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Al día siguiente por la mañana hubo que despertar al guardia con un cubo de agua fría en la cabeza. El señor De Maillet maldijo la embriaguez del personal de Oriente, pero no se dio cuenta de nada más.

Sin embargo, la noche anterior, a las once, después de cerciorarse de que el guardia dormía, Alix entraba en el despacho de su padre mientras Françoisc vigilaba la puerta. La joven estaba asustada ante lo que iba a hacer, pero en cuanto hubo atravesado la puerta del gabinete dio prueba de tener mucha sangre fría.

Sobre el cartapacio de cuero rojo del escritorio reconoció enseguida la carta del conde de Pontchartrain, pues los sellos de cera y los escudos de armas del ministro grabados profundamente en el papel de filigrana la destacaban entre las demás. Alix se apoderó de la hoja con cautela, intentando retener en la memoria la posición en que se hallaba. La dejó a un lado, sin molestarse en descifrarla, pues pensó que lo esencial debía de estar en otra parte. Y así era efectivamente, porque debajo de ésta, descubrió otra más breve. Si la primera carta se distinguía del resto de la correspondencia por su pulcritud, la otra resaltaba por su aspecto lastimoso. El papel estaba arrugado, manchado por el agua de lluvias y mancillado por huellas de dedos sucios. Alix la retiró con mucha precaución. La habían enviado desde Djedda, y era la escritura de Jean-Baptiste. Alix se la llevó primero al corazón y se quedó quieta un instante, sin atreverse a leerla. Su sensibilidad se había acentuado tanto durante aquella larga espera que al apretar aquel trozo de papel que Jean-Baptiste había sostenido, sintió la misma emoción que si hubiera posado la mano sobre la suya. Unos instantes después empezó a leer. Era una nota muy escueta, escrita con rapidez y con una pluma de bambú que achataba las letras. Las líneas ascendían hacia la derecha.

Excelencia:

Vuelvo a El Cairo. La misión en Abisinia ha sido un éxito, aunque hemos lamentado la muerte del padre De Brévedent, que falleció antes de nuestra llegada a la capital de Etiopía. Traigo conmigo a un embajador del Negus. En este momento está cruzando el mar Rojo pues ha sido retenido más tiempo del previsto en Massaua. El Rey de Reyes nos ha colmado de presentes para nuestro soberano. Llevamos diez esclavos abisinios, caballos, dos jóvenes elefantes, así como otras muchas cosas. En cuanto estemos todos juntos, sólo nos restará remontar hacia Port-Said y encontrar un navio que nos lleve a casa. Si todo marcha bien, llegaremos a El Cairo dentro de un mes. Le ruego a su Excelencia…

– ¡Un mes! -exclamó Alix.

Miró la fecha, escrita a vuelapluma en la parte superior de la carta, c hizo rápidamente sus cálculos: la carta había sido escrita exactamente veintinueve días atrás.

Volvió a colocar la misiva de Jean-Baptiste en su lugar, y encima la del ministro, que no había tenido necesidad de leer porque ya se había enterado de lo que quería saber.

2

Desde la colina donde Jean-Baptiste y sus compañeros habían asentado el campamento se divisaba toda la ciudad de Suez. Apenas era un pueblo de casas árabes dominado por algunos edificios otomanos y por la mole ocre de la aduana coronada por un tejado de tejas romanas. El viento del golfo hacía ondear los estandartes verdes y deshilacliados de altas palmeras. Las velas triangulares de los navios comerciales arañaban, como una uñada, el dedo azul del mar que se hundía en los pliegues del desierto. Los viajeros habían llegado a la llanura costera de Egipto, dejando tras de sí los declives escarpados del Sinaí.

Suez es el lugar melancólico donde se consuma el sueño de las aguas. El anhelo patético y visible del océano Indico se desvanece aquí, en el extremo del brazo que el mar Rojo tiende hacia el Mediterráneo, mientras este último, envarado e inmóvil, no hace el menor movimiento para responder a su llamada. En todas partes se aprecian las siluetas o las huellas de infinidad de caravanas que tienden un puente de estelas a través de la lengua de arena que separa estas masas de agua, como si quisieran acercarlas.

El final de la estación de las lluvias agrupaba pausadamente los últimos nubarrones negros que proyectaban una oscura sombra de frescor sobre la tierra. La exigua comitiva contemplaba el espectáculo alrededor de un fuego de ramas secas que los esclavos habían preparado después de traer leña desde muy lejos. El día se apagaba rápidamente, y conforme desaparecía la luz, se iba tornando más suntuosa aún la armonía de los colores y el juego de las sombras que aquilataba los relieves y acentuaba los contrastes. Los viajeros se sentían insignificantes ante la magnificencia celeste. A decir verdad, apenas se atrevían a mirarse. El único que parecía ajeno a tales emociones era Murad, cuya única preocupación en aquel momento era la sopa. Constantemente retiraba la tapa de la marmita que cocía en el fuego para observar el color del guiso.

Del leal cortejo que les había acompañado en su partida quedaba bien poco. Los caballos de Murad no habían logrado acostumbrarse a las picaduras de los mosquitos y murieron en cuanto descendieron del altiplano. El armenio tuvo que proveerse de otras monturas enviando un mensajero al Emperador. Los cinco caballos que le mandaron perecieron también nada más llegar. Aquello resultaba muy sospechoso a los ojos de los francos, sobre todo porque sus monturas estaban perfectamente. Irritado por el retraso, Poncet tomó la delantera con el maestro Juremi y ambos pusieron rumbo a Djedda para alertar al cónsul. Finalmente, después de sacrificar -según dijo el armenio- buena parte de los enseres que atestaban las cajas, Murad colocó el resto de la carga en los asnos y en dos mulas, aunque Poncet sospechaba que había vendido aquello a buen precio en Massaua. Y ése era todo el equipaje con que contaban. Los elefantes no habían sobrevivido mucho tiempo. Uno de ellos había muerto de calor en la costa; y el otro, que parecía más fuerte, fue cargado en un pequeño mercante árabe que ocupó completamente él solo. Diez hombres lo habían empujado hasta la embarcación con la ayuda de cadenas, y cuando Murad vio flotar a la bestia por encima del agua se embarcó con el resto del convoy en otro barco que debía navegar junto al del paquidermo. Nadie supo qué debió pasarle por la cabeza a aquel animal, pero lo cierto es que en cuanto los barcos soltaron amarras y se vio rodeado de agua, el joven elefante, presa del pánico, empezó a agitar las orejas, lanzando horribles berridos. La tripulación no pudo impedir que rompiera dos de sus trabas y que diera tal patinazo que la embarcación zozobró. El mar engulló al paquidermo, que continuaba atado por dos cadenas. Cinco marineros desaparecieron en el naufragio.

Así pues, Murad llegó sin elefante. Sólo llevaba consigo las orejas del que había muerto en tierra, pues había tenido la idea de cortárselas y cargarlas en una caja de madera perfectamente cerrada con clavos. Eran unas orejas muy bellas y grandes, como las de todos los elefantes de África. Jean-Baptiste elogió la intención del armenio, pues al obrar de aquel modo había conservado un vestigio de los magníficos regalos del Emperador, con lo cual tendrían algo que mostrar a los incrédulos. Murad aceptó los cumplidos con suma modestia, sobre todo porque el motivo de acarrear con las orejas respondía a una idea muy distinta.

Había oído decir que esta parte del elefante, una vez seca, es una vianda sin parangón cuando se condimenta debidamente.

Los esclavos tampoco corrieron mejor suerte. El Nayb de Massaua, príncipe indígena que reinaba en el extremo de la isla en virtud de un firman del Gran Turco, pensaba complacer al Negus, que daba orden expresa de no importunar a los viajeros. Además, el bienestar de su pueblo dependía tanto de su poderoso vecino que no había que pensar en disgustarle. No obstante, como en el mensaje del Rey de Reyes no se hacía alusión alguna a los esclavos, el Nayb consideró de su agrado a las cuatro mujeres y se las quedó para su propio uso. Otro de los hombres de Murad pereció en la embarcación del elefante, así que llegó a Dejdda sólo con cuatro. Por otra parte, el jerife de La Meca, a quien el armenio había vendido los regalos en Massaua con el pretexto de aligerar sus monturas, se consideró poco honrado con la algalia y las dos bolsas de polvo de oro que le entregaron los viajeros. Miró codiciosamente a los dos esclavos abisinios más fornidos y manifestó que se apropiaba de ellos. No obstante, Poncet le plantó cara y consiguió que el jerife se quedara sólo con uno. Así pues, aquella noche cenaron en las tierras altas de Suez en compañía de los tres supervivientes: un adulto con un pie zopo y dos muchachos, uno de catorce años y otro de once.

En cuanto a los francos, valga decir que hermoseaban bien poco la escena. Aún tenían sus caballos y la mayor parte de los bultos, pero Poncet había estado gravemente enfermo en Arabia y durante todo el ascenso hasta el mar Rojo. Con anterioridad, en Massaua, fue el maestro Juremi quien estuvo indispuesto. Acababan ese año de viaje demacrados, enflaquecidos y debilitados por las fiebres. En el barco se les habían ulcerado las piernas; la sal del mar había inflamado sus heridas, y la arena las había terminado de irritar. Sólo tenían una baza para infundir a su regreso la dignidad que en ese momento echaban de menos: ataviarse con los calzones nuevos, las camisas de algodón con cuello de encaje y las levitas rojas que se habían procurado en Djedda. Las prendas eran parte del botín que unos corsarios habían obtenido en un reciente abordaje, y los piratas consintieron en vendérselas a cambio de una desorbitada cantidad de oro. Había llegado el momento de hacer uso de aquellas galas tan cuidadosamente guardadas hasta entonces en una bolsa de cuero, y de preparar de forma conveniente la llegada.

– Estamos a tres días de El Cairo -dijo Jean-Baptiste-. Los dos primeros los pasaremos juntos. En el último campamento dejas tu caballo, tomas una mula y te diriges hacia el norte. En dos etapas llegasal Nilo por Benha, y un día después entras en El Cairo por la ruta de Alejandría, que es por donde se supone que deberías volver.

Era un regreso poco glorioso para alguien que había participado en todas las penurias del viaje. Pero Poncet sabía que, en el momento en que el maestro Juremi tomó la decisión de reunirse con él, el viejo soldado había aceptado de antemano representar el humilde papel de siempre.

– ¿Nosotros nos quedaremos juntos? -preguntó Murad a Jean-Baptiste con cierta inquietud.