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El otro jesuíta era completamente distinto, alto, algo flaco y de piel cetrina; llevaba unas diminutas gafas de cobre que le resbalaban constantemente por la nariz roma. Como la protuberancia nasal destacaba tan poco del centro de su cara, la frente abombada, que se extendía hacia sus cabellos cortados al rape, y sobre todo la boca y el prominente mentón, parecían mucho más grandes de lo que en realidad eran. No obstante, este abultamiento parecía más de carne que de huesos, ya que sus grandes labios apenas se cerraban y la piel del cuello le empezaba a colgar. Al verlo así encorvado, con aquella frente, aquellos anteojos y aquellas manos huesudas acostumbradas a pasar páginas amarillentas, uno se percataba inmediatamente de que estaba delante de un hombre culto y estudioso.

– No, en efecto -dijo el cónsul, inclinándose-, no conocía al padre De Brévedent.

– Hace dos días que ha llegado, y ya sabe que los turcos nos ponen muchas dificultades. Oficialmente sólo puede haber un jesuíta en régimen permanente. Los otros son simples visitantes. Así pues, de cara a las autoridades, no se trata más que de un viajero ordinario.

De Brévedent esbozó una sonrisa tímida, mirando al cónsul con el rabillo del ojo y sin mover la cabeza.

– Entonces -continuó el padre Versau-, ¿ha encontrado ya a un posible mensajero?-Sí, padre -dijo el cónsul-, he dado con uno, y créame que no ha sido fácil. Francés, católico, médico, de complexión robusta, y aventurero por naturaleza.

– Sin duda debe ser un personaje muy poco común -dijo el jesuíta, solicitando con la mirada la aprobación de los presentes-. ¿Ha aceptado solemnemente?

– Bueno… Estará aquí después del almuerzo. Todavía no ha comunicado su decisión. Pero he pensado que es mejor no precipitarse y esperar a que usted mismo le exponga los detalles de la misión. Lo recibiremos todos juntos, si les parece. De esta manera su compromiso tendrá más peso.

Acto seguido, el señor De Maillet pasó a describir con todo lujo de detalles al sujeto en cuestión. Eligió cuidadosamente sus palabras para lograr un equilibrio entre los atributos del individuo y sus extravagancias. También consideró prudente alertar favorablemente al padre Versau respecto a la edad que aparentaba el visitante.

– Tiene un aire jovial, pero según las informaciones de la policía, no es tan joven como parece a primera vista. -El cónsul añadió riendo-: Debe de ser por el efecto de algún reconstituyente que ha elaborado con sus plantas y que se toma con carácter experimental.

– ¿Una panacea para conservar la juventud? -preguntó el padre Gaboriau, que había recurrido toda su vida a jugos vegetales con un éxito modesto.

– Supongo. ¿Qué otra cosa si no puede explicar que se conserve así?

Siguieron hablando un rato más sobre esa suerte de elixires hasta que apareció un sirviente enviado por la señora, para anunciarles que el almuerzo estaba servido.

La señorita De Maillet también estuvo presente en la comida. Para llamar la atención, el padre Versau evocó minuciosamente la misión de Etiopía que había encomendado el Rey. En cambio el cónsul consideró aquella confidencia inútil y peligrosa y se hizo la promesa de hablar aquella misma noche con su hija para aclararle que el tema debía tratarse con suma discreción. El almuerzo estuvo muy animado. El padre Versau comentó las informaciones que se tenían sobre los emperadores abisinios, según los testimonios de los jesuitas que habían convertido a uno de ellos a comienzos de siglo. Reconstruyó el relato de la injusta expulsión de aquellos misioneros y de las grandes persecuciones que siguieron. Las damas estaban indignadas. A continuación recordó lospeligros de la misión que pronto iba a emprender viaje y habló de la crueldad del clima y de los hombres. La comida concluyó con una especie de estupor voluptuoso. El cónsul tuvo que reconocer que en muy pocas ocasiones la casa había conocido tanta animación y alegría, pese a la seriedad del asunto. Sólo se juzgó con cierto rigor a los dos jesuitas que estaban de visita. Al primero, De Brévedent, porque estuvo taciturno durante toda la comida, y al otro, más colorado que nunca, porque se había adormilado al tercer vaso.

Mientras retiraban la mesa, el lacayo anunció al señor Poncet. Las damas se retiraron y los hombres acordaron recibirlo en la sala de audiencia del consulado, bajo el retrato del Rey, con el café.

Poncet no se había tomado la molestia de cambiarse de ropa, y por encima de la camisa lucía una levita azul oscuro, demasiado corta y sin abotonar. Ni sombrero, ni puños de encaje, ni bastón; llevaba el pelo suelto, y sus rizos negros se agitaban al mover la cabeza; sus manos finas, con las puntas de los dedos verdosas, se paseaban por el aire en cuanto hablaba con un poco de entusiasmo. Saludó cortésmente al cónsul y a los tres curas, mirándolos a los ojos uno por uno. El padre Versau, sentado en un sillón situado prácticamente debajo del retrato del Rey, habló con gran majestad.

– Señor Jean-Baptiste Poncet -empezó a decir solemnemente-, ¿se halla en condiciones de anunciarnos oficialmente que está de acuerdo en personarse en la corte del Rey de Abisinia con el fin de llevarle un mensaje de Su Majestad Luis XIV?

El rostro de Poncet se iluminó con una gran sonrisa.

– ¡Señores míos, parece que tienen prisa! -dijo riendo-. Tengan en cuenta que estoy de pie, que he trabajado toda la mañana y que he venido andando por unas calles prácticamente solitarias, porque nadie osaría aventurarse a salir con este calor. Por lo demás, aquí veo café y galletas…

– Tiene usted razón -exclamó el cónsul, un poco aturdido con tanta premura-. Tome asiento. ¿Qué podemos servirle? Macé, por favor, una taza de café con azúcar para el señor Poncet.

Al cabo de un momento, el joven estuvo surtido de todo. Se bebió el café lentamente, desvió la conversación por otros derroteros para comentar el retrato del Rey y su restauración, y habló de los árboles que había visto al entrar en el jardín del consulado. Cuando sus interlocutores se hubieron apaciguado por completo y la charla se tornó más espontánea, retomó el asunto.-Así que desean enviarme a curar al Rey de Reyes… La idea es buena, excelente incluso. Cuanto más lo pienso, mayor es mi convencimiento de que realmente sólo un médico podría introducirse en ese país sin que le dieran muerte al instante. Pero… ¿por qué piensan que el Emperador necesita mis servicios?

– Lo sabemos de muy buena fuente -contestó el cónsul-. Él mismo ha mandado a una persona en busca del auxilio de un médico. El mensajero encargado de esa misión está en la ciudad y es el hombre que viajará con usted.

– ¡Esperemos que el Rey no haya muerto antes de mi llegada! En fin, ya veremos.

– En cualquier caso, hay que intentarlo -añadió el cónsul.

– Al asunto de salud -intervino el padre Versau, que adoptó un tono más familiar-, hay que añadir el mensaje que deberá llevarle de nuestra parte.

– ¿De qué se trata exactamente? -preguntó Jean-Baptiste.

– Ahí vamos -dijo el padre Versau, complacido por fin de ir al grano-. En primer lugar deberá ganarse la confianza del Emperador abisinio mediante los cuidados que vaya a prodigarle. Y después, incluso antes, tendrá que anunciarle solemnemente que usted es un mensajero de Su Alteza Luis XIV. Le dará a conocer que el Rey de Francia muestra un gran interés por el reino cristiano de Abisinia. Por otra parte, contamos con que le describirá detalladamente la grandeza sin par, el inmenso poder y la santidad del soberano francés. Se trata simplemente de estimular al Negus para que comprenda que la mayoría de los príncipes de Occidente han aceptado rendir homenaje al Rey de Francia y que, como Rey de Etiopía, también debe tratar de ser iluminado por esa gran luz y volverse hacia ella.

– Confío en alcanzar tan hermosas aspiraciones -dijo Poncet-. Pero ¿qué efecto práctico espera sacar de todo esto?

– Queremos que el Negus envíe, a cambio, una embajada a Versalles -respondió el padre Versau-. Tendrá que ser una embajada fastuosa. Nuestra idea es que la presida un hombre de confianza del Emperador y que lo acompañen varios representantes de las familias nobles y de su entorno. Por último, y esto es muy importante, sería muy conveniente que algunos abisinios jóvenes fueran a estudiar a París, al colegio Luis el Grande. Así manifestarían el reconocimiento que el mundo entero expresa a nuestra gloriosa lengua, nuestra cultura y nuestras ciencias.-¿Me dará una carta a este propósito? -preguntó Poncet.

– Una carta oficial y provista, como debe ser, de todos los sellos oportunos -intervino el cónsul.

– Pero es preciso que la guarde con sumo cuidado -puntualizó el padre Versau-, pues sólo deberá entregar el mensaje al Negus en persona.

– Me parece que he entendido bien -dijo Jean-Baptiste-. Ahora, si ustedes tienen a bien considerar las cosas desde mi punto de vista, diremos que esta misión es secundaria.

– ¿Secundaria? -exclamó el cónsul sorprendido.

– Sí, secundaria, pues estará de acuerdo conmigo en que mi trabajo es más importante que la diplomacia. Voy allí para curar al Emperador. Y eso es lo que debemos discutir.

– ¿Qué tenemos que discutir? -preguntó el cónsul-. Usted sólo tiene que decirnos sí o no, y eso es todo.

– Perdón, Excelencia -dijo Jean-Baptiste-, pero a mí me parece que hay muchos detalles pendientes. Y el primero de todos, ¿a cuánto ascenderán mis honorarios?

– ¡Sus honorarios! -protestó el padre Versau-. Pero señor, se trata de cumplir una voluntad del Rey. El honor…

– Cada uno busca aquello que no tiene -le interrumpió Poncet, tosiendo-. Y lo que a mí me falta es dinero.

El cónsul miró con estupefacción al padre Versau.

– ¿Cómo quiere que cure a los pobres -continuó Jean-Baptiste, que no parecía inmutarse por el largo silencio- si los ricos no me pagan?

– Señor -dijo al fin el padre Versau-, el Emperador quiere un médico, y él le pagará los honorarios. Nosotros sólo nos haremos cargo de los gastos del viaje.