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Se tranquilizó, y prosiguió con más calma:

– Ésta es nuestra situación actual, y por eso necesito tiempo.

Casi había clareado por completo. El Rey fue hacia Poncet y le puso la mano en el hombro. Era una mano seca y ligera, que apenas pesaba.

– Cuando veo a hombres como usted, pienso que es una lástima vernos obligados a rechazar todo cuanto llega de Occidente. Antes de que los musulmanes salieran del desierto, su civilización era también la nuestra. En la corte de mis ancestros se hablaba griego. Pero aún somos demasiado frágiles para asumir el riesgo de abrirnos a quienes pretenden ser nuestros hermanos y, por lo que sabemos, insisten todavía en convertirnos sin comprender que así nos pierden.

Retiró la mano y dio unos pasos hacia la puerta.

– Gracias a ustedes -dijo con cierta alegría- ahora hay un atisbo de esperanza en mi vida. Era consciente de la tarea que aún me quedaba por cumplir, y ahora sé de cuánto tiempo dispongo para culminarla.

Cuando el Rey hubo salido, los visitantes se quedaron silenciosos y anonadados. Al darse cuenta de la luz que entraba a raudales en la sala, Demetrios los acompañó rápidamente a su casa. Pidieron quedarse solos para cambiarse, y convinieron con el joven que regresara dos horas más tarde.

En cuanto se cerró la puerta, el maestro Juremi se encaró con Jean-Baptiste.

– ¿Te has vuelto loco? Habíamos acordado que tú ibas a moderar su optimismo y prepararle para una larga enfermedad. ¿Cómo se te ha ocurrido hacerle esa confesión, y mucho menos semejante pronóstico?

– Lo sé -dijo Jean-Baptiste con la cabeza entre las manos-. Sin embargo, cuando he mirado a ese hombre no he podido mentirle.

– Me parece bien que no quisieras mentirle, pero tampoco tenías por qué decirle toda la verdad.

– Ese hombre tiene algo que me ha impulsado a decírselo todo.

– No es él quien tiene algo -dijo el maestro Juremi- sino tú. ¡Vaticinar el destino a un rey! ¡Qué locura! Te crees un dios, amigo mío. Lo que tú tienes es orgullo.

– Creo que no -dijo Poncet con voz apagada-, que es todo lo contrario. Cuando le hablo no es un rey. Le hablo como a un hermano.

– Un hermano al que acabas de apuñalar.

Apenas había acabado su frase cuando llamaron a la puerta con tres golpes. Abrió el protestante. Dos oficiales de la guardia venían a detenerlos.

13

Los guardias, con un semblante hostil e incapaces de explicarse en otra lengua que no fuera la suya, condujeron a los dos francos al palacio, aunque no por los vericuetos secretos que habían seguido la noche anterior sino que rodearon completamente las murallas para entrar por la puerta principal.

Atravesaron una anticámara estrecha y se encontraron en la sala en la que el ras y los sacerdotes les habían interrogado a su llegada. Allí les esperaban los mismos dignatarios, pero en esta ocasión estaban dispuestos en dos grupos, entre los cuales había tres cuerpos tendidos en el suelo y cubiertos con una sábana. El dragomán que había vertido al árabe la audiencia oficial con el Emperador se adelantó y tradujo las palabras que acababa de pronunciar en voz alta uno de los religiosos:

– Estos esclavos han probado los remedios que ustedes han preparado para curar al soberano, y ahora están muertos.

Jean-Baptiste suspiró aliviado, pues se temía algo muy distinto. En cuanto a los remedios «oficiales», éstos sólo eran un mejunje a base de agua, harina y colorante de remolacha que habían elaborado en presencia de Demetrios.

– Dígale a estos señores -dijo Jean-Baptiste sonriendo- que nuestra receta es muy sencilla y que antes de hacerles llegar nuestro preparado le proporcionamos otro igual a Demetrios, que según creo es un sirviente del Emperador.

Al oír el nombre de Demetrios, los presentes empezaron a hablar entre ellos muy nerviosos y apenas escucharon al intérprete. Los dos médicos comprendieron enseguida que habían mandado a buscar al joven griego. Llegó al poco rato, sudando y con una cajita de madera en la mano donde guardaba una muestra de la misma sustancia que habían entregado a los sacerdotes.

El joven pronunció un largo parlamento que los francos no entendieron, aunque advirtieron, eso sí, que hablaba en un tono muy distendido. Para reforzar sus palabras, Demetrios abrió la caja, tomó un poco del preparado, lo comió ostensiblemente y ofreció a la concurrencia. Los sacerdotes lo miraron con cara de asco y, tras una breve discusión, los dignatarios abandonaron la sala. Cuando se hubo cerrado la puerta, se oyeron las voces de una conversación tumultuosa.

Demetrios dijo entre risas que el incidente se daba por concluido.

– Espero que el Rey los condene por haber envenenado a esos tres desgraciados -dijo Jean-Baptiste.

Unos soldados que habían entrado discretamente en la estancia se llevaron los cadáveres de los esclavos, arrastrándolos por los pies.

– En nuestro país uno sólo puede ser condenado por matar a hombres, y los esclavos no lo son -dijo Demetrios con seriedad.

Tras estas palabras, los dos médicos y el guía abandonaron la estancia. A sabiendas de que uno debe acostumbrarse a la desgracia ajena, siempre que una sociedad así lo justifica, se olvidaron de las víctimas de aquella ridicula maquinación y sólo pensaron en pasar un buen rato.

Por lo demás, aquel asunto les sirvió para comprender mejor cómo ejercía el Rey su poder en medio de todos aquellos peligros. De hecho, sólo había otorgado su confianza a hombres oriundos de países extranjeros, como Demetrios o Hadji Ali. Y algunos de ellos habían sido secuestrados en su infancia, durante redadas y campañas militares. Así como los turcos estaban protegidos por niños cristianos que habían robado para convertirlos en jenízaros, el Rey de Reyes tenía a su servicio jóvenes musulmanes educados como cristianos, que sentían por él auténtica devoción. Eran útiles en la capital y por todo el país. Siempre había recurrido a musulmanes que le debían la vida, como Hadji Ali, o a armenios y otros cristianos de Oriente, subditos del Gran Turco, para llevar a cabo misiones de confianza fuera de su territorio.

Mientras estuvieron en Gondar, Poncet y su amigo aprendieron a valorar esta presencia protectora que nunca más les abandonaría. Aparte de Demetrios, en las calles por las que caminaban, en las casas en que cenaban, en los campos donde recogían plantas, siempre había observadores discretos, y casi invisibles, que se ocultaban bajo la apariencia de campesinos bonachones, vagabundos o comerciantes, para extender sobre ellos el poder del Rey.

Durante su estancia en la capital tuvieron la oportunidad de ser testigos de muchos acontecimientos, pudieron observar sus curiosas tradiciones y tener incluso algunos encuentros voluptuosos, pero obraron con tanta moderación que estuvieron a punto de adquirir mala fama. También visitaron numerosas iglesias, aprendieron a conocer la pintura y a apreciar la música de aquel país, que al principio les había parecido muy poco atractiva. Comprendieron mejor la riqueza de sus sonidos cuando oyeron sus melodías acompañando a la danza, a la que sustentaba y servía de marco.

Pronto supieron distinguir de dónde procedían los innumerables objetos de madera, cobre repujado o esparto, cuya variada producción mostraba la profusión de culturas de este gran Imperio. Poncet llenó de notas un cuaderno entero y se procuró otro, gracias a la habilidad de Demetrios, pues los abisinios desconocían el uso del papel y sólo escribían en pergaminos.

Se volvieron a ver con el Rey, aunque no con frecuencia, para no despertar sospechas. Pese a que el mal no había desaparecido, constataron un retroceso de los síntomas. No volvió a preguntarles nada más sobre el pronóstico, pero se mostró interesado por las costumbres, las ciencias y la política de las naciones de Occidente.