Jean-Baptiste les preguntó la fecha de su partida y calculó que habían abandonado El Cairo diez días más tarde que él.
6
Cuando regresaban del convento a través de callejuelas oscuras, el supuesto Joseph estaba más aterrorizado que nunca. Las sombrías advertencias del padre Versau, que le había sermoneado antes de partir a propósito de las dudosas maniobras de los capuchinos, se veían ahora justificadas y de la forma más inesperada. Un sinfín de presencias y amenazas parecían bullir en la calidez de la noche. El jesuíta pensaba en los días y días de viaje que habían necesitado para llegar hasta aquella región, y en ese momento le pesaban como si fueran losas de granito que le separaban de la luz. Podían gritar o morir, pero nadie acudiría a socorrerlos. Estos siniestros pensamientos alimentaban los ruidosos bufidos que el cura soltaba como si fuera una ballena. Jean-Baptiste, crispado, había apresurado el paso y le llevaba unos cuantos metros de delantera para no oírlo. Bastante injustamente, descargó sobre el pobre infeliz, que sólo había cometido el error de haberlos lanzado a la boca del lobo, toda la furia que llevaba dentro, sólo de pensar en el chantaje de los capuchinos. En este estado, desafiante uno y desesperado el otro, entraron en la casa donde les esperaba el maestro Juremi.
Éste estaba sentado tranquilamente en el patio sobre unas cajas de mimbre y leía a la luz de un fanal de latón. Poncet y Joseph se sentaron cada uno en un baúl, frente a él.
– Los capuchinos lo saben todo -dijo Jean-Baptiste.
El padre De Brévedent mantenía la cabeza baja y el semblante lúgubre.
– Quieres decir que*…
El maestro Juremi hizo un ademán con el mentón, señalando al jesuíta, sin desviar la mirada.-No. Afortunadamente, no creo que sepan eso.
– Entonces, qué…
– Pues lo más importante, que vamos en embajada en nombre de Francia.
– Hay que decirles que se callen -dijo el maestro Juremi, levantándose anquilosado de su asiento improvisado.
Las paredes de adobe que rodeaban el patio no rebasaban la altura de un hombre. Detrás de esa barrera frágil se oían los ruidos de la noche: conversaciones lejanas y gritos de niños, murmullos cercanos, aullidos de perros y el ruido de pezuñas. Por encima de ellos, en la profundidad celeste de una noche sin luna, abrumadora y colmada de estrellas, una gran ráfaga de viento soplaba en las alturas.
– Pero ¿qué quieren exactamente? -dijo el maestro Juremi, inmóvil.
– Que llevemos con nosotros a dos de los suyos. Poco después de nuestra partida fueron a ver al cónsul, en El Cairo, y todavía no se resignan a haber perdido la oportunidad que para ellos supone la misión de Hadji Ali.
– ¿Y si nos negamos?
– Se lo dirán todo al Rey de Senaar. ¿Sabes qué significa eso? Pues verás, el príncipe es musulmán y le parece bien dejar pasar a un médico para el Negus, pero nunca autorizará la embajada de un rey cristiano.
– ¿Y entonces?
– Para empezar, supongo que nos harán prisioneros. Y como esos señores capuchinos nos han dado a entender, no se contentarán con eso. El populacho los respeta, y no les costará nada infundirles una mala opinión de los extranjeros. Todos dirán que somos hechiceros, y mi cofre lleno de frascos será una prueba estupenda. Pedirán nuestras cabezas al Rey. Y se las concederá con mucho gusto…
– ¿Qué les habéis respondido? -preguntó el maestro Juremi.
– Que teníamos que organizamos con Hadji Ali, que haríamos lo que pudiéramos. Resumiendo, que necesitábamos dos días.
– Estupendo -dijo el maestro Juremi-. ¿Y qué vamos a hacer durante esos dos días?
Poncet frunció el ceño para indicar que ignoraba la respuesta. Se quedaron pensativos. Jean-Baptiste mantenía la calma, aunque la situación era extremadamente crítica. En ese instante en que todo parecía definitivamente perdido, le irritaba aquel contratiempo, pero notenía ninguna duda sobre el feliz desenlace de su viaje. Seguramente Alix era la fuente de esa confianza.
– Yo creo que deberíamos llevar a un capuchino con nosotros -dijo el maestro Juremi con la mayor seriedad del mundo- y hacerle trizas en cuanto estemos lejos de aquí.
El padre De Brévedent se sobresaltó. Como de costumbre, antes que dirigirse al protestante, tuvo que hacer su puntualizacion particular a Poncet.
– En primer lugar -dijo-, asociar a los franciscanos reformados a nuestra empresa va totalmente en contra de nuestra misión. Y en segundo lugar, sólo una mente irreligiosa puede concebir la idea de matar curas.
– Bueno, pues a ver si se le ocurre algo mejor -dijo Juremi con maldad.
Poncet se levantó y dio unos pasos por el patio hasta el límite de la oscuridad, antes de volver junto a sus compañeros.
– Tenemos que irnos esta noche -dijo.
– ¡Irnos! -exclamaron los otros dos, por una vez al unísono.
– Sí, irnos. Tenemos dos días y dos noches por delante. Hay que pensar en algo para engañar a los espías de los capuchinos y hacerles creer que seguimos en la ciudad. Y entretanto, les tomaremos tanta ventaja como podamos.
– No conocemos la región -dijo el padre De Brévedent.
– Y la caravana no sale hasta dentro de una semana -añadió el maestro Juremi.
– No esperaremos a la caravana. Hadji Ali nos servirá de guía.
Poncet descubría sus propias respuestas a medida que las enunciaba, como los candidatos a los que la emoción no deja reflexionar y que sin saber cómo y casi a su pesar se oyen pronunciar ante un tribunal las palabras esperadas.
– Quedaros aquí-dijo-; preparad vuestro equipaje, lo mínimo. Yo voy a buscar a Hadji Ali.
Antes de que tuvieran tiempo de asimilar la noticia, él ya se había ido. No se veía casi nada fuera. Jean-Baptiste se deslizaba entre las sombras y tropezó con las piedras que pavimentaban el callejón. Afortunadamente bastaba caminar en línea recta para llegar a la gran explanada de arena que habitualmente ocupaban las caravanas que hacían un alto en la ciudad. Se escurrió entre las tiendas y llegó a la de Hassan El Bilbessi. Como había supuesto, Hadji Ali estaba sentado en unas esterillas dispuestas sobre el suelo de arena, platicando con el jefe de la caravana y otros mercaderes. Tras saludar a todo el mundo y beber también un vaso de té hirviendo, Poncet pidió permiso para hablar un momento a solas con Hadji Ali sobre un asunto urgente. Al final consiguió arrancar de mala gana al camellero y lo arrastró a su casa. Le ofreció asiento en el patio, en el mismo sitio donde unos minutos antes habían conversado los tres.
– ¿Qué ocurre? ¿Por qué está tan inquieto? -preguntó Hadji Ali con expresión sombría.
– Tenemos que marcharnos esta noche -dijo Poncet.
– ¿Esta noche? -repitió Hadji Ali, sonriendo con ironía y dejando al descubierto su dentadura mellada.
– No estoy bromeando.
– Es una pena -dijo Hadji Ali con un tono guasón-. ¿Van a irse solos?
– No, contigo.
– ¡Me parece una idea genial! Sin duda el Profeta ha tenido el acierto de prohibir las bebidas fermentadas, que le hacen concebir ideas peregrinas.
– No he bebido ninguna bebida fermentada -se quejó Jean-Baptiste-, y te aconsejo que escuches lo que voy a decirte si no quieres que mañana te azoten y te metan en prisión.
– ¿Y quién me va a meter en prisión?
– El Rey.
Hadji Ali empezó a ponerse serio.
– El asunto es el siguiente. ¿Te acuerdas de que el cónsul de Francia se opuso en El Cairo a que te marcharas con los capuchinos?
– Lo recuerdo muy bien.
– Pues tenía razón, y lo que te dijo sobre ellos era verdad. Pero es gente tenaz. Han enviado a dos de los suyos en tu busca para vengarse y te han encontrado.
– ¿Aquí?
– Sí, aquí. Esos curas tienen una casa en esta ciudad, y el Rey de Senaar les tiene en tanta consideración que los protege.
Hadji Ali empezó a asustarse. Se le notaba abatido y con una expresión que inspiraba lástima.
– Pero ¿cómo pueden estar furiosos conmigo? -preguntó.
– Están furiosos con todos nosotros. Se han propuesto impedir a toda costa esta misión. Mañana irán a decirle al Rey que no somos médicos sino simples charlatanes, y el Rey los creerá. Y lo que es peor, dirán que hemos sido enviados por Luis XIV, y nos meterán en prisión.
– ¡Ay de mí! -gimió Hadji Ali, que en su fuero interno calculaba qué parte de esos infortunios podrían recaer sobre él.
– Y a ti que has mentido al soberano, a ti que nos has presentado como médicos francos, a ti te meterán en prisión y te azotarán.
– Yo diré que no sabía nada -protestó el camellero.
– Los capuchinos han visto al cónsul en El Cairo y saben lo que sabes. -Luego, mirándole a los ojos, añadió-: Y si no lo dicen ellos, nosotros lo demostraremos.
Aunque Jean-Baptiste pronunció esta última frase con el semblante más imperturbable que pudo, no resultó muy convincente. Hadji Ali conocía bien a sus semejantes y sabía por instinto que Poncet no haría nunca tal cosa, ni siquiera contra su peor enemigo. No obstante, la frase dio resultado a través de un extraño rodeo, pues habida cuenta de que había conseguido despertar la suspicacia del mercader, todo lo demás parecía auténtico. Hadji Ali no dudaba de que los tres francos fueran un peligro real y sopesó sus propios intereses. Le bastó una breve reflexión para estimar que no ganaría nada con su muerte. A lo sumo, si los liquidaban en pleno desierto, podría encargarse de su traslado. Pero lo primero que haría el Rey de Senaar, si los encarcelaba, sería apropiarse de sus bienes.
Hadji Ali pensó que lo mejor para él sería llevarlos hasta el Negus y recibir de él una gratificación real, pues el soberano abisinio seguramente quedaría complacido por los servicios de Poncet. De paso se ganaría el reconocimiento de los francos de El Cairo. Sí, era evidente que le interesaba más salvar a los viajeros. Además, si partían de Senaar a todo correr se verían obligados a abandonar parte de su cargamento, y Hadji Ali podía convertirse en su beneficiario. La decisión por lo tanto estaba tomada. No obstante debía exponerla como si se tratara de un penoso sacrificio, para sacarle a Poncet una buena tajada.
Hadji Ali empezó a gimotear y se enjugó el sudor que le había caído por la frente cuando el franco mencionó el látigo y la prisión. Habló de dinero, y un cuarto de hora más tarde el acuerdo se cerraba solemnemente. Partirían los cuatro, los tres francos y Hadji Ali, con cinco camellos y un mínimo de bultos. Cada viajero llevaría en su montura sus efectos personales y sus armas. El camello de carga transportaría principalmente los regale* destinados al Negus y el cofre de los remedios. Todo lo demás -tenían otros muchos instrumentos científicos, presentes para las autoridades que encontraran ocasionalmente y mudas de recambio- lo dejarían a buen recaudo aquella misma noche en casa de una viuda que acostumbraba consolar al camellero siempre que pasaba por Senaar. La mujer escondería todo hasta su próximo viaje. Hadji Ali exigió finalmente que a partir de ese día los camellos pasaran a ser de su propiedad y que los francos le abonaran en concepto de alquiler una suma previamente estipulada.