A cambio de estas ventajas, Hadji Ali aceptó la escapada, e incluso buscó la complicidad de Hassan El Bilbessi para encubrir la huida. A partir de la mañana siguiente, a cualquiera que le preguntase por los francos, éste respondería que habían ido en busca de plantas al río y que Hadji Ali se había encerrado en el hammam, aquejado de una migraña. Después ya se vería.
Descansaron un poco, aunque no pudieron dormir. A las dos de la madrugada, Hadji Ali, que había ido a hablar con Hassan El Bilbessi, volvió a la casa con un camello que cargaron con dos baúles. Luego, los tres se deslizaron por el callejón a pie detrás del camellero, con sus mantas de grupa y sus sillas. Colocaron los arneses a los camellos que estaban atados lejos de la caravana y se pusieron en camino. La noche era absolutamente cerrada, pero afortunadamente para todos, Hadji Ali conocía bien la región. Nada es tan reconfortante como huir. Ya no tenían miedo. Durante varias horas avanzaron con prudencia, a buen ritmo. La ciudad estaba lejos, y ya no se oían los perros. A su izquierda, la oscuridad exhalaba un aliento húmedo que debía provenir del río. Al rayar el alba, después de haber remontado la orilla del Nilo azul, descubrieron ante ellos unas cabañas de barro seco que emergían de un tapiz de cañas. Unos bueyes sorprendidos, al borde de la ribera, resoplaban como si quisieran alejar más deprisa los últimos retazos de la noche fría. Un puente de troncos franqueaba el Nilo; empujaron a sus bestias y, cuando lo hubieron cruzado, partieron al galope hacia la luz malva de Oriente.
La tranquilidad de Alix y Françoise, que habían adquirido la costumbre de encontrarse todas las mañanas en la terraza de los droguistas, se vio amenazada de repente por la persona aparentemente más inofensiva. El padre Gaboriau, tan apacible, tan dócil a su tratamiento y que tan poco les incomodaba, sufrió un ataque. Un día, a la hora de despertarlo, Alix encontró al pobre hombre en el diván con una mano colgando, un ojo desmesuradamente abierto y la boca torcida.
El viejo sobrevivió, aunque se quedó paralítico y mudo. Su defección estuvo a punto de tener consecuencias fatales para las dos amigas, pues el cónsul se aferró a este pretexto para terminar con aquellas salidas que únicamente había autorizado bajo la coacción más execrable. Su hija apeló al compromiso moral de cara a los «propietarios del laboratorio», pero el diplomático se encogió de hombros. Bonitas palabras para calificar a aquel par de truhanes, pensó. Llegaron casi a los gritos pues Alix dio muestras de una resistencia impropia de ella hasta entonces. Al final obtuvo el permiso para reemprender sus funciones, a partir de entonces en compañía de la señora De Maillet. Entretanto, Françoise permaneció escondida. Desde la primera visita, Alix obligó a su madre a escuchar fastidiosas explicaciones sobre una botánica que iba inventando sobre la marcha, salpicada de innumerables palabras latinas creadas para la ocasión, e interminables paradas frente a las plantas crasas más modestas, que la muchacha elevaba al rango de especímenes únicos en el mundo. La pobre mujer se aburrió tanto que al regresar tenía migraña y dolor de piernas. Aún sacó fuerzas para volver una segunda vez, pero eso fue todo. El aire de aquel invernadero, declaró, era deletéreo para su salud; no obstante, reconoció que resultaba muy beneficioso para su hija. La señora De Maillet persuadió a su marido de que el entretenimiento de las plantas era una pasión inofensiva para Alix y que sería peor contrariarla que complacerla. El cónsul cedió, primero porque no había oído ningún comentario adverso en la colonia a propósito de aquellas visitas, y segundo porque incluso había recibido las felicitaciones de un mercader cuyo hijo tenía un invernadero. Alix, que temió por un momento no poder continuar con sus visitas o ser vigilada más de cerca, obtuvo la benévola autorización de su padre para acudir sola, de modo que a partir de entonces pudo ver a Françoise sin que la vigilaran.
Fue una etapa muy feliz. La joven no era ajena a la completa transformación que se estaba operando en ella. La firmeza que había demostrado frente a su padre en aquel asunto había sido la primera señal.
Al principio hubo cambios muy fútiles. Privada de la amistad a la edad en que es más necesaria, Alix necesitaba tomar la medida de su belleza, de aquel cuerpo que aún miraba con temor, como un caballo de raza del que todavía se ignoran sus aptitudes.
Fue la etapa de probar peinados nuevos, que había que deshacer a toda prisa, al mediodía, «ntes de volver a marcharse. Alix sacaba a menudo del consulado, escondidos en una bolsa, algunos vestidos que sustraía a su madre, y se divertía probándoselos. Ella desfilaba ante su amiga riendo, en aquella terraza sombreada donde crecían los naranjos. Más allá de las nociones generales y vagas sobre la belleza, Françoise enseñó a la joven a discernir y a valorar cada detalle. Alix estaba radiante.
Con el paso del tiempo, le manifestó su gratitud a Françoise por haberse mostrado tan paciente y alegre durante aquel largo período en que se había descubierto con tanta ingenuidad.
Sin darse cuenta, había pasado esta primera página. Alix conocía sus cualidades, ya no dudaba de ellas y sabía hasta dónde llegaban. Surgió entonces una seguridad en sí misma, nueva e intensa, que disimuló conservando la modestia de sus formas y sus propósitos. Su madre no vio nada, como de costumbre. Alix se dio cuenta de que la pobre mujer, a quien lamentablemente apenas conocía, tenía poco que enseñarle. ¡Qué diferencia con Françoise, que había tenido una vida de auténtica novela! Había nacido cerca de Grenoble en el seno de una familia acomodada; su padre era mercader de grano. Françoise se había vengado del poco caso que aquella buena gente había prestado a su hija, abandonándolos para seguir a un hombre treinta años mayor que ella. No tenía oficio pero los había ejercido todos, gastaba mucho sin ser rico, y todo a cuenta del padre de Françoise. Aquel apuesto amante hablaba bien, había estado en Oriente e Italia y se la llevó con él. Éste fue el principio de un sinfín de aventuras interminables que ella refería a retazos, como en Las mil y una noches. Fuga, fortuna, viaje, miseria, y amor. Exilio, mentira, juego, y más miseria. Cuando llegaron a El Cairo ya no se entendían. Todo resultó cada vez más triste hasta que el hombre murió, de forma vergonzosa, lejos de ella, en la ciudad árabe. De este período errante Françoise recordaba imágenes, anécdotas y algunas pautas de conducta. Aludía a los preceptos como si nunca más tuviera que aplicárselos a sí misma, como si la edad y la indiferencia la hubieran vuelto imperturbable. No obstante, Alix reparó en que siempre se emocionaba al mencionar al maestro Juremi cuando ésta hablaba de su trabajo en casa de los droguistas.
– ¿Le ama? -le preguntó al fin la joven.
– No puedo hablarle con menos franqueza de la que exijo de usted -respondió Françoise-. Es un hombre emprendedor, bueno, y sí, creo que le amo.
– ¿Se lo ha dicho?
– Se nota que no lo conoce usted. Es taciturno y gruñón. Veinte veces se me ha ocurrido la idea de hablar de ello. En ocasiones he pasado toda la noche pensando en cómo se lo iba a decir, pero cuando a la mañana siguiente me mira con sus ojos negros, me quedo sin fuerzas. ¿Se da cuenta? Me las doy de mujer experimentada, pero usted me lleva la delantera.
Esta simple confesión tan sincera daba aún más valor a todos sus relatos. Françoise era dueña de sus audacias y de sus flaquezas, de la pasión a la que había obedecido hasta el final y de la que todavía no se había atrevido a despertar.
Alix la admiraba. Su padre se habría escandalizado sobremanera ante tales sentimientos para con una sirvienta. Pero Alix la veía de otra forma. Era una mujer libre, que había pagado muy cara su libertad y que no lamentaba nada.
Hasta entonces, Alix no había pensado nunca que una mujer pudiera hacer otra cosa que someterse. Pero Françoise le mostraba un ejemplo distinto y su influencia alentaba nuevos sueños, que seguían caminos inciertos y caóticos. Cada vez que Alix se imaginaba libre, se hacía la ilusión de estar con Jean-Baptiste. Al principio lo achacó a que no tenía a nadie más en quien pensar. Sin embargo, Françoise la desengañó.
– Un hombre que se ha apropiado de sus sueños hasta ese punto no saldrá de ellos tan fácilmente -dijo sacudiendo la cabeza.
7
Avanzaron durante veintiún días. Al principio se obsesionaron tanto con la idea de que el Rey de Senaar y sus tropas iban tras ellos que creían ver la manifestación de su fuerza por todas partes. Le temían hasta tal extremo que le atribuían un poder muy superior al que en realidad tenía. Por fin, al cabo de una semana se convencieron de que nadie los seguía, y que tampoco les llevaban la delantera los temibles espías del Rey, a menos que tuvieran alas. Lo único cierto era que se habían perdido en aquel inmenso reino de arena y que su enemigo real no era el monarca invisible ni los pérfidos capuchinos sino los parajes sin agua y sin alimento que recorrían sin detenerse a descansar.
La región era completamente plana; las vastas llanuras áridas sembradas de pedruscos abrasados por el sol alternaban con una especie de valles quese prolongaban a lo largo de ríos de arena. Sólo llovía una vez al año con gran intensidad, y elsuelo absorbía la tromba sin darle tiempo a sumarse al curso de otras aguas. La densa vegetación de los valles se componía de bambúes, juncos y chumberas, que florecían en aquella estación, además de aloes y acacias. Unos tupidos mantos de espinos e impenetrables zarzales de cardos hacían poco agradable el lugar, y más de una vez fue imposible atravesar toda aquella maleza.