– No, no se moleste. Más tarde. Más tarde. Dígame sólo dónde está ella.
– Ah, señor Jean-Baptiste. Cuánto me alegra oír esa pregunta. Así que no la ha olvidado. Este viaje tan largo me daba miedo, ya ve usted. Yo le decía siempre que tuviera paciencia y que esperase. Pero los imprevistos del camino pueden hacer cambiar los sentimientos.
Jean-Baptiste se reincorporó por completo y se sentó en la hamaca de tela, con las piernas colgando.
– ¿Cambiar? -dijo-. No serán los míos. Pero dígame, ¿dónde está? ¿Qué piensa?
– Pues ella piensa en usted. Ese ha sido su único pensamiento desde que se marchó.
– ¡Ah!, ¡Françoise! -exclamó Jean-Baptiste mientras tomaba a la sirvienta entre sus brazos, o mejor dicho, mientras dejaba que la mujer lo abrazara como una madre.
Luego se echó hacia atrás, y con aquellas manos grandes aún entre las suyas le dijo:
– ¿Viene aquí?
– Cada día.
– ¿Cuándo?
– Pues… -le dijo Françoise mirando por la ventana, por donde pronto se colaría el sol- ahora.
Jean-Baptiste se puso de pie de un salto, y en su rostro se dibujó una expresión de profunda inquietud.-Ahora no… -dijo-. Vaya a buscarla. Deténgala. Dígale que he vuelto. Pero no puede verme así. ¿Manuel sigue aquí?
Manuel era un viejo criado que vivía en el mismo patio y que subsistía con una pequeña pensión que le había dejado su señor cuando regresó a Francia. De vez en cuando Poncet y el maestro Juremi le daban trabajo, porque Manuel era todavía un hombre muy vigoroso. Sólo tenía un defecto: estaba más sordo que una tapia.
– Está en su casa -dijo Francoise.
– ¡Llámele! Que me prepare una tina de agua y jabón. También quiero que me corte la barba y el pelo. Y usted, Françoise, me cuidará.
– ¿Está herido?
– El interior es fuerte, gracias al cielo, pero la envoltura ha sufrido algunos desgarrones.
Francoise iba a ocuparse ya de sus quehaceres cuando Jean-Baptiste le confió sus temores:
– Dentro de un rato tendré que ir al consulado. Y en cuanto se sepa que he vuelto, ya no tendrá más pretextos para venir hasta aquí. ¿Cómo vamos a vernos?
– No se preocupe. Han pasado muchas cosas en su ausencia. Ahora trabajo para la señora De Maillet. Entro y salgo del consulado cuando quiero, aunque siempre vengo a dormir a mi casa. Haremos cuanto haga falta.
– ¡Françoise! -exclamó Jean-Baptiste, besándole las manos.
Ella se apresuró a salir corriendo, pero al llegar al primer peldaño de la escalera se dio la vuelta y dijo con la mayor naturalidad que pudo, como si preguntara por cortesía:
– Y su socio, el maestro Juremi, ¿ya no está con usted?
– No -dijo Jean-Baptiste sin advertir nada de particular en la pregunta-. Ya sabe que salió para Alejandría.
– Vamos, no tiene ninguna necesidad de fingir conmigo. Sé muy bien que se reunió con usted.
Antes de abandonar El Cairo, cuando el maestro Juremi le dio instrucciones a Francoise, le confió sus intenciones y la pobre mujer interpretó su actitud como algo más que una confidencia. Guardó celosamente el secreto -ni siquiera se lo confió a Alix-, como si se tratara de lo único que un día hubiera compartido con aquel hombre.
– Bueno, pues siga pensando lo que todo el mundo piensa, que ha ido a Alejandría. Pero -añadió Jean-Baptiste sonriendo- algo me dice que seguramente estará aquí dentro de dos días.
3
Jean-Baptiste se equivocaba al creer que nada había cambiado durante su ausencia, tal como pudo constatar en cuanto entró en la residencia del cónsul. Después de largas reflexiones, éste había mandado desplazar su escritorio al extremo opuesto de la gran sala de recepción. Así pues, a partir de ese momento el mueble estuvo colocado bajo el retrato del Rey, es decir, al fondo de la sala y no al lado de la ventana como antes. Con el traslado, el cónsul ganaba en solemnidad lo que perdía en frescor. Tocado con una alta peluca de color castaño, ataviado con una casaca azul marino con ojales dorados que se abría sobre un chaleco de seda rameada y sudando más que nunca, pero soportando ese tormento con su coraje habitual, recibió a Poncet hacia las cuatro de la tarde.
Sentado detrás del gran cartapacio de cuero sobre el que sólo había un tintero de bronce de bellas formas, el señor De Maillet escuchó las explicaciones de su visitante sin ofrecerle asiento. Jean-Baptiste, limpio, afeitado, con el pelo corto y todavía muy cansado, permaneció de pie, inmóvil como una figura de ajedrez sobre el tablero que dibujaban las baldosas blancas y negras del suelo. El diplomático solía servirse de ese recurso cuando quería poner término a la conversación rápidamente. El otro recurso era aparentar que estaba malhumorado.
El cónsul puso todo su empeño en dejar claro que la misión del boticario había terminado, y que no debía esperar otra cosa que no fuera unas breves palabras de bienvenida. La misiva enviada desde Djedda había llegado una semana atrás, un lapso suficiente para eclipsar el efecto sorpresa de su regreso. En aquellos momentos el único asunto verdaderamente importante para el cónsul era recibir al plenipotenciario del Negus. El boticario debía comprender que, si bien sus servicios habían sido de utilidad para entregar el mensaje que habían tenido a bien confiarle, a partir de aquel momento la cuestión quedaba en manos de los diplomáticos, y que ningún charlatán podía aspirar a acceder a ese mundo sin caer en el ridículo. El señor De Maillet hizo las preguntas necesarias para preparar debidamente la recepción de la embajada. Quiso saber el nombre del emisario, el número de personas que integraban la comitiva, su procedencia y la hora aproximada de su llegada. Por lo demás, se guardó muy bien de animar al joven a contar las peripecias de su viaje, y cuanto Poncet intentó hacer alguna alusión al respecto, su interlocutor le hizo entender que un hombre de tantas responsabilidades como él no podía entretenerse con tales menudencias. No era cuestión de escucharle con excesiva complacencia y conceder importancia a unas peripecias que eran todos los títulos ilustres que aquel individuo tendría en toda su vida, y de los que a buen seguro intentaría sacar provecho en algún momento.
Jean-Baptiste estaba cansado hasta la extenuación. La emoción inconmensurable que había supuesto para él entrar en aquella casa y la esperanza, vana por lo demás, de que tal vez viera a Alix le habían despojado de la energía necesaria para nutrir su insolencia. Aquel recibimiento estaba en consonancia con todo cuanto se podía esperar del cónsul. Sin embargo, en el fondo de su corazón había esperado que quizás… Un profundo abatimiento se apoderó de él.
– ¿Da usted su permiso, señor cónsul? -dijo Jean-Baptiste, dirigiéndose ya hacia la puerta.
– Gracias -dijo el señor De Maillet, que era un hombre que sabía cómo recompensar los méritos-. Adiós, señor Poncet.
Cuando el joven hubo salido, Macé, que había presenciado la entrevista desde un rincón oscuro de la sala, se acercó hasta el escritorio, se inclinó hacia delante y dijo apresuradamente al cónsul en voz baja:
– Excelencia, tal vez sería oportuno que acompañara a la delegación que mañana esperará a la embajada.
– ¿Él? -dijo el señor de Maillet-. ¿Y en calidad de qué?
– Me parece que el emisario del Negus y el boticario se conocen. Así el primer contacto podría ser más fácil. El propio embajador podría preguntar por su antiguo compañero de viaje…
– Tiene razón -asintió el cónsul-. Aún puede sernos de utilidad. Vaya a ver si está en la calle y notifíquele su deber.
El señor Macé se fue presuroso hacia la puerta dejando tras de sí el fresco olor a jazmín que la lavandera había logrado impregnar en sus ropas, mitigando sus secreciones naturales.
Atravesó el vestíbulo, salió al rellano de la escalinata, e inopinadamente, se topó con Poncet, a quien imaginaba ya mucho más lejos. Le pareció que estaba conversando con Françoise, que en ese momento llevaba un cesto de mimbre bajo el brazo. No obstante, al verle llegar, la mujer desapareció en el interior de la casa, como si no hubiera interrumpido en absoluto el camino que había seguido desde el jardín. El señor Macé, que no olvidaba nada y menos aún lo que no podía explicarse, archivó la observación en el cajón de las que ocupaban un rincón recóndito pero muy concreto de su mente. Luego se dirigió a Jean-Baptiste como si tal cosa.
– Esté preparado mañana por la mañana para acompañar a la delegación que dará la bienvenida al embajador. Aún no hemos fijado la hora del encuentro, pero le enviaremos un mensaje con el guardia.
El señor Macé vaciló un instante, y a continuación añadió en voz más baja, como si deseara darle un consejo personaclass="underline"
– Y vístase con algo que esté a la altura de las circunstancias. Se trata de dar la bienvenida al plenipotenciario de un rey.
Jean-Baptiste miró a aquel estúpido. Una voz interior le decía que se echara a reír en sus narices, y otra que agarrara a aquel majadero por el jubón y que le rompiera la crisma contra la pared. Pero no hizo caso a ninguna; se sentía tan inútil y tan triste que sólo el sueño podía redimirle de aquellos sentimientos. Así que giró sobre sus talones y volvió a casa sin hablar con nadie.
En la escalinata, Françoise había tenido tiempo de intercambiar con él unas palabras.
– Alix no le verá hoy.
Jean-Baptiste le dio vueltas a aquella confidencia, y al llegar se abandonó a ese estado de profunda desesperación que no obedece a un acontecimiento dramático sino tan sólo a la turbadora constatación de que todo cuanto nos rodea sólo es soportable por la presencia o por la espera a un solo ser, y que si ese ser llegara a faltar, allí donde se eleva un mundo que aún merece la pena vivir, no quedaría más que unas insoportables ruinas pobladas de viperinos traidores y de bufones.
Alix, en su habitación, tampoco estaba tranquila. El regreso de Jean-Baptiste, como todas las cosas que se anhelan durante mucho tiempo y que uno se ha imaginado cientos de veces, era un acontecimiento tan inesperado que la pilló desprevenida. Por eso fue un alivio que Françoise la alertara cuando se disponía a salir del consulado para ir a cuidar las plantas. De ese modo había evitado un encuentro imprevisto que de antemano imaginaba lleno de dificultades.
Vería a Jean-Baptiste más tarde. Como tenía las ideas demasiado confusas para poder elaborar un plan, Françoise se encargó de todo; lo único que debía hacer Alix era arreglarse. «Sí, sí, eso es -se dijo la joven-. Sólo tengo que arreglarme.» Pero en el momento en que Françoise abandonó su habitación y Alix se sentó delante del tocador, se quedó sin fuerzas.