Hadji Ali empezó a gimotear y a lamentarse.
– ¿Se puede saber a qué viene todo eso? -preguntó irritado el cónsul al señor Macé.
– Dice que está pensando en todo el dispendio que le va a suponer cambiar de planes y llevar a otro médico.-Pues sí que estamos bien -suspiró el cónsul.
La discusión duró aún media hora más y el señor De Maillet fue tres veces hacia el cajón del escritorio. Tuvo que pagar por los camellos que habría que cambiar, por los mensajeros que habría que enviar y por los rezos que habría que encomendar. Pero el asunto acabó por resolverse con honestidad y todo el mundo quedó satisfecho.
En cuanto el padre Versau estuvo al corriente del feliz desenlace, anunció que se iría al día siguiente pues debía proseguir su viaje hacia Damas, donde le esperaban otros asuntos. La cena fue rápida y silenciosa. El padre De Brévedent volvió por la noche para recibir las últimas instrucciones de su superior, y los dos jesuítas se reunieron en conciliábulo en el primer piso.
El señor De Maillet se retiró temprano, completamente molido.
No lejos de allí, en uno de los callejones más apartados de la colonia, Jean-Baptiste y el maestro Juremi habían cenado alegremente y vaciado una botella de su mejor vino. A las diez salieron a la terraza. El viento arenoso eclipsaba las estrellas y mantenía un ambiente tibio. En la ciudad árabe resonaban por doquier los tamboriles y los «yuyús», dado que era el final de la estación de las bodas, y los perros contestaban con aullidos.
– No, no -prosiguió el maestro Juremi-, ni hablar de mezclarme en semejante asunto…
– Pero el cónsul no tiene por qué saber nada de esto. No le digo nada, mi criado y yo abandonamos la ciudad y te unes a nosotros más tarde.
El protestante, que sostenía con una mano su vaso de estaño, levantó la otra con autoridad.
– ¡No insistas! ¡Te digo que no!
– ¿Eso quiere decir que vamos a separarnos?
Se habían conocido en Venecia, cinco años atrás. Jean-Baptiste buscaba un maestro de esgrima cuando se topó con aquel granuja gruñón de pelo negro que vivía con identidad falsa desde que había emigrado a Francia. Sus alumnos lo llamaban maestro Juremi.
– Probablemente -dijo el protestante con aire taciturno y volviendo la cabeza hacia otro lado, pues aunque se emocionaba con facilidad, no le gustaba demostrarlo.
Antes de convertirse en maestro de esgrima había desempeñadotodos los oficios y recordaba con nostalgia el poco tiempo en que había trabajado como ayudante de un boticario. No obstante, cuando Jean-Baptiste le enseñó a usar el pesillo y el alambique, optó por renunciar a ganarse el pan con los embates del florete. Se hicieron socios, y juntos huyeron a Levante.
– ¡Es una barbaridad! -exclamó de pronto el protestante, levantándose de su asiento-. ¡Cómo si todo esto fuera culpa mía!
Dio dos zancadas por la terraza y luego se volvió hacia su socio.
– No nos separamos porque me niegue a ir contigo -continuó- sino porque has tomado la decisión tú solo, y creo que un poco precipitadamente.
– ¿No eras tú quien ayer proponía marcharse de El Cairo y partir hacia el Nuevo Mundo? -se defendió Jean-Baptiste.
– Hacia el Nuevo Mundo tal vez, pero no a las órdenes del cónsul. Créeme, si un día fuera hacia las tierras vírgenes, no sería para llevar allí a unos jesuítas.
– Oh, los jesuítas… -exclamó Jean-Baptiste-, un pretexto como otro cualquiera. ¿Crees que me interesa esta misión? Me río de su embajada y de los servicios al Rey. Pero si son tan necios como para proporcionar monturas, pertrechos y armas, ¿debería ser yo más necio aún y rechazar todo lo que me ofrecen?
– No importa, ya te han atrapado.
– ¿Atrapado? Bromeas. No tengo por qué hacer lo que esperan que haga. Si me gusta un sitio, me quedo y basta; pero si me place ir a otro lugar, no me lo pensaré dos veces. Pueden irse al diablo con su embajada. Tengo curiosidad por ver Abisinia, y ése es mi único objetivo. Por lo demás, si me siento bien allí, hasta podría quedarme.
Tras un largo silencio, el maestro Juremi entró en la casa donde ardía una vela, descolgó dos floretes y tomó los petos de cuero sin pronunciar palabra. Desde que se dedicaban a la farmacia, la esgrima se había convertido en una distracción para pasar las noches de verano. Se pusieron en guardia.
– Bueno -dijo Jean-Baptiste antes de blandir el arma-, te conozco, vas a venir.
– No me harás cambiar de opinión -replicó el maestro Juremi-, pero te deseo buen viaje.
En cuanto empezaron a sonar los floretes la tristeza que los atenazaba desapareció conio por ensalmo.
9
Había que preparar minuciosamente la caravana que iba a emprender viaje a Abisinia con Hadji Ali al frente, acompañado de Poncet y su criado Joseph. Para que todo pareciera absolutamente natural y los turcos no sospecharan nada, era imprescindible que el consulado se mantuviera al margen y que Jean-Baptiste fingiera no estar demasiado interesado en el asunto. Así pues, Hadji Ali asumió la responsabilidad de comprar él solo los camellos y las mulas, además de sillas, bridas y arneses para los animales de carga. Se había acordado que el señor De Maillet pagaría los gastos iniciales que el mercader tuviera a bien calcular, lo cual suponía otro pretexto para obtener más beneficios. Con estas ganancias, Hadji Ali compró mercancías, que cargó sobre las bestias con la idea de cambiarlas en Abisinia por oro y algalia, y de este modo doblar sus haberes al regreso.
El cónsul redactó una carta para el Negus y ordenó al señor Macé que la tradujera al árabe. Para mayor precaución, le encomendó a éste que un erudito monje siriaco, el hermano François que residía en la ciudad árabe, comprobara su traducción. Por último se estamparon los sellos de Francia y remitieron la misiva a Poncet. También fue necesario conseguir los presentes destinados a los príncipes cuyas tierras iban a atravesar, de acuerdo con la tarifa rigurosa e inmutable que estipulaba la tradición.
Jean-Baptiste, por su parte, reunió un arsenal de remedios para todos los imprevistos imaginables en un cofre que el señor De Maillet le había proporcionado para tal fin. También se ocupó de las armas y acomodó un gran mosquete en la montura de Joseph. Jean-Baptiste se ocupó de guardar la pólvora y los cebos. Aparte de los dos sables,mandó preparar para uso propio dos pistolas, y las deslizó en las fundas de su silla.
Mientras se llevaban a cabo los preparativos, el consulado se convirtió en el cuartel general donde los miembros de la caravana se reunían discretamente cada noche antes de la cena para informar sobre la marcha de las operaciones. El supuesto Joseph se había quitado ya sus hábitos de jesuita para pasar desapercibido, aunque aún no se vestía de criado, para no resultar sospechoso a los ojos de los domésticos y por miedo a que hubiera algún espía entre ellos. Hadji Ali, Poncet y hasta el maestro Juremi, que también ayudaba en los preparativos a pesar de que no era uno de los viajeros, iban y venían por el consulado como si tal cosa. El señor De Maillet toleraba de buen grado esta situación porque sabía que todo aquello acabaría muy pronto. Estas visitas bulliciosas que tanto fatigaban a la señora De Maillet entusiasmaban a su hija Alix, pues le brindaban la ocasión de ver un poco de gente sin salir de casa. Además tuvo la oportunidad de cruzarse varias veces y muy de cerca con el joven que había visto en el jardín y enterarse de quién era. Jean-Baptiste hacía alarde de una sabia cautela y procuraba no comprometer a la muchacha dirigiéndose a ella directamente. Alix tuvo la agradable impresión, desde el primer momento, de comunicarse con él como si estuvieran a solas. La primera vez que experimentó esta deliciosa sensación fue el día en que tuvo lugar una larga discusión a propósito de los bultos que cargarían las mulas y los dromedarios. En contra de la opinión generalizada, Jean-Baptiste insistía en que estos últimos soportaban menos peso que los équidos. Discutía esta cuestión con Hadji Ali, aunque el cónsul, el señor Macé y el padre De Brevedent también metían baza de vez en cuando. Aprovechando las nuevas costumbres del consulado, donde ya no se cerraban las puertas, Alix entró en la sala donde se celebraba la reunión. Se sentó en un taburete a cierta distancia y simuló bordar mientras observaba a los visitantes. De pronto le pareció que el joven sólo hablaba para ella. Era una impresión extraña. El discurso de Jean-Baptiste rebotaba sobre la masa opaca de hombres situados enfrente de él, y que la muchacha sólo veía de espaldas, a contraluz. Las palabras de aquel joven llegaban a sus oídos redondeadas como peladillas, pues el sonido de las sílabas las atenuaban hasta despojarlas de sentido. Era como una música destinada a ella, con el único objeto de embelesarla, cosa que lograba a las mil maravillas. Si hubieran tenido una verdadera conversación, la muchacha habría estado pendiente del sentido de las palabras, pero este diálogo silencioso era pura emoción.De vez en cuando el joven miraba en su dirección. Sus ojos parecían llevarle lejos, hacia un punto remoto, mucho más allá de la ventana; seguramente los demás sólo percibían en su actitud la inspiración imprecisa que persigue el orador en algunos momentos. Pero ella, con una certeza que le parecía infalible, sentía que aquella mirada se posaba en la suya y que la luz, que reflejaba su rostro y sus largos cabellos rubios, aspiraba su imagen y su persona a través de la pupila negra de aquel ojo y más allá, hasta el corazón recóndito del hombre. Pero aunque los juegos de miradas inflamen la imaginación, no mitigan el sentimiento. Lejos de apaciguar sus deseos de aproximarse al joven, Alix era consciente de que aquellas señales turbadoras aumentaban de día en día. Lamentablemente, Jean-Baptiste no hacía nada para acortar la distancia que los separaba, y ella tampoco podía debido a la dignidad de su posición y al pudor de su sexo.
Sin embargo, una tarde, amparándose en su madre como parapeto moral, Alix casi tuvo el atrevimiento de abordar al joven cuando entraba en el consulado y ella deambulaba por el jardín con su madre. Cuando el médico pasaba a su altura por la alameda, ella miró el arbusto junto al que Jean-Baptiste se había arrodillado hacía poco, y dijo con una voz clara para que él la oyera: