– ¿Y qué medios piensan emplear esta vez?
– La semana pasada mandaron venir a un hombre santo, en procesión desde Lalibella. Se trata de un monje que no ha comido ni bebido nada desde hace veinte años.
– ¡Veinte años! -exclamaron Jean-Baptiste y el maestro Juremi con sorna.
– No se burlen. Es un hecho auténtico. Cualquiera puede ver al santo; está tendido bajo un palio y cuatro monjes transportan su camilla. Delante, agrupados en torno al patriarca, van otros diez cantando, con una gran cruz de oro en la mano. Y detrás les siguen treinta jóvenes guerreros descalzos.
– ¿No les seguirán también diez mulas con toneles de aguamiel? -preguntó el maestro Juremi con una risa socarrona.
– El monje no ha dejado de rezar desde su llegada -continuó Hadji Ali, que no tenía ganas de discutir-. Esta mañana ha visto al Negus y ha alzado frente a él un gran icono de la Virgen. Mañana piensa volver para hacerle beber la palabra divina.
– ¡Beber! Pero ¿cómo es posible? -preguntó Jean-Baptiste, con el semblante serio.
– El asunto es muy misterioso. La cuestión es que pronuncia un discurso ininteligible; probablemente el secreto reside ahí, pues sus ademanes no tienen nada de particular y son muy corrientes. Dos oficiales que supervisan el bebedizo del Rey han observado el ritual y luego me lo han contado todo. El asunto es el siguiente: ese hombre santo escribe una palabra misteriosa sobre un amuleto de estaño. A continución sumerge la placa en el agua bendecida, la tinta se disuelve y da de beber esa agua al soberano.-¿Cuántas veces tiene que repetir la operación? -preguntó Jean-Baptiste con una ligera expresión de abatimiento.
– Sólo dos veces.
– ¿Y cuántos días serán necesarios para juzgar si surte efecto?
– El Rey me ha hecho saber que si dentro de una semana no ha mejorado, recurra a sus servicios.
– ¿Y si se cura merced a alguna razón extraordinaria? -preguntó Poncet.
– ¡Cómo que merced a alguna razón extraordinaria! -exclamó el maestro Juremi-. No hay nada más probable. Si al principio el tratamiento no resulta eficaz, bastará con aumentar las dosis y empapar una Biblia entera en medio litro de aguardiente.
– Si se curara -dijo Hadji Ali-, nos iríamos.
– ¿Sin verle?
– Deben comprender que si les recibiera, pese a que él personalmente tomó la iniciativa de mandarles venir hasta aquí, el Rey corre un gran riesgo. Desde que los jesuítas intentaron convertir el país en tiempos de su abuelo, el Negus no es libre. Los religiosos y todos los que están en contra de los católicos le vigilan de cerca. Si da un paso en falso, empezarán otra vez con sus intrigas y tratarán de liberarse de su brazo de hierro. Todos saben que los curas francos tienen interés en infiltrarse aquí por todos los medios, y desconfían. Si el Rey no tiene, para verles, el pretexto de que necesita un médico, preferirá enviarles de regreso y quedarse tranquilamente en su residencia.
Después de anunciarles estas inquietantes noticias, Hadji Ali se marchó para volver a palacio, así que se quedaron solos de nuevo. Pero no habían perdido la fe; sólo estaban contrariados por tener que dar vueltas y más vueltas al patio.
Uno de los hijos del mercader que los alojaba les trajo del mercado de las especias una amplia muestra de las plantas que allí se vendían, y las estudiaron entusiasmados, pues en aquel país había más especies aromáticas, resinas olorosas, tinturas y especias que en ningún otro lugar del mundo. Con la ayuda de un mortero, unos filtros y una retorta, el maestro Juremi preparó jarabes y emulsiones siguiendo los consejos de Poncet. De este modo recompusieron un poco el cofre de los remedios, cuyo contenido había mermado considerablemente durante el viaje. Pensaban que si al final tenían que irse sin ver al Rey, al menos se llevarían consigo aquellos tesoros botánicos para consolarse.Tres días después de que Hadji Ali apareciera por última vez, el mercader que los alojaba les dijo que habrían de cambiar de domicilio la noche siguiente. Así pues, al anochecer recorrieron a pie la distancia que los separaba de la capital, envueltos en sus túnicas para que nadie pudiera reconocerlos, y seguidos de las mulas cargadas con su escaso equipaje. Se dirigían hacia el barrio moro de Gondar, donde serían acogidos por otro musulmán. Una vez allí ocuparon dos habitaciones modestamente amuebladas, cuyas ventanas enrejadas daban a una callejuela estrecha. El hombre les llevó la comida y les recomendó que tuvieran paciencia.
Una semana más tarde, Hadji Ali les sacó de aquel austero retiro. El día anterior, les había hecho llegar ropas abisinias: unas túnicas cortas de gasa blanca, y una toga de algodón ligero para echarse sobre los hombros. Por fin, a la mañana siguiente, Hadji Ali apareció montado en un caballo bayo enjaezado con bridas de pompones y plumas. Unos esclavos sostenían detrás de él otras dos monturas. Poncet y el maestro Juremi, ataviados esta vez a la usanza abisima, como Hadji les había encomendado que hicieran, subieron a caballo, y la exigua comitiva emprendió el viaje hacia el palacio de Koscam en unas bestias bastante torpes.
9
– ¡Prosiga! -dijo impaciente el señor De Maillet-. No olvide que esta carta debe estar terminada hoy si queremos que salga en el último correo de Alejandría. ¿Dónde estábamos?
El señor Mace, sentado ante el escritorio de persiana, con una pluma en la mano, tenía aún los ojos obnubilados por la mala noche que había pasado. Los mosquitos que habían tomado posesión de la ciudad al principio de la estación seea se habían ensañado con él, atraídos sin duda por los efluvios de su transpiración. Ese olor que alejaba a los seres humanos embriagaba a los insectos, aunque, por desgracia esta dolorosa evidencia no le hacía recapacitar sobre los principios de su higiene.
– Entonces, entonces -dijo tratando de retomar el hilo de su lectura-. Sí, eso es: «y el mismo capuchino que me pidió incluir a los monjes de su orden en nuestra embajada vino a verme nuevamente ayer. Debo confesar a Su Excelencia…».
– ¡No! Esa aseveración no es suficientemente diplomática. Un cónsul no hace confesiones a un ministro.
– ¿Y si escribiéramos «Su Excelencia debe saber»?
– No está mal. Continúe.
– «Su Excelencia debe saber que no fue una entrevista de cortesía. Por mi parte me esforcé en soportarle hasta el final, pese a que en numerosas ocasiones el padre Pasquale, que parecía fuera de sí, fue más allá de los límites del decoro e incluso de la dignidad.»
– Está bastante bien -dijo el señor De Maillet de pie, con una pierna estirada, satisfecho de la lectura y admirando al mismo tiempo sus medias de seda verde manzana que acababa de recibir de Francia por medio de la galera.-«Después de nuestra última entrevista mandó seguir a la caravana de nuestros emisarios. Los capuchinos los alcanzaron en Senaar, y allí reiteraron su petición. Según parece, nuestros enviados aprovecharon una noche sin luna para huir, y a pesar de todas las investigaciones realizadas, todavía no se ha encontrado rastro alguno de ellos.»
– ¿Lo ha puesto en singular?
– ¿El qué, Excelencia?
– Pues «rastro», qué va a ser…
– Me parece que sí.
– Escríbalo en plural. No creo que hayan huido a la pata coja, unos detrás de otros, para dejar sólo un rastro.
– «No se han encontrado sus rastros.» En plural.
– Muy bien.
– «Alertados por esta huida, los capuchinos siguieron con sus pesquisas y al final descubrieron la identidad del supuesto Joseph. El asunto llegará hasta el Papa, al menos ésas son las intenciones del padre Pasquale.»
– No mentemos tantas veces a ese insolente. Diga sólo «ésas son las intenciones de los capuchinos».
El señor Macé tomó nota.
– «Propongo a su Excelencia sacar dos conclusiones provisionales de este embarazoso asunto: la primera, que hace un mes poco más o menos nuestros emisarios estaban vivos y con buena salud en Senaar, donde suponíamos que habrían de encontrarse por esas fechas.»
El señor De Maillet se había acercado a la ventana y miraba al jardín.
– «La segunda, menos evidente sin duda, que estos tejemanejes religiosos complican sobremanera esta misión. La rivalidad que existe entre ambas congregaciones y la hostilidad que los abisinios manifiestan hacia el clero católico plantea dudas respecto al éxito de una misión que debería ser menos problemática en sí misma. Dicho en otros términos, y para hablar sin rodeos, espero que los jesuítas no pongan en peligro un cometido al que se han entregado con tanto afán. Considero a este respecto que en el momento de encomendar esta misión, Su Majestad deseaba obrar en interés de toda la cristiandad.»
Era la cuarta vez, desde la tarde del día anterior, que releían la carta, pues el cónsul no se cansaba de oír esa parte eminentemente política, a su parecer tan audaz y clarividente. En aquel momento apareció su hija en el rellano de la escalinata, y su presencia distrajo ligeramente su atención. Cómo habría deseado compartir con ella aquellas sutilezas diplomáticas y que pudiera apreciar el genio de su padre el día que desgraciadamente hubiera desaparecido…
– «Y conviene observar -continuó el señor Macé- hasta qué punto se confunden en este asunto los intereses del Rey de Francia con los de la fe católica. En cuanto la embajada esté de regreso, me dirigiré nuevamente a Su Excelencia para saber qué táctica deberé seguir. ¿Será oportuno mezclar las relaciones de Estado con los asuntos religiosos? En el supuesto de que los lazos diplomáticos y sobre todo comerciales sean factibles, ¿deberíamos maniobrar en provecho de Su Majestad y sólo en el estricto interés de su Estado?»
– Creo que es perfecto -dijo fervorosamente el señor De Maillet-. La releeremos otra vez más, dentro de un rato, cuando haya introducido las correcciones, y después la enviaremos.
El señor Macé se levantó y volvió al cuchitril asfixiante que le servía de despacho.
Desde la ventana, aunque algo retirado de los tapices de la pared, el cónsul observó con ternura a su hija, que iba a cuidar las plantas, tal como se acostumbraba a decir en la casa. Admiró su grácil silueta, su andar ligero y sus modales más graves y menos aniñados.