«Pronto habrá que ir pensando en su matrimonio», se dijo.
– ¡Esta bestia terminará por tirarme al suelo!
El maestro Juremi trataba de someter con todas sus fuerzas a aquel caballo enloquecido que forcejeaba con la mirada perdida. Hadji Ali llamó a un esclavo, que agarró al animal por los arneses.
– ¡Ahora no es el mejor momento para caerse! -dijo Jean-Baptiste, que sujetaba las riendas con las dos manos e intentaba mantener su montura al paso con visibles dificultades.
Acababan de dejar atrás el barrio moro y ahora franqueaban el riachuelo que les alejaba de la ciudad propiamente dicha. Ya no se ocultaban bajo sus turbantes musulmanes y saltaba a la vista que eran blancos. Sin embargo, la multitud circulaba impasible por las callejuelas de la ciudad sin prestarles la menor atención, por varias razones. Primero, porque el sol del desierto les había curtido considerablemente y los dos francos tenían prácticamente la misma tonalidad de piel que los abisinios cristianos, que por lo demás no son muy oscuros. En segundo lugar porque en Gondar vivían algunas docenas de extranjeros y sus habitantes ya se habían acostumbrado a su fisonomía: la mayoría eran griegos, armenios e incluso eslavos del sur, a quienes el Emperador había ofrecido su protección tras huir del yugo otomano. Y por último -aunque los dos viajeros tardarían algún tiempo en descubrirlo-, porque los abisinios no manifiestan nunca sus sentimientos ni hacen ningún gesto que pueda revelar su pensamiento. Fuera como fuese, el caso es que los dos amigos avanzaban por las calles de aquel fabuloso país con una agradable sensación de felicidad. El maestro Juremi, cuya barba tupida y canosa le otorgaba una apariencia de sabio, y Jean-Baptiste, a quien sus cabellos rizados y negros, su tez bronceada y su porte distinguido le daban un aire de joven señor, cabalgaban uno al lado del otro con cierto nerviosismo pero rebosantes de alegría.
Mientras ascendían al paso de sus caballos camino de palacio, las siluetas blancas de la multitud se apartaban para dejarles paso. Tanto los hombres como las mujeres iban ataviados únicamente con unas túnicas de algodón ajustadas a sus espigadas siluetas. Casi todos tenían un aire altivo y noble debido a sus rasgos refinados, sus grandes ojos negros y almendrados y su porte erguido. Por su parte, los esclavos, originarios de los países vasallos, se distinguían al primer golpe de vista pues eran más negros, estaban más encorvados, de natural o por el peso de los fardos, y caminaban hablando a gritos entre ellos.
La ciudad estaba aún atestada de soldados que deambulaban por doquier armados con lanzas y petos de cuero, y también de prisioneros traídos de la última campaña. Al pasar ante un descampado desierto y cubierto de hierba, que a todas luces era un campo de maniobras o un lugar de reunión, el maestro Juremi exclamó volviéndose hacia Jcan-Baptiste:
– Eso explica los gritos que oímos anteayer.
Un grupo formado por unos veinte guerrilleros shangallas, cuyo pueblo había perdido la batalla frente al Negus, imploraba piedad en la plaza. Unos estaban sentados en bloques de piedra y otros de pie, y todos tendían los brazos hacia ellos. Los cinco o seis que se hallaban en el suelo se cubrían la cabeza con las manos. Todos tenían en sus rostros negros dos manchas sangrientas en lugar de ojos.
– Así se castiga a los traidores -dijo Hadji Ali.
El ejército victorioso había traído hasta allí a los jefes rebeldes y les habían arrancado los ojos, en virtud de una sentencia judicial que se había ejecutado dos días atrás. Los gritos de dolor se habían oído por toda la ciudad, e incluso en la casa donde esperaban los viajeros.
Continuaron hacia palacio. Jean-Baptiste, que volvió la vista varias veces en dirección a aquella escena horrenda, reparó en que los viandantes no prestaban la menor atención a aquellos pobres desgraciados. Si alguno de ellos, desde la oscuridad de su ceguera, avanzaba a tientas hacia un abisinio y se interponía en su camino, éste daba un rodeo para evitarlo con discreción y con tanta tranquilidad como si tuviera que esquivar un charco o ceder el paso a una bestia.
El palacio era casi invisible en medio de un enjambre de construcciones improvisadas y tiendas que lo rodeaban como si descansaran en sus murallas. Se trataba de un sólido edificio de piedras labradas, con torres cuadradas en las esquinas, coronadas por unas cúpulas ovaladas. Como Hadji Ali iba con ellos, pudieron franquear la gran puerta abovedada sin necesidad de hablar con los centinelas. Acto seguido descendieron de los caballos, confiaron sus monturas a un guardia y continuaron a pie por un corredor sombrío. Tras esperar brevemente en una antecámara glacial que olía a piedra, fueron conducidos hasta una sala de audiencia con dos ventanas que daban al patio. Allí les esperaba un grupo de unos diez personajes, todos ellos de pie y alineados contra las paredes. Hadji Ali hizo un profundo saludo, que sus compañeros imitaron con todo detalle.
Uno de los proceres se descolgó del grupo para colocarse en medio de los otros. Vestía una capa negra bordada con hilo de oro y llevaba un collar de este mismo metal precioso. Tenía la cara redonda, el pelo corto y rizado, que nacía muy atrás, y lucía una barba corta. Aunque no era tan alto como el maestro Juremi, debía de tener aproximadamente su edad. Poseía una voz poderosa.
– Pregunta -tradujo Hadji Ali- si sois francos.
– ¿Y él quién es? -susurró Jean-Baptiste al intérprete antes de responder.
– El ras Yohannes, el intendente general del reino, el hombre más poderoso después del Emperador.
– Si usted entiende por «francos» a los católicos, entonces no, Excelencia, no somos católicos. Somos subditos del Gran Rey Luis XIV, pero no del Supremo Pontífice de la Iglesia de Roma.
Durante estos días de espera, Jean-Baptistc y el maestro Juremi habían tenido tiempo de sobra para meditar concienzudamente las respuestas que darían a las previsibles preguntas que les hicieran. Como no había que temer que el padre De Brévedent se quedara patidifuso al oírles, ambos decidieron tomarse ciertas libertades con la religión católica y desprestigiarla si hacía falta para dejar claras sus diferencias con respecto a los jesuítas. La estrategia era arriesgada, pero no más que cualquier otra.
– ¿Dónde está situado su país de origen? -preguntó el ras tras una larga reflexión, ya que la respuesta de los extranjeros traducida por Hadji Ali parecía haberlo desarmado un poco.
– Más allá de Senaar y de Egipto, Excelencia, al otro lado del vasto mar.
Jean-Baptiste era consciente de que, para los abisinios, la geografía de las tierras conocidas se reducía a estos dos países. Los portugueses y los italianos les habían informado también de la existencia de otros pueblos, pero no atinaban a localizarlos en el espacio.
– Y en esas regiones, ¿acaso hay tierras que no son gobernadas por esa persona que supuestamente es el jefe de la cristiandad?
Jean-Baptiste supo captar en esta pregunta el proselitismo de los jesuitas, que habían hecho valer la omnipotencia del Papa sobre Occidente cincuenta años atrás.
– Su Excelencia debe saber que afortunadamente hay muchos reyes. El Papa aspira a poder gobernar las almas, pero no gobierna los países. Por fortuna, los reyes como el nuestro protegen en sus tierras a subditos de toda condición, incluidos a los que no reconocen la autoridad del Papa.
El maestro Juremi, que calibraba sutilmente los peligros que suponía esta conversación, y que sin duda no se había recuperado de la impresión que le había producido la terrible escena, a duras penas podía contener las ganas de frotarse los ojos a cada momento.
– ¿Así que ustedes no creen en la figura de Cristo? -dijo de repente otro procer, un anciano de considerable estatura tocado con un turbante rojo que se hallaba a la izquierda del ras.
– Creemos en Él y veneramos su palabra -dijo Jean-Baptiste-, pero a nuestra manera y no como manda el Papa, aunque se muestre tan intolerante con nuestra doctrina como con la de ustedes y nos haya condenado implacablemente.
Todos los dignatarios allí presentes se turbaron al oír sus palabras e intercambiaron miradas sin perder su compostura majestuosa. Incluso se oyeron algunos murmullos.
– ¿Son ustedes sacerdotes? -continuó preguntando el anciano.
– No, en absoluto.
– Sin embargo, tengo entendido que ustedes presumen de tener capacidad para curar.-Excelencia, sólo pretendemos ser útiles a nuestros semejantes con la ayuda de las propiedades de las plantas y los animales que Dios puso en la tierra el día de la creación.
– Así pues, ¿usted piensa que se puede curar a alguien sin rezar por él?
– Los curas invocan los milagros, pero nosotros no hacemos milagros.
– ¿No creen ustedes en ellos?
Jean-Baptiste le hubiera repetido de buena gana la misma respuesta que le dio al jesuíta en su momento, pero optó por mostrarse prudente en la contestación.
– Creemos en los milagros que hizo el Hijo de Dios y que así nos revelan las Sagradas Escrituras, pero no tenemos constancia de otros.
– Sin embargo, hay hombres santos que también han hecho prodigios -dijo el ras.
– Tal vez -respondió Jean-Baptiste- nuestra fe no llegue más allá. Estamos convencidos de todo cuanto dijo Cristo y que ha sido recogido en los Evangelios. Pero no podemos acatar con la misma sumisión las palabras de unos simples mortales. Por ejemplo, no creemos que un santo convirtiera un día al mismo diablo, ni tampoco que las plegarias de un monje enfermo y hambriento tuvieran el poder de hacer caer codornices asadas en su plato.
Jean-Baptiste aludió a los dos ejemplos que le había dado el padre De Brévedent después de haber leído la crónica de los jesuítas expulsados del reino abisinio, pues al parecer la historia del santo que había vencido a Lucifer y la del monje proveedor de codornices habían sido motivo de controversia en el seno del clero copto. El discurso de Poncet alteró visiblemente a la concurrencia. Todo parecía indicar que las palabras de Jean-Baptiste habían servido de acicate para despertar las grandes y profundas desavenencias entre los asistentes. El ras impuso silencio. Cuando todos se hubieron serenado, un hombrecillo dio unos pasos hacia delante, destacándose de los demás dignatarios. Iba ataviado con la túnica azafrán propia de los monjes y sin duda veía muy mal, pues daba la impresión de que sus ojillos saltones miraban todo a través de una telaraña.