Выбрать главу

Como habían reducido su equipaje al mínimo, los fugitivos no tenían nada con qué protegerse; ni tienda ni hamaca ni manta, así que dormían en el suelo. En los parajes desérticos les intimidaban las arañas, los escorpiones y el veneno de los áspides. Cuando podían abrirse camino por aquellos valles umbríos quedaban expuestos a los mosquitos, las grandes serpientes constrictor y todos los bichos que el Creador había imaginado para alejar al hombre de aquellas soledades y mandarlo nuevamente al lado de sus semejantes, a pesar del temor que éstos pudieran inspirarle. Pocos días después de la fuga, el padre De Brévedent sufrió la picadura de una araña gigante en el tobillo. Poncet le administró un remedio que le alivió el dolor, pero la inflamación se le extendió por toda la pierna y tuvo fiebre, de modo que el viaje le resultó extremadamente penoso. Después el mal fue remitiendo y el cura empezó a sentirse mejor, aunque continuó estando muy débil.

Mientras creyeron que los perseguían evitaron los pueblos, que por otra parte no eran más de cuatro chozas donde vivían los pastores, y sólo se acercaban a los pozos al caer la noche para llenar sus odres. Pero cuando hubieron agotado el saco de habas que habían llevado consigo desde Senaar, capturaron un ternero que pastaba solo en un campo. Hadji Ali le dio muerte de acuerdo con sus ritos y luego mandó a Joseph que lo descuartizara. Muerto por un musulmán, guisado por un católico y degustado por un protestante; resultaba difícil imaginar un ternero más ecuménico, a menos que un rabino hubiera roído los huesos. Aún estaban cargando los cuartos restantes en las monturas cuando, para su desgracia, una partida de negros armados con azagayas y cortas espadas de bronce se abalanzó sobre ellos, tras ser alertados por un labriego que les había estado observando. Al ver la cantidad de asaltantes, Poncet pensó en escapar de allí cuanto antes, pero el maestro Juremi ya había echado mano a su espada y gritaba:

– ¡A mí, señores!

De modo que Jean-Baptiste cogió otra arma y acudió en ayuda de su amigo para luchar contra los dos primeros indígenas que encontraron. Ambos manejaban las espadas con tanta rapidez que parecían invisibles, y esto sorprendió tanto a los dos guerreros desnudos que fueron atravesados de parte a parte, mientras miraban a los blancos con grandes ojos incrédulos. Un instante después, los dos negros fueron relevados por otros dos, visiblemente divertidos por tan curiosa y sorprendente refriega. Era evidente que el sonido metálico de las armas les excitaba. Los restantes indígenas, colocados en un gran círculo, presenciaban los peculiares combates como si se tratara de un festejo. Los dos extranjeros se movían con agilidad al abrigo de aquellas largas cuchillas de hierro que revoloteaban en el aire como las alas de una libélula, mientras sus adversarios paraban los golpes con la ayuda de pesadas lanzas, aunque algunos se protegían también con un minúsculo escudo de cuero. Y cuando eran alcanzados, continuaba el relevo. Aquello era probablemente el final, pues más de doscientos negros pateaban el suelo haciendo tintinear los anchos brazaletes que todos lucían en los tobillos. Poco a poco el círculo se fue cerrando alrededor de Poncet y su compañero, y éstos empezaban a pensar que en cuanto el cansancio los abatiera, sus asaltantes sólo tendrían que ir a recoger sus cuerpos desarmados y sin aliento. De repente, al darse la vuelta en pleno duelo, Poncet reparó en que Joseph se hallaba fuera del cerco, junto a los camellos; estaba con los brazos caídos, sin saber qué hacer.

– ¡Las pistolas! -le gritó Poncet. El jesuíta contemplaba la escena pasmado-. En mi montura. Empuñe las pistolas cargadas y dispare.

El círculo se cerraba lentamente. Unos minutos después Poncet sólo atinaba a ver el polvo del suelo y un sinfín de piernas desnudas y delgadas que seguían el ritmo con los pies.

De repente resonaron dos disparos. Los negros no se movieron. Tras treinta largos segundos de silencio emprendieron la huida a toda prisa, dejando atrás los heridos y las armas.

El padre De Brévedent tenía aún las pistolas en las manos y las veía humear con una expresión de espanto.

– Bien -dijo el maestro Juremi acercándose al supuesto Joseph-, esto sí que es un triunfo. Con dos pistolas, uno es aquí rey. Insistiendo un poco, estoy seguro de que hasta se harían católicos.

El jesuíta se encogió de hombros.

Encontraron también a Hadji Ali, que en su afán por observar todo aquello desde lejos se había abalanzado sobre un zarzal. Hadji Ali suplicó a Poncet que aliviara sus múltiples y profundos rasguños y se sometió a la cura con el estoicismo de un mártir. De los cuatro, el único que resultó herido en aquella breve y victoriosa campaña fue él.

Tras considerar que ya se habían librado de la sombra vengativa del Rey, Jean-Baptiste creyó oportuno dejar de esconderse. Y efectivamente fue lo mejor, pues los indígenas se habían mostrado más recelosos con ellos al verlos merodear por los alrededores de sus villorios que si se hubieran comportado como viajeros corrientes. Desde que se dejaron ver, la vida les resultó algo más fácil pues las tribus los acogieron con una curiosidad condescendiente. Cuando veían venir de lejos a aquellos seres blancos, los indígenas se acercaban temerosos a tocarlos, y aunque los miraban con perplejidad eran muy hospitalarios. Los negros que los habían atacado lo habían hecho porque se habían apoderado de uno de sus bienes a escondidas. Sin embargo, bastaba con hacer cualquier petición en un tono amistoso para que les facilitaran todo cuanto tenían. Prueba de ello es que proporcionaron a los viajeros chozas donde cobijarse, galletas de mijo y grandes cuencos de leche mezclada con sangre fresca de buey, plato que aquellos negros consideraban como un manjar de dioses. Fueron tan obsequiosos que incluso llegaron a poner a su disposición las más bellas doncellas de su parentela. Pero después de cabalgar horas y más horas, Poncet y el maestro Juremi caían rendidos en cuanto se acostaban, y no tenían más deseo que el de abandonarse al sueño; le hacían un sitio a la cortesana con la que habían sido honrados para pasar la noche y roncaban con ardor. Con todo, antes de dormir nunca se olvidaban de mostrar brevemente su anatomía a sus acompañantes, pues éstas les habían explicado que uno de sus cometidos más importantes consistía en informar a la comunidad, al día siguiente, de qué color tenían los viajeros sus atributos íntimos. Dado que hasta entonces habían carecido de testimonio directo, los indígenas se resistían a admitir que sus intimidades fueran también de aquel extraño color blanco.

El padre De Brévedent, a quien sus compañeros le habían aconsejado obrar como ellos, y sobre todo que no se le ocurriera rechazar aquellos honores, se pasaba la noche dando gracias a Dios por miedo a sufrir el asalto de aquella criatura en el momento más inesperado. Mal repuesto de su inflamación, y debilitado por tantos avatares, el jesuíta acabó de quebrantar su salud con aquellas veladas febriles. El maestro Juremi le hizo notar con ironía que para defender su castidad no era preciso seguir al pie de la letra la máxima ignaciana «Perinde ac cadaver». Pero fue en vano.

En cuanto a Hadji Ali, que no habría sido tan remilgado, las espinas le habían dejado tantas cicatrices que respondía con gritos al más mínimo roce, y se limitaba a ironizar sobre las costumbres de aquellos salvajes, mientras lamentaba hipócritamente que el islam no las hubiera enmendado todavía.

Avanzaron cinco días más, de villorio en villorio, hasta llegar a Grefim, un pueblo anegado en la sombra de las palmeras, cuajado de flores y frutos como guayabas, granadas, aguacates y naranjas. Los loros y otros pájaros de vivos colores poblaban el arbolado en vez de los horribles buitres que habían sido la única compañía de los viajeros durante todo el viaje.

Aún tuvieron que hacer dos breves etapas por el desierto antes de llegar al fértil valle de Semonée, que conducía a Serké, un gran asentamiento comercial rodeado de colinas blanquecinas debido a sus plantaciones de algodón. En el centro de la ciudad había un bullicioso mercado en el que se apilaban los productos hortícolas traídos de los alrededores, muy colorista además debido a la vistosidad de las telas de algodón teñidas con pigmentos crudos, carmín, índigo o azafrán que se tejían en la ciudad. El mercado desprendía un olor a especias, y los puestos exhibían las abundantes plantas aromáticas de Etiopía. La ciudad estaba bordeada por un estrecho curso de agua franqueado por un puente. Al otro lado se hallaba Abisinia, una tierra cuyos altos relieves parecían difuminarse en una bruma polvorienta.

Cruzaron el puente a las seis de la tarde. Aunque nada había cambiado a su alrededor, en cuanto pusieron el pie en la otra orilla no pudieron contener su entusiasmo y empezaron a dar gritos de alegría. Poncet abrió el cofre de los remedios y sacó un frasco que había reservado para aquel gran día. Se sentaron al pie de una ceiba cuyas monstruosas raíces, triangulares como las aletas de un escualo, podían servir de espaldar e incluso de reclinatorio. Jean-Baptiste destapó el frasco, brindó por la llegada a Abisinia y echó un gran trago antes de pasarle el frasco al maestro Juremi, que hizo lo propio. Estaban degustando el mismo remedio que había apaciguado tan deleitosamente al padre Gaboriau en su diván. Hadji Ali, que nada más pisar las tierras cristianas del patriarca ya parecía menos musulmán, ingirió una dosis doble. Joseph no quería beber, así que le animaron. Diez minutos después tuvo un vómito de sangre. Como estaban muy preocupados por esta súbita indisposición del cura, Poncet le preguntó al camellero si sabía a qué distancia se hallaban del pueblo abisinio más próximo donde poder detenerse el tiempo necesario para cuidar del enfermo a la sombra de una ceiba, o en una casa si es que encontraban alguna.

Hadji Ali dijo que no había ningún pueblo cerca y que sería más provechoso seguir la ruta pues la capital no estaba muy lejos. Saltaba a la vista que el mercader quería llegar cuanto antes y que, a sus ojos, la vida de un servidor no era un motivo suficiente para perder ni un minuto.

El jesuíta fue del mismo parecer y restó importancia a la gravedad de sus males.

– Enseguida empezaremos a ascender hacia las montañas -dijo-. El aire fresco de las alturas seguramente me sentará mejor que un alto en este asfixiante desierto.

Rápidamente se pusieron en marcha. Una hora después llegaron a una llanura y empezaron a internarse en un ancho valle poblado de cañizales y ébanos. Conforme empezaron a remontar un angosto sendero, la vegetación fue tornándose más frondosa, así que aprovecharon un claro al borde del camino para pernoctar. En medio de la noche fueron despertados por un espantoso rugido y unos gritos agudos, pero puesto que había desaparecido la luna inundándolo todo de oscuridad, juzgaron que lo más prudente sería quedarse todos juntos y esperar a que se hiciera de día. Al alba comprobaron que faltaban dos camellos. También vieron un enorme charco de sangre en una hondonada. Sin duda, un león había atacado a una de las bestias y la había devorado. Doscientos metros más abajo encontraron a la otra, que había roto su cabestro llevada por el pánico.