Выбрать главу

Reemprendieron su camino a través de la espesa vegetación, conscientes de que la vida salvaje que imperaba allí era más amenazadora aún que la del desierto.

Habían perdido una montura, de modo que alguien tenía que ir andando. Como era de esperar, el jesuíta fue el primero en ofrecerse, a pesar de que se había quedado muy delgado, tenía fiebre y se le empezaban a hinchar las piernas. Poncet se negó en redondo.

– Déjeme -dijo el padre De Brevedent-. No sea tan considerado. Sólo soy un servidor, no lo olvide. Si me trata de otra manera, despertará sospechas.

Pero esta vez no lo escucharon. El maestro Juremi lo empujó hacia la silla con cierto desdén, y en esta ocasión fue él quien caminó junto a la caravana.

Tardaron algún tiempo en recorrer aquel valle cada vez más exuberante, donde de vez en cuando aparecían sicómoros de diez pies de diámetro. Por la noche se turnaban para hacer guardia junto al fuego, con una pistola en la mano y con los camellos junto a ellos. Al llegar al final del valle advirtieron de pronto que se encontraban en otro más ancho aún que parecía abarcar el primero y hasta prolongarlo. El aire de la mañana era fresco y agradable debido a la altitud, y las noches frías y húmedas. Al franquear el minúsculo desfiladero que separaba un valle del otro descubrieron un panorama suntuoso a sus espaldas: una larga y serpenteante cicatriz jalonaba las verdes ondulaciones de la montaña perfilando el camino que los había conducido hasta allí. Como una lengua de mar que va a morir a una ribera arenosa, la mole de rocas y árboles se ondulaba, avanzaba y se precipitaba como una cascada sobre la llanura gris del desierto que ahora se veía desde lo alto. Desde lejos, una maraña de palmeras y la mancha blanquecina de unos campos de cultivo sugería un manto de espuma que aquella ola vegetal hubiera dejado atrás con la resaca.

En la ladera del valle en que ahora se encontraban, unas nabeas y unos olivos silvestres conformaban casi toda la vegetación. Oyeron el canto de una alondra y vieron un buen número de arrendajos y picamaderos en los árboles. El sendero ascendía con sinuosidades abruptas; en ocasiones se torcía y se retorcía dos o tres veces por encima de sus cabezas. Desde que pisaron tierra abisinia no habían encontrado ninguna choza ni se habían cruzado con nadie, salvo con unas pobres gentes medio desnudas y horrorosamente rudas que caminaban encorvadas por el peso de grandes sacos de yute repletos de carbón vegetal.

De noche continuaron haciendo guardia por turnos, a pesar de que la naturaleza parecía más benévola. Y durante el día no vieron a ninguna fiera, aparte de unas manadas de monos muy negros y flacos con los brazos tan largos como las piernas, y tan hábiles con unas extremidades como con las otras.

Por fin dejaron atrás el bosque y llegaron a una pradera que se extendía como una alfombra de flores amarillas en la que crecían algunos árboles dispersos; los alrededores también estaban poblados por coniferas y baobabs enanos. Hacia lo alto se veía una pendiente muy escarpada, y más allá una muralla que recortaba limpiamente las cimas, festoneando el altiplano. Conforme se acercaban, vieron erigirse por encima de ellos una especie de empalizada negruzca que discurría por las crestas como si fuera una fortificación. A sus pies, grandes bloques de basalto desprendidos por culpa de alguna gigantesca fractura habían rodado hacia la pendiente para luego quedar suspendidos allí. Bajo el manto de aquella mullida pradera brotaban aquí y allá manantiales de agua fresca. En este anfiteatro de verdor, desde donde se avistaba el ribete de basalto de la meseta, tan cercana ya, todos se abandonaron a un placentero descanso. Se tendieron sobre la hierba esponjosa, bebieron agua clara, se caldearon al sol, dejándose acariciar por una dulce brisa, y se quedaron así prácticamente una jornada entera, silenciosos, somnolientos y con la mirada ausente. Ellos, que hasta entonces sólo habían pensado en sobrevivir en aquellas tierras hostiles, admiraban ahora el cielo completamente sobrecogidos.

Jean-Baptiste tenía la sensación de que todos rezaban. Hadji Ali lo hacía ostensiblemente, arrodillado hacia La Meca. El padre De Brèvedent tenía los ojos entornados, como quien escucha desde profundidades insondables el canto de las trompetas sagradas alabando el poder yla gloria del Altísimo. Lejos de su iglesia y de sus pompas, el jesuíta tenía más dificultades que nadie para soportar aquellas soledades.

El maestro Juremi, ligeramente apartado de los demás, sacudía la cabeza, movía los labios y de vez en cuando miraba al cielo con semblante adusto, sentado en un peñasco. Poncet conocía muy bien a su amigo y sabía que ésa era su manera de rezar. La mirada atenta de su Dios le seguía siempre a todas partes, así que la plegaria sólo reflejaba el momento en que su Dios y él tenían algo concreto que decirse. El maestro Juremi no se andaba con rodeos; estimaba que el Creador tiene tantos deberes hacia sus criaturas como al revés, y acaso más, porque como decía el hombre, «después de todo, fue él quien comenzó». Por esta razón, cuando una injusticia le soliviantaba, el protestante no vacilaba en pleitear directamente con Dios; se empeñaba en llevarle la contraria, e incluso le exigía explicaciones imperiosamente.

Jean-Baptiste, por su parte, daba gracias a las fuerzas invisibles del Cielo y de la Tierra, aunque para él no tuvieran ni nombre ni rostro. Durante un buen rato pensó en Alix con la deliciosa sensación de que por aquel camino se acercaba cada vez más a ella.

8

Antes de emprender la última subida que conducía al altiplano se desprendieron de su indumentaria europea (unos calzones harapientos y sucios y una camisa empapada cien veces en pozos, lagunas y torrentes de montaña que se había endurecido a consecuencia del polvo incrustado indefectiblemente en la tela). Los tres se vistieron con ropas moras, es decir, con una larga túnica azul y un turbante. A sabiendas de que los abisinios estaban acostumbrados a ver pasar caravanas por su territorio, Hadji Ali tenía en mente presentar a los francos como humildes camelleros para evitar que se mostraran hostiles con los viajeros.

Al cabo de dos horas llegaron al pie de la muralla de basalto; la bordearon hasta encontrar un punto de fisura entre aquellas columnatas de basalto parduzco que se erigían derechas como las estacas de una empalizada. En el extremo del sendero escarpado que serpenteaba a través de los bloques de piedra había un pueblo suspendido en el borde de la meseta.

Apenas dejaron atrás unas breñas, vieron una iglesia octogonal con un tejado puntiagudo y una cruz en el remate. Cuando pasaron por allí estaban celebrando un oficio, y en la quietud de aquel aire lleno de pureza se distinguía el eco lejano de unas voces agudas y salmódicas.

La ciudad era simplemente un gran poblado en el que vivían esclavos y labradores. Todos iban con la cabeza descubierta, llevaban una piel de cabra en los hombros y un paño de algodón blanco alrededor de los ríñones. Estos hombres tenían la tez más clara que los negros con quienes se habían topado hasta entonces.

En los tiempos lejanos en que el reino de Senaar era cristiano, el pueblo había sido un puesto fronterizo en una ruta de gran actividad comercial. Eso explicaba las murallas en ruinas que habían franqueado antes de adentrarse en la población. Hadji Ali condujo con paso decidido a los francos hasta la casa de un conocido suyo que era mercader y que los acogió con aire de conspirador. A la luz del crepúsculo, nadie se extrañó de verlos pasar, sobre todo porque Hadji Ali, que era asiduo del lugar, había tenido la precaución de descubrirse el rostro para que todos pudieran reconocerle.

Al día siguiente, el mercader que les había alojado compró sus camellos y les proporcionó unas mulas a cambio, pues las etapas del desierto habían concluido por fin. Evidentemente hubo que agregar un poco de dinero. Ya fuera por la hermosa noche que había pasado al aire libre, en una cama de sisal trenzado dispuesta en el patio del mercader, ya fuera por el efecto reconfortante de la cruz que había visto en lo alto de la iglesia, lo cierto es que el padre De Brévedent se sintió bastante mejor por la mañana. Hadji Ali fue a pagar el awide, el tributo que cobraban dos funcionarios del Emperador en la ciudad, y volvieron a emprender viaje a primera hora de la tarde.

Durante el camino atravesaron una landa con suaves ondulaciones poblada de brezos en flor, avena silvestre y juncos. Después pasaron por un bosque de cedros muy ventilado que parecía una nave; los troncos lisos hacían las veces de pilares, y estaba cubierto por una inmensa bóveda de ramas entrelazadas. Las mulas avanzaban con un trote ligero y regular sin necesidad de azuzarlas; después del oscilante vaivén de los camellos aún apreciaron más aquellas monturas tan agradables. Al sol, el aire era cálido pero tan puro que en comparación con la polvareda del desierto parecía fresco y vivificante. El menor atisbo de una sombra, ya fuera la de un árbol o la de una nubécula, producía una sensación de frescor inesperado que recordaba curiosamente a Europa. Sin embargo, el vigor que emanaban allí los elementos fue poco beneficioso para los viajeros. La sequía y los miasmas del trópico habían inflingido a sus cuerpos muchos tormentos, y la salud les ajustaba las cuentas ahora que tenían la paz necesaria para que sus cuerpos revelaran todas sus carencias. La primera noche, cuando pararon para dormir en una aldehuela con unas cuantas chozas, el maestro Juremi llamó a Poncet y le mostró su pierna. Por encima del tobillo apuntaba la cabeza de un gusano de faraón a modo de un lacito blanco a través de un cráter de carne roja. Jean-Baptiste pidió una pluma de ave; enrolló con suavidad el primer segmento del parásito en la pluma y lo inmovilizó bajo una venda.Jean-Baptiste estaba también en un estado penoso. Padecía temblores y le dolían la espalda y las articulaciones. Se durmió tiritando. Al día siguiente advirtieron que el jesuíta había empeorado más aún a consecuencia del mal que le aquejaba. Tenía los labios resecos, sufría accesos de tos y la frente rezumaba un sudor helado. Incluso Hadji Ali, tan acostumbrado a los rigores de los viajes, solicitó a Poncet un remedio para aliviar una indisposición intestinal.