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Fueron necesarios dos caballos para cargar con todos los obsequios que los médicos francos habían acumulado durante su estancia: oro, joyas, pieles, colmillos de elefante y otros presentes que sus pacientes -el Emperador el primero y el de mayor rango- les habían rogado que aceptaran. En un pequeño asno agregaron una bolsa de cuero doble, voluminosa aunque muy ligera, repleta de plantas secas, raíces y semillas que habían recogido en el transcurso de aquellas semanas.

Dejaron a Demetrios unos frascos con medicinas y las consiguientes indicaciones para cuidar al Rey. Estaba completamente curado, pero así podría hacer uso de ellas en el caso de que la enfermedad se presentara de nuevo, lo cual por desgracia era muy posible.

Necesitaron tres días enteros para despedirse de todas las amistades que habían hecho en la ciudad. Jean-Baptiste, con el pensamiento completamente puesto en su bien amada, rechazó con la mayor cortesía que pudo los ofrecimientos carnales, que no fueron pocos en aquellas últimas veladas; no obstante, el maestro Juremi se empleó a fondo por los dos.

Así llegó el último día. La estación cálida tocaba a su fin y las noches se cargaban de oscuros nubarrones. Los viajeros tuvieron una última conversación con el Rey, en la parte alta del palacio, en la misma sala donde los había recibido al llegar. El soberano estaba tan emocionado que tenía lágrimas en los ojos y los abrazó como a hermanos. Dijo que cada día rogaría a Dios para que los protegiera y los devolviera pronto a su lado.

– Tengan -dijo tendiéndoles una cadena de oro con un medallón del misino metal, ancho como la mitad de una mano y acuñado con la efigie de un león de Judá-. Sé que ustedes son un poco incrédulos, pero en su interior hay algo más que materia.

El Rey le puso la cadena en el cuello a Jean-Baptiste con sus propias manos y le dio un abrazo. Con el maestro Juremi hizo lo propio, y luego desapareció con prontitud.

Aquel mismo día le vieron de nuevo, pero de lejos, en una audiencia oficial, ya que a los ojos de los sacerdotes y de los príncipes no había constancia de sus entrevistas privadas con el Rey, aunque sin duda todos estaban al corriente de ello.

Los condujeron al patio del palacio donde se había dispuesto el trono. Entretanto, los cuatro leones, a algunos pasos del soberano, rugían en su jaula. El Emperador permanecía inmóvil como siempre, y sólo hablaba por mediación de su «boca» oficial. Poncet y el maestro Juremi se prosternaron cuan largos eran. Las losas rugosas en las que descansaban sus rostros tenían ahora un olor casi familiar, y no les resultaban tan frías como a su llegada. Esta tierra, o mejor dicho, esta piedra, que en el país del basalto a ras del cielo al fin y al cabo era lo mismo, era ya un poco la suya. Como la audiencia se prolongaba y los sacerdotes consideraron oportuno que estuvieran prosternados aún un rato, cada uno vio al incorporarse que el otro había mojado ligeramente el suelo con sus lágrimas.

Un destacamento de treinta guerreros a caballo los acompañó desde la ciudad hasta Axum, a cinco días de marcha. Allí se reunieron con Murad el Joven y con el resto de la caravana, y también con los elefantes. Una escolta formada únicamente por siete hombres los acompañó hasta los confines del imperio, y después partieron a galope hacia la costa.

III LA CARTA CREDENCIAL

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La diplomacia es un arte que requiere un ejercicio de dignidad tan constante, tanta majestad en la compostura y tanta serenidad que es muy poco compatible con las prisas y el esfuerzo, es decir, con el trabajo. El señor De Maillet nunca desempeñaba tan bien su papel de diplomático avisado como en los momentos en que podía dedicarse por completo a su labor, porque no tenía nada mejor que hacer. No obstante conseguía elevar esa nada a la dignidad de una gracia de Estado, dotada -como es debido- de un halo de misterio e impregnada de desdén hacia todos aquellos que hubieran tenido la osadía de pedirle cuentas respecto al empleo de su tiempo. Desde que la embajada partiera a Abi-sinia, y tras los engorrosos sinsabores que le habían causado las intrigas eclesiásticas, el cónsul había podido reemprender por fin las tareas rutinarias de servicio al Estado: leía las gacetas que llegaban con retraso, estaba perfectamente al corriente de los ascensos y los traslados habidos en el seno del cuerpo diplomático, a la vez que intentaba definir la dirección de su legítima ambición. Por último, siguiendo un orden establecido con una considerable antelación, visitaba a numerosas personalidades turcas y árabes. A pesar de que no tenía nada que decirles y que tampoco consentía en escuchar nada, a menudo sus conversaciones alcanzaban el refinamiento, el cincelado de los bajorrelieves orientales que atraen la mirada y la cautivan, sin poder distinguir por ello alguna forma precisa, alguna señal, nada.

Esta armonía se rompió repentinamente en los primeros días de mayo, de aquel año 1700, o sea ocho meses después de la partida de Poncet y Hadji Ali. Todo ocurrió en dos cortas semanas. Para empezar, el correo de Alejandría llegó con una carta del conde de Pontchartrain, y el cónsul se encerró para leerla. Después de las fórmulas de cortesía propiamente dichas y de ciertas observaciones de poco interés, el ministro pasaba a comentar la cuestión de Etiopía. El señor De Maillet se quedó atónito al leer las líneas siguientes:

En cuanto al asunto de sus emisarios en Abisinia, mucho me temo que los señores jesuítas que le comunicaron a usted las intenciones del Rey pretendan hacer valer también las suyas, que no son completamente las mismas. Ciertamente, Su Majestad ha expresado ante mí su deseo de ver entrar a Abisinia en el seno de nuestra Madre Iglesia, por el esfuerzo meritorio de los servidores de la Compañía de Jesús. Sin embargo, no le complacería tanto ver en su palacio de Versalles a una representación del Rey de los abisinios. Después de la entrevista que he mantenido hoy mismo con Su Majestad, puedo afirmar que no le agradaría en modo alguno recibir a tales enviados. Es más, una embajada abisinia sólo podría disgustar seriamente al Gran Señor de los turcos, con quien ahora es más necesario que nunca obrar con toda nuestra inteligencia, dada la situación de Europa. En sus cartas, no parecía usted muy convencido de la posibilidad de que sus comisionados regresaran sanos y salvos. No obstante, si volvieran a El Cairo, y en el supuesto de que llegaran con enviados del Rey de Etiopía, le encomiendo expresamente impedir que esos plenipotenciarios continúen su viaje hasta Versalles. Usted les da la bienvenida, acepta sus respetos y luego los manda de regreso con su señor, con profusión de lisonjas y nada más.

Estas instrucciones inesperadas hacían augurar grandes problemas. Así que el señor De Maillet estuvo sombrío mientras duró la comida, y durante los días siguientes no cesó de reunirse en conciliábulo con el señor Macé, que para tal menester abandonaba el cuchitril donde vegetaba. Una semana más tarde se produjo otra sorpresa. Un caballero árabe llegó a la colonia a galope tendido, con su capa roja flameando al viento. Saltó al suelo frente el consulado, manifestando que tenía una misiva para el representante de Francia. Este la recogió personalmente de manos del mensajero, tal como se estipulaba en el sobre. Tras cruzar unas palabras con aquel hombre, el cónsul se enteró de que el correo procedía de Djedda, en la Arabia Afortunada, y que el correo había llegado hasta allí en un viaje de tres etapas. Como el destinatario debía hacerse cargo del pago, el señor De Maillet delegó en su secretario la tarea de regatear el precio del trayecto.

Esta otra carta sumió al diplomático en un estado de inquietud aún mayor que la primera, hasta tal punto que causó trastornos en toda la casa. La mente del cónsul, ese mecanismo tan hábil para desgranar hasta el último minuto de ocio, no daba abasto para asimilar aquel cúmulo de perturbadoras noticias. Por su parte la señora De Maillet también se sintió angustiada, pensando que la salud de su marido podía resentirse de nuevo.

Pero Alix, ávida de noticias, era sin duda la más nerviosa, después de aquellos largos meses en que había recorrido todos los territorios de la emoción: la esperanza, el desasosiego, el pesimismo, los más negros presentimientos… y ahora estaba empezando a saber qué era la resignación.

La llegada de los dos correos la colmó de impaciencia y curiosidad. Pero esta vez el señor De Maillet ya había tomado la determinación de no desvelar a su familia los motivos de su preocupación. Conservaba un recuerdo tenaz y desagradable del caos doméstico que se había producido por haber dado demasiadas confianzas, cuando la embajada emprendió viaje hacia Abisinia. Así que el cónsul se contentó con mascullar que había complicaciones y se cerró de banda en cuanto alguien de su entorno le hizo la primera pregunta.

A pesar de sus esfuerzos, ni Alix ni Francoise pudieron enterarse de más, ni siquiera escuchando detrás de las puertas. Tenían que conformarse con hacer conjeturas. Para Alix, nerviosa y enamorada como estaba, la hipótesis más verosímil era que algo grave le había ocurrido a la embajada de Jean-Baptiste. La desesperaba no saber nada, pero afortunadamente a Françoise se le ocurrió una idea.

– Ya que el cónsul no se confía a nadie, la única solución es hacer pesquisas por nuestra cuenta.

– ¿Entrar en su despacho? ¡Pero eso es imposible! -exclamó Alix.

Aunque se había vuelto más audaz bajo la influencia de Françoise, se espantó ante la idea de semejante transgresión.

– ¡No es tan difícil! -respondió Françoise-. Por la noche deja todos los papeles esparcidos sobre el escritorio y la puerta se queda abierta. Me lo ha dicho el joven nubio que cierra las contraventanas.

– Olvida que el guardia duerme en el vestíbulo y que sólo se puede entrar por allí.

– No sé si sabe -dijo con sutileza Françoise- que el maestro Juremi temía que el brebaje que le dábamos al padre Gaboriau, cuando empezó a frecuentar la casa, no fuera suficiente para que se durmiera del todo.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Pues que me dio otro frasco. Según me dijo, bastaba agregar unas gotas a cualquier líquido para que el buen hombre se rindiera a un sueño tan profundo que ni siquiera habría necesidad de hablar en voz baja a su lado. A aquel cura bonachón no le hizo falta. Pero aún tengo el frasco.