Oberhochwalds… En Bavaria, en Hesse, en Sajonia. La «aldea en los bosques altos». Dios mío, eso debe de ser tan raro en el sur de Alemania como una calle Mayor en el Medio Oeste. —Alzó una mano para evitar sus objeciones, como él había hecho antes—. No, no me estoy burlando de ti. Sólo estoy proponiendo alternativas. Tal vez el rayo fue realmente un rayo, no una fuga de energía de una hiponave espacial averiada. Tal vez Dietrich dio cobijo a peregrinos chinos, como pensaste al principio. Un alambre de cobre debe de tener otros usos aparte de servir para reparar máquinas alienígenas.