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X. NOVIEMBRE DE 1348

La conmemoración de Florencio de Estrasburgo

Peregrino, mercader, sacerdote, judío, todos eran lo mismo para el HerrVon Falkenstein. Su interés se centraba exclusivamente en el cofre. Pero la posibilidad de pedir rescates individuales añadía un placer extra al golpe, así que interrogó a sus prisioneros uno a uno. Cuando le llegó el turno a Dietrich, los guardias lo escoltaron hasta el gran sillón y lo arrojaron ante el Herr sin miramientos.

Philip von Falkenstein era de tez oscura, con cabello rizado que le caía hasta los hombros. Llevaba una dalmática verde oscuro hasta los tobillos, con cinturón y, por encima, una sobrepelliz de brocado con el símbolo del halcón. Llevaba la barba recortada y a Dietrich le pareció que su rostro tenía el aspecto contraído de un hombre vacío.

—¿Qué ofreces por la libertad? —preguntó Philip—. ¿Cuál es tu posesión más preciosa?

—Vaya, la pobreza, mein Herr. Si me la quitáis de encima, lo soportaré.

Los guardias que flanqueaban el gran salón se agitaron incómodos. La piedra del castillo era húmeda y fría y olía a salitre. Falkenstein lo miró con brusquedad y, lentamente, una medialuna roja dividió su barba. A esa señal, unas risas apagadas recorrieron la sala.

—¿Quién es tu señor y qué hará para rescatarte? —preguntó Herr Philip.

—Mi señor es Jesucristo, y ya me ha rescatado con su sangre.

Esta vez Falkenstein no sonrío.

—Concedo a un hombre el derecho a hacer un chiste. Dos te convierten en un listillo. Ahora responde con corrección. ¿A quién sirves?

Los guardias se envararon un poco cuando Dietrich rebuscó dentro de su zurrón, pero le habían quitado el cuchillo además del alambre de cobre. Sólo le habían dejado el arnés de cabeza de los krenken, que habían tomado por algún artilugio sacramental. Pulsó el indicador, como había hecho repetidamente desde que lo habían capturado.

Mein Herr Von Falkenstein —dijo claramente—. Soy Dietrich, pastor de Oberhochwald, una aldea en feudo de Herr Manfred von Hochwald.

—¿Pagará por recuperarte? ¿Le gustan los curas listos que hacen chistes a su costa? —Se volvió a su ayuda de cámara y susurró unas instrucciones.

—Al duque no le hará gracia este robo —sugirió Dietrich.

Philip alzó la cabeza.

—¿Que robo?

—No hace falta ser muy sutil para suponer que el cofre contenía material de algún valor para Albrecht. Plata, supongo.

Philip asintió y uno de los guardias dio un paso al frente y abofeteó a Dietrich.

—Friburgo es mío por derecho —le dijo Philip—. No de Urach; ni de Habsburgo. Recuperaré lo mío.

Dicho esto, envió a Dietrich de vuelta a su celda.

El Día de Florencio, al otro lado de la ventana el cielo se había vuelto sombrío y un viento amargo se abría paso hacia su celda. En la lejanía Dietrich divisó el punto perezoso de un águila. Nubes oscuras se congregaban en el sudoeste. Saboreó la frialdad metálica del aire. Una formación de cigüeñas volaba hacia el sur.

Falkenstein era un hombre avaricioso y eso a menudo llevaba emparejada la estupidez, pero Philip no carecía de astucia. En Viena echarían de menos la plata y el duque de Habsburgo, con vasallos desde el este del Reich hasta Suiza, no era alguien a quien había que tomar a la ligera. La esperanza de Falkenstein debía de ser que las sospechas recayeran sobre los judíos. Nadie que supiera lo contrario debía salir jamás de la Roca del Halcón.

Dietrich se asomó a la ventana y contempló las paredes cortadas a pico de la fortaleza, encaramada en las rocas del precipicio. Era lógico que Falkenstein no temiera que nadie pudiera salir de allí.

El ave lejana se había acercado y Dietrich vio ahora que carecía de alas. Antes de que hubiera asimilado eso, la aparición se acercó a su ventana y vio que era un krenk que llevaba un curioso arnés corporal. Flotando, la criatura colocó una especie de barro en la ventana y en él un pequeño cilindro brillante. Dietrich oyó un grito en las alturas y el golpeteo de clavos gruesos sobre la piedra. Sacó el arnés de su zurrón y se lo colocó.

—Apártate de la ventana. Apártate de la ventana. Rápido.

Dietrich corrió hasta el fondo de la celda justo cuando resonaba un trueno. El aire lo lanzó contra la puerta. Lascas de piedra lo picotearon; los guijarros le lastimaron las mejillas. Los oídos le zumbaban y los brazos y las piernas se le entumecieron. A través del polvo vio que la ventana se había convertido en un portal abierto. Mientras la miraba, una porción de la balaustrada superior se soltó con un sonido sibilante y un soldado cayó gritando, agitando inútilmente los brazos, más allá del demonio flotante.

—Rápido —dijo la voz en el arnés—. Debo llevarte. No te sueltes. —El krenk entró en la celda y, con un rápido movimiento, rodeó a Dietrich con una correa de algún tipo que abrochó a una abertura de su arnés—. Ahora veremos si el peso excede la fanfarronería del artesano.

El krenk corrió hacía el agujero en la pared y saltó al vacío. Dietrich apenas pudo atisbar los rostros aterrorizados en las almenas, y entonces los vientos se apoderaron de él y su rescatador voló entre el silbido de las flechas. Cuando Dietrich miró hacia abajo conoció el terror del primer Falkenstein a lomos del león al cruzar el mar interior. Casas, campos, castillos se habían convertido en juguetes infantiles. Los árboles eran arbustos; los bosques, meras alfombras. La cabeza le daba vueltas. Le pareció que tenía el suelo encima. Vomitó cuanto tenía en el estómago y la oscuridad se apoderó de él.

Despertó en la linde del prado, junto al Bosque Grande. Cerca, un cerdito, con la anilla de invierno en la nariz, hozaba bajo un tronco caído. Dietrich se enderezó de pronto, haciendo que el cerdo gruñera y huyera. Hans estaba sentado en el bosque, con las rodillas sobre la cabeza y los brazos alrededor de las piernas.

—Viniste por mí —le dijo Dietrich.

—Tenías el alambre de cobre.

Dietrich negó con la cabeza.

—Lo tiene Falkenstein.

Hans hizo con el brazo el gesto de arrojar algo.

—Podría pedirle al orfebre que hilara más con lo que queda del lingote, pero ése fue su pago. Querrá otro.

Las mandíbulas de Hans castañearon.

—El cobre es todo —dijo—. Necesitó todos los esfuerzos para extraer esa pequeña veta. —Se levantó y señaló—. Puedes ir caminando desde aquí —dijo a través del Heinzelmännchen—. Acercarte volando me descubriría.

—Te descubriste ante los guardias del Burg.

—Murieron. Los que no cayeron cuando la muralla se desplomó, cayeron ante mí… pot-de-fer.

La fabulosa arma de Max, revelada por fin. Dietrich no pidió verla.

—¿Y los otros cautivos?

—No son nada.

—Nadie es nada. Cada uno de nosotros es precioso a los ojos del Señor.

Hans indicó sus ojos bulbosos.

—Pero no a los nuestros. Sólo tú eras útil para nosotros.

—¿Incluso sin el alambre?

—Tenías el arnés de cabeza. Con eso pudimos encontrarte. Dietrich…

Hans arrancó un trozo de corteza de un abeto y lo aplastó entre sus dedos.

—¿Cuánto frío más habrá?

—¿Cuánto…? Es probable que nieve pronto.

—¿Qué es «nieve»?

—Cuando se calienta, se vuelve agua.

Ach. —Hans reflexionó—. Bien, ¿cuánta entonces de esa nieve?