Se prosternaron de nuevo y abandonaron la sala, sudando y temblorosos como mártires.
Regresaron a la casa del musulmán amigo de Hadji Ali, pero antes de llegar un mensajero vestido humildemente fue hasta ellos corriendo. Cuando alcanzó a los dos extranjeros les hizo entender que recogieran sus pertenencias, las cargaran en las monturas y lo siguieran. Sus pertenencias pronto estuvieron recogidas pues Hadji Ali les había robado todo; guardaron en unas alforjas las pocas cosas que aún conservaban, sus ropas europeas hechas andrajos, los libros que el moro no leía, el cofre de los remedios, y desde luego sus queridas espadas envueltas en unas telas. El hombre los condujo hasta una caseta de piedra adosada al recinto del palacio. Se hallaba en el extremo opuesto al lugar por donde habían entrado unas horas antes, y todo parecía indicar que en otro tiempo había sido un antiguo puesto de guardia. Tras acceder por un estrecho corredor que terminaba en unas escaleras, subieron los peldaños detrás del mensajero hasta que éste se detuvo y abrió una puerta maciza accionando en una cerradura enorme. Acto seguido los instó a acomodarse en una habitación de dimensiones modestas, con una gran ventana por donde entraba el sol desde la mañana. El mobiliario consistía en dos camas de correas de cuero trenzadas, dos taburetes esculpidos en unos troncos de madera, una mesa y un vidrio roto como espejo.
La cuestión que ahora preocupaba a Poncet y a su compañero era el destino de aquella enorme llave con la que se cerraba la puerta. Sólo podrían sentirse realmente como en su casa si se la confiaban a ellos, porque de no ser así significaría que estaban prisioneros. El mensajero la dejó en la puerta, pero no pudieron enterarse de nada más puesto que no hablaba árabe.
Una vez solos se sentaron cada uno en su cama y se quedaron inmóviles y silenciosos un buen rato. El maestro Jurami dijo por fin:-¿No tienes la impresión de estar como Jonás, en el fondo de la ballena y con pocas posibilidades de salir?
– Cada cosa a su tiempo -dijo Jean-Baptiste, estirándose-. Hasta aquí hemos superado todos los obstáculos y ahora debemos esperar los que vengan. En primer lugar, como Hadji Ali nos ha asegurado que el soberano padece el mismo mal que él, esta noche prepararemos los ungüentos. Y luego ya veremos.
Empezaba a oscurecer cuando unos golpéenos en la puerta los despertaron. Había poca luz y una sombra azul se coló desde la calle. El hombre que entró en la estancia era un joven de unos veinte años, de baja estatura y muy delgado. Tenía el rostro deformado por las cicatrices de la viruela; la enfermedad había maltratado su piel y abotargado sus rasgos, sobre todo la nariz, pequeña aunque redondeada como una bola. A esto había que agregar unos ojos negros inteligentes y vivos, así como una boca sonriente y modales afables. Por estos atributos, y por sus cabellos negros ligeramente rizados, parecía el hermano malhadado de Jean-Baptiste.
– Me llamo Demetrios -dijo en árabe.
Enseguida advirtieron su acento extranjero. El joven les dijo que su lengua materna era el griego, pero ellos desconocían ese idioma. También mencionó que sabía italiano, y como los dos francos habían tenido oportunidad de aprenderlo en Venecia, continuaron la conversación en esa lengua.
Demetrios se presentó como un servidor personal del Emperador. Venía a sustituir a Hadji Ali, que no podía estar siempre con ellos debido a sus múltiples ocupaciones, y se comprometió a estar a su lado tanto tiempo como quisieran. Si estas palabras las hubiera pronunciado cualquier otra persona, habrían pensado que se hallaban frente a su nuevo carcelero, pero el joven tenía un semblante tan risueño y tan amable que acogieron su plática sin desconfianza y hasta con cierto placer.
– ¿Desean visitar la ciudad? Puedo llevarles a cenar o mandar que les sirvan la comida aquí.
Aún era temprano, y no habían visto prácticamente la capital, de modo que aceptaron de buen grado salir con el guía.
Emprendieron el camino a pie, esta vez sin la compañía de Hadji Ali. Los tres iban ataviados con las mismas túnicas, de modo que se hacían la ilusión de no ser extranjeros y de que podían moverse a sus anchas entre gente parecida a ellos. No obstante, Demetrios los sacó de su error aunque sin dejar de sonreír.-Mientras yo esté con ustedes no tendrán nada que temer. Los sacerdotes no osarán asesinarlos.
Al oír sus palabras, los dos extranjeros empezaron a mirar a todos los viandantes con recelo. Pero la indiferencia parecía ser una característica propia de los abisinios, pues cuando se cruzaban con los francos no volvían la vista ni los miraban con curiosidad. Habrían jurado que ni siquiera los veían.
De vez en cuando las callejuelas por donde circulaban se alargaban o cruzaban una arteria importante. Durante su recorrido se detuvieron para dejar paso a una larga procesión. Al frente del cortejo iban unos sacerdotes ataviados con una túnica escarlata y tocados con un alto bonete con bordados en hilo de oro. Llevaban en las manos grandes báculos adornados con un entramado infinito de cruces labradas y entrelazadas entre sí. A sus espaldas iban los guerreros armados con lanza, escudo negro y faca al costado. Algunos lucían cintas estrechas de tela encarnada sujetas al brazo con un nudo. Demetrios les contó que se trataban de insignias de gloria y que cada una de las cintas representaba la muerte de un enemigo. En medio de aquellos soldados silenciosos y graves vieron el objeto al que aparentemente estaba dedicada la procesión. Un vigoroso abisinio, que rebasaba la cabeza a los demás, sujetaba, a modo del asta de un estandarte, una gran estaca en cuyo extremo se había colocado traversalmentc un madero. Sobre aquella percha tan peculiar se elevaba una suerte de chaqué de una tela oscura y sedosa con mangas y dos faldones hechos jirones, como las andrajosas ropas de gala con las que a veces se visten los mendigos. La extraña reliquia expelía un jugo rosáceo.
– ¡Ah! Imagino que ahora van ustedes a indignarse -dijo Demetrios con su cálida mirada.
– Parece… -dijo el maestro Juremi aterrorizado y con los ojos muy abiertos- una piel.
– Hay que entender cuidadosamente las leyes de este país a la luz de todos sus matices -dijo Demetrios-. Aquí aplican castigos muy diferentes. Este que están viendo sin duda les parecerá muy raro, porque sanciona un delito que afortunadamente es considerado como tal. La ley establece que a los traidores se les arranque los ojos cuando son enemigos.
– Lo hemos visto.
– Bien, pues cuando se trata de amigos, de hombres de nuestro propio bando, o sea, de nuestra propia familia… la sanción consiste en despellejarlos vivos.
Jean-Baptiste y su compañero dirigieron la mirada hacia el repugnante despojo que se balanceaba al viento y luego miraron hacia otro lado con un suspiro. La procesión acababa con un grupo de mujeres y de niños sonrientes que batían palmas en silencio.
Los tres hombres siguieron su camino. Demetrios notó a los dos extranjeros muy afectados por lo que habían visto.
– Tranquilícense -les dijo-. Han llegado justo en el momento en que se ha terminado una campaña victoriosa. Los prisioneros son castigados, los traidores desenmascarados y los valientes recompensados. Pero la vida no es tan animada todos los días.
– Nos complace mucho oírle -replicó el maestro Juremi-. Así, cuando paseen nuestras pieles, tendremos el consuelo de saber que ofrecemos al pueblo una distracción que no se ve todos los días.
– ¡Nunca pasearán sus pieles! -exclamó Demetrios sin poder contener su risa alegre-. Es completamente imposible.
– ¿Y si falla nuestra medicación? -preguntó Poncet.
– No pasará nada de eso. Ustedes son huéspedes del Emperador.
– ¿Acaso los jesuitas no lo eran? -preguntó el maestro Juremi.
– Perdonen ustedes -dijo Demetrios levantando el dedo-, pero los jesuítas no fueron despellejados vivos, que yo sepa, sino que se les aplicó estrictamente la ley.
– ¿Y eso qué significa?
– Significa que fueron lapidados. En cuanto descendamos la cuesta lo verán por sí mismos. Los últimos jesuitas ejecutados aquí están debajo de los dos montones de piedras que hay en el centro de la plaza y que está prohibido tocar.
– Eso quiere decir que corremos el riesgo de ser lapidados -dijo Poncet, que para entonces ya hablaba abiertamente con aquel muchacho tan abierto.
– Vamos, vamos, no corren ningún riesgo -dijo Demetrios tomándoles a cada uno por el brazo para que avanzaran a su lado-. El Emperador les protege, y yo soy su servidor. Olvídense de ese asunto; pronto se darán cuenta de que este país también puede depararles muchos placeres.
11
Cenaron en una inmensa estancia prácticamente subterránea, a la que se accedía por una puerta baja. Les dio la bienvenida una mujer de edad madura, alta y ataviada con un largo vestido de algodón blanco que llevaba bordada una cruz multicolor. Sus rasgos eran bellos y majestuosos, una cualidad que al parecer era el atributo común de esta raza imperial. Guiados por la mujer, se acomodaron en un gabinete estrecho y separado del resto de la sala por unas cortinas de muselina. Al otro lado de estos visillos, unas sombras iban y venían. Los abisinios tenían la costumbre de no comer nunca en público por miedo a que los desconocidos les miraran e introdujeran malos espíritus en su cuerpo a través de los alimentos. A la hora de las comidas, esta especie de albergue se transformaba en hileras de celdillas con paredes de algodón donde los comensales se escondían unos de otros, agrupados en selectos corrillos. Una vez terminado el refrigerio, volvían a recogerse los velos, y la sala recobraba sus dimensiones naturales, con todos los asistentes sentados en taburetes o en alfombras, alrededor de mesas forradas con vistosas esterillas de esparto. Habían cenado una gran torta de tef, un cereal fermentado de gusto picante que crece en el altiplano, aderezada con varias salsas muy condimentadas. De unas vasijas de barro de cuello largo bebieron una especie de aguamiel untuoso, de aspecto anodino pero que turbaba agradablemente la conciencia. Conforme se iban retirando los velos y quedaban a la vista los comensales, Poncet y su acompañante empezaron a contemplar maravillados la hermosura que igualaba a los hombres y las mujeres de su alrededor. Los observaron con naturalidad, pero su mirada mostró predilección por las mujeres.
– Vayan con cuidado -les dijo Demetrios-. Las costumbres aquí son muy elementales. Este pueblo no considera que el adulterio sea un pecado; ahora bien, si hay algo verdaderamente valioso para ellos es su dignidad. Deben mostrarse muy respetuosos, y en cierto modo distantes con las mujeres. Procuren no observarlas, pero no crean que por ello serán ignorados. Sepan que todos los ojos los ven aunque no los miren. Si no quieren ponérmelo difícil, recuerden que aquí la mirada de un desconocido es el mayor peligro que puede haber. En el momento en que estén a solas con una de estas mujeres podrán obtener todo cuanto deseen de ella, aunque esté desposada o se trate de una princesa. Pero sigan mi consejo, antes no la miren.