Era un hombrecillo enclenque que parecía abismado en una especie de trono cubierto con telas de colores intensos. Recibió a los viajeros con muchos miramientos y pidió a Poncet que se dignara curar a su hija menor, una niña de once años que se estaba quedando ciega. Mandaron llamar a la pequeña princesa, que sólo podía caminar del brazo de una sirvienta porque tenía los párpados pegados con unos humores amarillentos. El gobernador explicó que algunas noches había que atarle las manos a la espalda, pues en cuanto se tocaba sus párpados, se intensificaba la inflamación. Jean Baptiste le pidió a Joseph que le acercara el cofre de los remedios. Sacó un polvo rojo y recomendó que lo disolvieran en un agua muy pura. Luego prescribió que le lavaran los ojos con esta solución tres veces al día, y que por la noche le aplicaran en los párpados un aposito de algodón empapado con la misma sustancia.
Al día siguiente la niña tenía los ojos secos. Tres días después ya los podía abrir con normalidad, y poco después recuperó la vista sin que quedaran secuelas. El gobernador, loco de contento, le preguntó a Poncet en qué podía complacerle, pero el médico respondió que sólo deseaba su protección. Durante la semana que se prolongó su estancia en Dongola, recibieron un trato honorífico y durmieron en el palacio; les sirvieron jarrete de antílope y filete de oso hormiguero, aunque se perdieron la mejilla de hipopótamo, con gran pesar del gobernador, pues no era la estación. Entre los grandes señores y sus familias había muchos enfermos, por lo que estaba bastante ocupado. El gobernador puso a su disposición un caballo y un asno para su servidor, de modo que también tuvieron la oportunidad de pasear por los alrededores de la ciudad y admirar el valle extraordinariamente fértil. En aquel lugar, el ribazo del río se elevaba dos o tres metros sobre el nivel de las aguas. La tierra no se regaba naturalmente, por crecidas, como en Egipto; gracias a un inmenso y constante trabajo, aquellos hombres habían creado ingeniosos mecanismos provistos de norias, troncos huecos y pequeñas esclusas que facilitaban el riego de los cultivos. De regreso, Poncet felicitó al gobernador por la laboriosidad de su pueblo, y le manifestó también su admiración. El hombrecillo le respondió con entusiasmo:
– Esta ciudad es la suya, si así lo desea. Quédese a mi lado como médico y a partir de mañana dispondrá de veinte fanegas en el valle y treinta familias para cultivarlas. Tendrá una casa en la ciudad y una cuadra con camellos y caballos árabes. Le aseguro que será usted feliz aquí.
Por una vez, Hadji Ali fue útil. Le recordó con cortesía al gobernador que el viajero tranco debía acudir junto al Negus y que su ofrecimiento, por muy generoso que fuera, sólo podría llevarse a efecto cuando estuvieran de vuelta. Todos los pueblos del Nilo consideraban a los abisinios como los «señores de las aguas», porque eran los dueños del nacimiento del río y podían desviar o desecar su curso a su antojo. Nadie se habría arriesgado a provocar al rey del país de las aguas, de modo que el gobernador se resignó.
Entretanto, los enfermos que Poncet había tratado volvían con excelentes noticias. Cada día se oía el relato de una curación espectacular. El padre De Brévedent, sin explicarse la razón, no podía por menos que rendirse a la evidencia y reconocer que el muchacho tenía un auténtico don. Sabía ganarse la simpatía de las personas que vivían horas amargas y consolarlas en su dolor, pero también sabía granjearse su amistad en los momentos más corrientes de sus vidas. Le bastaba mirar a un niño para que este le dirigiera una sonrisa. Incluso las bestias se calmaban en su presencia. Los perros callejeros, indolentes y temerosos, que desconfiaban de los humanos, le seguían instintivamente por la calle, aun cuando no les diera nada. Esta sintonía con todas las criaturas de Dios se acercaba más a las necedades de san Francisco y sus seguidores que a la austeridad de san Ignacio. El jesuita consideraba aquello como simples chiquilladas. Ahora bien, al igual que los idiomas, las creencias locales, en suma, al igual que todo lo que no servía para nada, también los dones de Poncet se podían poner solapadamente al servicio de la fe verdadera. Era un buen pasaporte para Abisinia, y había que sacar provecho de ello, simplemente.
Al fin estaba todo preparado para la partida. Pasarían la última velada en el palacio para cumplimentar la invitación que habían recibido, y por la mañana empezaría a moverse la caravana. Las regiones que debían atravesar eran peligrosas, de modo que decidieron viajar de día.
Poncet estaba descansando un poco en su habitación cuando alguien llamó a su puerta. Estaba casi seguro de que se trataba de un mensajero que venía a implorar su presencia para curar a algún enfermo en la ciudad. Fue a abrir y en la puerta se encontró con un mocoso de tez oscura, con la cabeza rapada y medio desnudo, que le tendía una nota. Poncet la desdobló. Estaba escrita en francés: «Siga al niño y venga a verme.»
Las letras estaban en mayúsculas, para que la escritura pareciera anónima, y el mensaje no estaba firmado.
Poncet decidió despertar al padre De Brévedent, que dormía en una habitación de la planta baja, y le pidió que le acompañara. Luego volvió a abrir el cofre ya preparado, de donde sacó una espada que se sujetó en el cinto, y confió al pobre jesuita, espantado, un puñal de dimensiones considerables. Cuando estuvieron listos, el niño los condujo por unas callejuelas bañadas en las sombras del crepúsculo. El corazón de la ciudad era un hervidero. A aquella hora en que cede el calor y los murciélagos empiezan a zigzaguear, los habitantes salían de sus casas ciegas y frescas como cavernas para saludarse de una puerta a otra.
Jean-Baptiste intentó retener en la memoria el camino que seguían, pero se desorientó rápidamente. Al final fueron a parar a una pequeña plaza en la que convergían tres callejones. En uno de los ángulos, donde se distinguían dos ventanas cerradas con una celosía forjada, había una casa de té como las que se encuentran en cualquier lugar de Oriente. Entraron. La sala estaba casi vacía; el suelo y los bancos de obra en derredor de las paredes estaban cubiertos con alfombras raídas, rojas y azules. Las minúsculas lámparas de aceite dispuestas en bandejas de cobre cincelado despedían una luz cálida. Un hombre sentado en la penumbra del fondo se levantó cuando ellos entraron, y Poncet llevó la mano a la empuñadura de su espada.
– Amigo -dijo el hombre.
Poncet se quedó paralizado mientras la inmensa silueta se enderezaba en la oscuridad.
– Esa voz…
El desconocido avanzó unos pocos pasos hacia la luz de las mesas, luego se quitó el sombrero de fieltro y se dejó ver.
– ¡Maestro Juremi! -exclamó el jesuita.
Jean-Baptiste, que había reconocido a su amigo en cuanto pronunció la primera palabra, se abalanzó sobre el para darle un caluroso abrazo entre gritos de alegría. Para Poncet, el hecho de encontrarse nuevamente con su compañero era un motivo de felicidad por partida doble pues aquel encuentro significaba también el final de su larga soledad teniendo en cuenta que Joseph le hacía poca compañía. El maestro Juremi pidió cafés, vació las tazas por la ventana, y vertió dentro el líquido transparente de un frasquito que llevaba en el bolsillo. Y brindaron por el reencuentro.
– Así que el caballero franco eras tú -dijo Jean-Baptiste.
– No podía aparecer hasta que abandonáramos Egipto. Y puedo asegurarte que no ha sido por falta de ganas.
Ahora que se habían acostumbrado a la luz tenue de la lámpara, Poncet distinguía mejor los estragos que el viaje había infligido a su compañero.
Tenía el rostro enflaquecido y los ojos hundidos.
– Y aquí he preferido esperar a que solventarais vuestros asuntos con el gobernador y no aparecer hasta la víspera de la partida. ¿Qué piensas de todo esto? ¿Será difícil unirme a vosotros?
– Tú déjame hacer a mí -dijo Poncet-. Nos hemos encontrado y no vamos a separarnos más.
Ambos continuaron con sus efusiones jubilosas. El maestro Juremi volvió a llenar los vasos, que apuraron de un trago, y empezaron a reír y hacer bromas.
– Tendrás que contarme tu viaje -dijo Jean-Baptiste-. ¿Cuándo decidiste unirte a nosotros? ¿Cómo te las has arreglado para pasar desapercibido en Manfalout?
Sin dejar de beber, el maestro Juremi agitó la mano para indicar que iba a responder. Pero de repente se oyó la voz afilada y falsa del jesuita, que se había mantenido al margen de las manifestaciones de entusiasmo.
– Discúlpenme -dijo-, pero me parece que la presencia de este hombre no entra dentro de los acuerdos que habíamos pactado.
Súbitamente había adoptado un tono autoritario; ya no era el criado obediente que simulaba ser. No parecía que el maestro Juremi hubiera advertido hasta entonces que el jesuíta estaba allí.
– ¿Y éste qué quiere ahora? -dijo mirando sin contemplaciones al padre De Brevedent.
– Estamos aquí -continuó el jesuíta- por orden del Rey y bajo las instrucciones de Su Santidad el Papa. Esta misión nos incumbe a nosotros solos, y sólo a nosotros. El cónsul dijo claramente antes de partir: ni hablar de que se mezcle en nuestra embajada un… alguien que…
En el rostro del maestro Juremi apareció una mueca tan espantosa que el jesuíta no se atrevió a continuar, y dejó la frase inacabada.
– ¡Qué se calle si no quiere recibir! -estalló el maestro Juremi, golpeando la mesa de cobre con el puño. Un ruido de címbalos ensordeció la estancia, y el dueño del café apareció rápidamente.
El jesuíta optó por dirigirse a Jean-Baptiste, que parecía más tranquilo, y que para bien o para mal era el dueño de la situación.
– Señor Poncet, usted ha adquirido unos compromisos. Por muy lejos como vayamos, volveremos, al menos así lo espero. Y tendremos que justificarnos. Por lo demás, si llevamos con nosotros a este hombre, nadie se va a creer que haya venido aquí sin su consentimiento. Dirán que ha habido una premeditación, que estaban confabulados.