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Se limitaron a hacer un saludo breve y tomaron asiento junto al monarca. Así, solo y sin el boato de la corte, el Rey de Reyes no emanaba más majestad que cualquiera de sus subditos, que no es decir poco. Pero además del porte altivo y grave que poseían todos los abisinios, el soberano tenía una expresión triste, por no decir de amargura, que se reflejaba en las facciones de su rostro cuando se quedaba quieto. Al recibir a los dos extranjeros había forzado una leve sonrisa antes de que la tristeza se apoderara nuevamente de sus rasgos. Físicamente era un ser de baja estatura para su raza y muy delgado. Debía de tener unos cuarenta años pero ya estaba ligeramente encorvado. Su mirada no irradiaba la vivacidad de los corazones salvajes que siempre están alerta, incluso cuando duermen. Era tan sólo un hombre cansado y débil de quien se habría apiadado más de uno, de no haber sabido que un día antes había mandado infligir tormentos abominables.

– Me alegra verles -dijo con una voz dulce.

Demetrios tradujo estas palabras al italiano.

– Es un gran honor para nosotros, Majestad… -empezó a decir Jean-Baptiste.

El Rey interrumpió la traducción de Demetrios.

– No se esfuerce -dijo-. Dejémonos de comedias ahora que estamos solos.

Poncet guardó silencio.

– Ha dado unas respuestas muy atinadas a los sacerdotes -prosiguió el Rey con su imperturbable expresión de indiferencia.

Ambos observaron que no cesaba de rascarse el brazo y el vientre.

– Sí. Me han comunicado sus palabras, que sin duda son muy acertadas. Yo tampoco creo en sus milagros. Nadie ha sido testigo jamás de que curaran ni una mínima fiebre. Todas sus ceremonias adivinatorias son sandeces. Probablemente sabrá que me vaticinaron una derrota en el momento en que pasó el cometa. Siempre ocurre igual; como desean mi ruina, convocan a los astros para darse ánimos. Pero dígame, ¿qué religión es ésa en la que cree, que no es la católica ni la nuestra?

– Se conoce por el nombre de Reforma, Majestad -dijo Poncet.

– Los jesuítas nunca nos hablaron de ella cuando estuvieron aquí.

– Y con razón. Son nuestros peores enemigos.

– Le creo -dijo el Emperador.

Luego, volviendo su mirada cansada hacia el maestro Juremi, añadió tranquilamente:

– Sin embargo, habría jurado que éste era uno de los suyos.

– ¡Un jesuíta! -exclamó Poncet.

El maestro Juremi estaba lívido.

– Sí, o algún sacerdote de otro tipo. Todos siguen los mismos métodos, si no me equivoco -dijo el Rey, mirando de nuevo a Jean-Baptiste-. Sé que usted es médico; sin embargo, su acompañante se incorporó a su caravana y aún no sé muy bien si como ladrón o como sacerdote.

El maestro Juremi estaba a punto de levantarse cuando Poncet le sujetó el brazo con firmeza.

– Afortunadamente -continuo el Rey-, Hadji Ali me lo ha contado todo. Al parecer, este hombre es su socio y fueron los francos quienes se negaron a dejarle partir. Pero no se preocupen. Tengo confianza en ustedes, pues al parecer sort muy competentes en su oficio, y eso es lo único que me importa. Tenemos poco tiempo, así que les mostraré mi mal.

La llama de la vela proyectaba unas sombras sobre la cúpula de piedra. El techo alto y redondeado daba a la sala el aspecto de una gruta, y un rectángulo azulino que parecía flotar en la oscuridad del alba se colaba por una estrecha abertura orientada a Poniente.

El Emperador se puso de pie, se desató el cinturón con naturalidad y se desvistió, al tiempo que Poncet se acercaba para examinarlo en silencio.

– Puede tocarme -aijo el Rey al darse cuenta de la turbación del médico.

Poncet pidió al maestro Juremi que levantara la vela y empezó a palpar la región afectada. «Menos mal que puedo examinarlo -pensó-. Esta lesión no tiene nada que ver con la de Hadji Ali.»

El Rey tenía una gran placa en el tórax y en la parte superior del abdomen, que en algunos lugares supuraba y formaba grietas. El médico sometió al paciente a una minuciosa exploración para cerciorarse de que el mal no se localizaba también en otras zonas. Cualquier persona que hubiera observado la escena desde lejos se habría extrañado al ver a aquel poderoso Rey de Reyes, desnudo y encorvado que descubría humildemente su delgadez y las úlceras de su cuerpo ante la figura fornida del maestro Juremi, que sujetaba pacientemente el candil, y ante Jean-Baptiste, quien a su vez tocaba al enfermo con suavidad, absorto en su tarea, y más decidido a cumplir con los deberes de la fraternidad hacia cualquier hombre que a acatar la obediencia de un soberano.

– ¿Le duele? -preguntó Poncet.

– Bastante -dijo el Emperador-. Pero el dolor no es nada comparado con los picores.

El medico le indicó que ya podía vestirse.

– Durante esas audiencias de varias horas -continuó el Rey-, mi único deseo es arrancarme la piel con las uñas, pero aun así no debo moverme. Esos desalmados se enteraron de que estaba enfermo por una indiscreción, como ocurre muchas veces. Sin embargo no voy a consentir que además me vean sufrir o ceder ante el dolor que pueda imponerme la enfermedad. Deben de creer que mi voluntad es inamovible, pues de lo contrario me destrozarán.

Volvieron a sentarse alrededor de la mesa.

– ¿Se ha sometido a algún tratamiento? -preguntó Jean-Baptiste.

– Sí, a algunos. Baños, emplastos de arcilla… y la anciana que asistió a mi madre en el parto me trajo unos polvos. La mujer alardea de tener conocimientos de medicina.

– ¿Y con qué resultados?

– Cada vez peor.

– ¿Y… y el santo que no ha comido en veinte años? -preguntó Poncet con vacilación.

– ¿Cómo, aún no lo sabe? Mandé vigilar al monje de día y noche, y a la mañana siguiente de su llegada, poco antes del alba, lo encontraron andando a gatas por las cocinas, atiborrándose de aceitunas. En cuanto lo supe, ordené inmediatamente su partida para que pudiera continuar la digestión en su monasterio.Los cuatro se echaron a reír.

– Majestad -dijo Poncet-, vamos a prepararle un ungüento para su enfermedad. ¿Deben probarlo antes los esclavos?

– No. A los sacerdotes déles cualquier remedio, inofensivo claro, para que hagan sus experimentos; y a mí me mandan la medicina directamente con Demetrios, indicándole cómo debo tomarla.

– Durante el tiempo que dure nuestro tratamiento no deberá recurrir a ningún otro.

– No se preocupe.

– Dentro de dos días tendremos que volvernos a ver para observar los resultados del tratamiento.

– Estas entrevistas son peligrosas. Nadie debe saber que hemos hablado en privado, y tampoco deben de ser muy repetidas. Trataré de concertar una dentro de dos días, pero no se impacienten. Y no digan a nadie una sola palabra de esto.

Casi había amanecido por completo y sus siluetas parecían opacas y grises con aquella luz azulada que había inundado la sala. Después de despedirse, el Emperador se retiró por una puertecilla. Ellos salieron por el lado opuesto, volvieron a recorrer el camino de las murallas y pronto estuvieron de nuevo en su casa.

– ¿Sabes qué tiene? -preguntó el maestro Juremi cuando Demetrios los dejó solos.

– Me temo que sí, y es un asunto muy serio.

Después del período alegre de las confidencias primero y del de la sosegada intimidad después, Alix y Françoise empezaron a notar los estragos de la monotonía y la rutina junto a las plantas de Jean-Baptiste. Sus conversaciones se desgastaban por la fuerza de la costumbre y estaban impregnadas de pesimismo. Las dos se encontraban siempre en aquel lugar que, si bien antes evocaba la presencia de quienes ellas esperaban, con el tiempo había terminado por convertirse en el doloroso marco de una ausencia que ambas soportaban cada día con más pesar. En dos o tres ocasiones riñeron por una nadería, y aunque enseguida hicieron las paces, se dieron cuenta de que si no encontraban un remedio, aquella situación podía poner en peligro su amistad. Entonces Alix tuvo una idea.

– ¿Qué diría usted -preguntó a Françoise- si persuadiera a mi madre para que la tomara a su servicio? Así, podría venir a trabajar anuestra casa y nos veríamos allí. Poco a poco haría notar mi amistad hacia usted y sin duda me concederían el calor de su compañía. Podríamos salir a pasear, o venir aquí incluso, pero ya no estaríamos obligadas a permanecer en esta terraza para vernos.

Françoise aceptó encantada. El paso siguiente sería encontrar los medios para convencer a la señora De Maillet. No obstante, el mero hecho de concebir un plan ya era un motivo de alegría, incluso antes de que se materializara.

Para empezar, Alix le contó a su madre que sentía lástima por una francesa que andaba como una oveja extraviada por la ciudad. Le dijo que la pobre mujer vivía en una buhardilla cercana al «invernadero» y que la ayudaba a regar las plantas y a acarrear los cubos. Así que para empezar la joven pidió unas piastras a su madre para pagarle estos servicios. Más adelante, al hilo de otras conversaciones, le expuso la desgracia de aquella infeliz, que no era de mala condición, a quien Dios había dejado de su mano y sin recursos, en una ciudad tan hostil. Las dos se lamentaron de la miseria de este mundo y la señora De Maillet dio gracias a la Providencia por haberlas librado siempre de semejantes penurias. Como la madre y la hija tenían poco que decirse, Françoise se convirtió en el tema de conversación predilecto entre ambas. Aprovechando el día que la señora De Maillet pidió a Alix noticias sobre su protegida, su hija, que había decidido ir a por todas, dijo con indiferencia:

– ¡Oh, está más tranquila porque ya ha tomado una decisión!

– ¿Que decisión?

– No me acuerdo si se lo he dicho. Un comerciante turco bastante rico le ha propuesto casarse. El matrimonio la sacaría de muchos apuros. Françoise ha echado sus cuentas, porque es viejo y tiene un aspecto repugnante. Pero al fin y al cabo sólo sería su cuarta esposa, de modo que compartiría con las otras tres los sinsabores de tener que soportar su presencia.

– ¡Que horror! -exclamó la señora De Maillet-. ¿Y su decisión también implicaría abjurar de la fe cristiana?

– Por eso precisamente duda tanto. Es muy piadosa y le daría mucha pena tener que renegar.

– Bueno, ¿y qué ha decidido?