De todos modos no era el momento de demorarse en aldeas como aquélla. Estaban convencidos de que recuperarían la salud en la capital, Gondar, que sólo estaba a cinco días de marcha. Hicieron el recorrido medio inconscientes y trastornados por la fiebre, de tal manera que aquel estado de aturdimiento no hizo sino acentuar aún más el impacto del fabuloso espectáculo que habría de coronar la última parte del viaje. Las lagunas de sus recuerdos, una percepción difusa, y el eco de las emociones que la enfermedad hacía resonar en sus cuerpos se confundían abigarradamente a la vista de aquellos paisajes que les causaron una impresión tan fuerte como turbadora.
El altiplano levemente ondulado por donde pasaban se les antojó el zócalo natural de la tierra que se erigía como una cuenca de creta a orillas de un mar. Cuando bordearon el punto más extremo de la meseta y miraron hacia abajo, no pensaron en la altura; sólo repararon en los abismos monstruosos de aquel valle profundo y difuminado en una bruma de polvo y vapor que revelaba las entrañas humeantes de la tierra. Al cabo de un instante, tan pronto como el sendero se alejó del precipicio, vieron emerger de la superficie de la meseta una montaña esculpida, poblada de vegetación, y con la cima pelada, estéril y glacial, conforme ascendía hacia el cielo. En ciertos lugares, estos picos sugerían gigantescos colosos de piedra gris que a veces se descoyuntaban por bloques.
En ocasiones ambos efectos eran simultáneos, de tal manera que el sendero bordeaba el abismo por un lado, mientras por el otro se imponía la soledad altiva de una montaña de pórfido.
Salvo los campesinos que vivían en las pequeñas aldeas donde hicieron alto noche tras noche, no encontraron en su camino a nadie más. Una pareja de águilas estuvo planeando toda la jornada por encima de sus cabezas. Vieron excrementos de elefantes, pero en ningún momento se toparon con ellos. Un día descubrieron una manada de agazares, las cabras montesas que los abisinios consideran un auténtico manjar. Hadji Ali animó a Poncet a que matara una con la pistola, pero éste tenía demasiadas náuseas para pensar en cazar.Por fin llegaron a la ciudad de Bartcho, a medio día de viaje de Gondar. Hadji Ali se enteró allí de que el Emperador no estaba en la capital pues se había ido a sofocar una rebelión en una provincia.
– Es inútil presentarse ahora en Gondar-dijo Hadji Ali-. Será mejor que esperen aquí hasta que regrese el Rey. Tengo un amigo que los esconderá en su casa. Entretanto yo iré a la ciudad y volveré a buscarles en el momento oportuno.
Poncet confiaba muy poco en las palabras del camellero. No le perdonaba que les hubiera robado todo cuanto tenían. En aquel momento sus pertenencias se reducían a los presentes destinados al Rey de Reyes. Todo lo demás había pasado a manos del mercader, quien incluso tuvo la desfachatez de recordarles que las túnicas moras que llevaban eran suyas. También les dijo que contaba con que se las devolvieran en cuanto el Emperador les hubiera gratificado con la primera bolsa de oro. Jean-Baptiste vio partir a Hadji Ali, con el corazón encogido por miedo a que pudiera abandonarlos a su suerte. Afortunadamente ya empezaban a encontrarse mejor. Cada día, el maestro Juremi se prestaba a que le extrajeran un poco más el gusano de faraón, y pronto estaría curado. En cambio, la salud de jesuita era gradualmente más preocupante. La casa donde Hadji Ali los había alojado estaba construida sobre estructuras cuadradas de madera provistas de barro, paja y excrementos de vaca como material de relleno, y el suelo era de tierra batida. No era el lugar más idóneo para cuidar a un enfermo, pero no había otro. Tendido en su camastro, el pobre Joseph parecía hundirse en la tierra un poco más cada día. El infeliz no había sabido medir sus fuerzas. La misión, fruto de tantos desvelos, le había inducido a creer que un hombre estudioso como él, habituado a la apacible quietud de las bibliotecas, podía convertirse en un esclavo capaz de resistir todas las penurias que hicieran falta. Sin embargo, su paulatina flojera le preparaba para la enfermedad, de la misma manera que la sequía abandona la pineda al incendio. A decir verdad, el jesuita daba lástima. No había más que ver aquel cuerpo enjuto y retorcido como un sarmiento. Respiraba con la boca abierta; tenía los labios requemados por el viento y exhalaba un hálito febril. Jean-Baptiste y el maestro Juremi se turnaban para estar a su cabecera. Pero a pesar del trato bondadoso que el protestante brindó al paciente, éste dio pruebas más que suficientes, mientras estuvo consciente, de la aversión que le inspiraba aquel hereje. En tanto creyó que podía recuperar la salud, Brèvedent se aferró a una idea fija: cumplir su misión. Y durante horas, una voz taciturna que a veces parecía emerger de un insondable delirio, evocaba la gran obra de llegar a convertir Abisinia.
– Es preciso -decía- profundizar en las tradiciones, en los usos y las costumbres, y en la lengua. Sí, sobre todo en la lengua. En cuanto lleguemos, lo primero que haré será estudiar su idioma. He adquirido ciertas nociones en Francia, aunque lo cierto es que nadie lo habla. La lengua es el medio de persuasión más efectivo. Después me aplicaré en las creencias para conocerlas a la perfección… Ahí radica el secreto. En Europa, la Iglesia ha sabido trocar algunas ceremonias de cultos paganos en actos solemnes de fe verdadera… aunque conservando los mismos lugares, las mismas fechas y las mismas imágenes.
A veces se agarraba con fuerza a quien lo velaba, e incluso llegó a dirigirse al maestro Juremi, creyendo que era Poncet.
– No vamos a repetir los errores de nuestros antecesores, ¿verdad? Antes de convertir al Rey tenemos que granjearnos la simpatía del clero y del pueblo…
En esta agonía, el jesuita sacó a relucir la parte más recóndita de su alma y reveló hasta qué punto su modestia y su resignada humillación no eran sino la cara oculta de su desaforada soberbia. Muy pronto fue evidente que la obediencia estricta que practicaba para con su orden y la renuncia a sus deseos personales, sólo tenían por objeto servir a unos designios incommensurables y a una ambición de poder ejercida desde una colectividad. No cabía engañarse; si había aceptado hacer de sirviente era porque pensaba que desde ese rango le resultaría más fácil manipular al Rey primero y a su imperio después. Pese a los ánimos y los cuidados de Jean-Baptiste, la enfermedad siguió su curso y en cuanto el jesuíta se convenció de que todo era en vano, dio rienda suelta a su pasión por la obediencia. Sin embargo, como ya no le ataban las cadenas de su misión, se sometió a los designios de la Providencia, se abandonó a la enfermedad que ésta le enviaba y ya fue inútil intentar nada más. Dos días después expiró, respondiendo con tanta docilidad a la llamada de la muerte como a las órdenes de Hadji Ali.
Poncet y el maestro Juremi quisieron enterrarle en el patio, bajo la acacia que le había dado sombra. Pero el mercader, su casero, se negó, arguyendo que su abuelo, que había construido la casa, había sido amortajado allí tras una muerte violenta, y que era inconcebible profanar su sepultura endosándole para la eternidad un acompañante tan ingrato como aquél.Así pues, al caer la noche, echaron a andar por las calles, fueron hasta un campo de zanahorias y allí, justo en el límite de la landa, cavaron una fosa profunda y metieron dentro al jesuíta. Descansó con su túnica morisca; Hadji Ali ya se la reclamaría si la necesitaba. El maestro Juremi celebró un breve oficio con la ayuda de su Biblia. Poncet, el único católico presente, ignoraba el ritual y no sabía qué hacer con sus manos. Así pues echó la tierra antes de que Juremi concluyera su salmo, emocionado al ver desaparecer en semejante agujero a aquel hombre con quien había compartido tantas peripecias durante largas semanas, a aquel hombre a quien le había ofrecido su amistad sin saber a ciencia cierta si la había aceptado o no.
– Nadie ha huido nunca tan lejos por miedo a la libertad -dijo el maestro Juremi cuando cerró su Biblia.
Ése fue el epitafio del pobre jesuita.
De regreso a la casa, los dos amigos emprendieron un silencioso viaje con el pensamiento abocado en el piélago misterioso de la infancia, las esperanzas efímeras y el pasado que ya se fue. Cuando volvieron a hablar fue para asegurar, cada uno por su lado, que la vida del jesuíta había sido más triste aún que su muerte, y que no lamentaban haberle llorado sinceramente.
Al día siguiente cambió la atmósfera. Ambos sentían una inusitada alegría y se hicieron el propósito de que no decayera. Hadji Ali volvió al cabo de tres días de ausencia. Estaba irreconocible; iba vestido a la usanza abisima, con una túnica blanca de algodón bordada con una vistosa franja. Llevaba el cabello peinado hacia atrás y se había perfumado. Al conocer la noticia de la muerte de Joseph reaccionó como que si hubiera perdido a una mula. No hizo ningún comentario y fue al grano.
– El Rey de Reyes regresa hoy a Gondar -empezó a decir-, así que ya podemos solicitar una audiencia.
– ¿A qué hora? -preguntó Poncet, contento de saber que pronto iba a salir de aquella casa donde no hacía más que dar vueltas.
– No es cuestión de horas sino de días.
– ¡De días! ¿Es que el Rey no tiene prisa por curarse?
– Ciertamente, sí. Pero antes de revelar a la corte que ha hecho llamar a médicos francos, debe preparar el terreno y poner de manifiesto que todos cuantos han intentado sanarle hasta ahora han fracasado.
– A mí me parece que durante las semanas que ha durado nuestro viaje han tenido tiempo más que sobrado para curarlo y matarlo diez veces-dijo Jean-Baptiste.-Ciertamente -respondió Hadji Ali con un tono muy acorde con su nuevo traje-. Sin embargo, como me han visto de nuevo aquí y sospechan la misión que me ha sido encomendada, todos los que pululan alrededor de la Reina y que además odian a los francos han decidido hacer un último intento. Los sacerdotes y los adivinos que integran ese bando quieren tomarse la revancha, porque el Rey los ha humillado. Cuando iba a emprender la última campaña militar, un cometa muy brillante acompañado de una larga cola surcó el cielo. Al verlo, los adivinos predijeron que el Rey perdería la batalla y no regresaría. Sin embargo ha vencido en la contienda, y aquí está de nuevo. Por esa razón ahora se ven obligados a intentar ganarse otra vez su confianza.