Después de todo un año de convencerse a sí misma de su belleza, ahora no se creía nada. Se veía mofletuda y pálida, y el color de sus cabellos la horrorizó. La mirada de Jean-Baptiste había hecho aflorar sus encantos; sin embargo, cuando se acercaba la hora de volver a afrontar aquella mirada, esos encantos se desvanecían. Su pensamiento se había anclado en la amable certeza del sueño, en esa quimera que le hacía creer que amaba y era amada. En una pasión corriente, los lazos imaginarios se entrecruzan con lazos reales, de modo que se fortalecen mutuamente. A veces ese sentimiento descansa sobre un cañamazo confeccionado de ilusión y realidad a partes iguales, de fantasmas y gestos, de deseo y recuerdos. Sin embargo, esta extraña separación había propiciado que el amor tejiera sólo la parte irreal, fina e irisada, que podía convertirse en polvo, como el ala de una mariposa, cuando uno trata de echarle mano.
Françoise subió otra vez a la habitación de Alix, pensando que ya estaría lista.
– Pero bueno, ¿qué le pasa? -dijo-. Dése prisa.
– No quiero.
– Vamos, vamos, ¿qué ocurre?
– Aquí, mire, en el ala de la nariz.
Franc,oise se acercó, entornando los ojos.
– Niña mía, yo no veo nada.
– Gracias, Françoise, pero no sirve de nada que me mienta. Tengo un grano muy grande, lo noto, y además se ve. -Luego añadió en un tono más decidido-: No quiero que nadie me vea así.
– Jean-Baptiste estará aquí dentro de un momento. Bastaría con que le viera. Viene por usted. Desea tanto cerciorarse de que sigue aquí, que le espera… A mí me parece que no hacen falta tantas ceremonias para este asunto. Vaya a su encuentro y véale. Así se sentirán más seguros de sus sentimientos y podrán estar juntos más tiempo en los próximos días.
– No, Françoise, este grano me desfigura. No quiero que me vea así.
Françoise era una mujer con experiencia, y enseguida se dio cuenta de que era inútil insistir. Alix no era tan coqueta como para que un grano fuera un motivo de preocupación. Aquello era simplemente una de las trabas que suelen manifestar los amantes. Aunque en ciertas ocasiones éstos pueden correr libremente en el espacio o en el sueño para encontrarse o escapar, cuando todavía están en los comienzos, los más leves acercamientos, como un simple movimiento con la mano o con el brazo, pueden costarles esfuerzos más denodados que romper unas cadenas de presidiario. Françoise dejó a Alix en su habitación, mordiéndose los nudillos, y fue a avisar al joven que ya había entrado en el vestíbulo.
Los nativos de Francia, Italia, Inglaterra y de otros lugares de Europa se concentraban en la colonia franca de El Cairo. Aquella colectividad estaba formada por unos pocos cientos de personas, la mayoría mercaderes. De todas las naciones, sólo dos tenían representación consular: Inglaterra y Francia. Pero la delegación inglesa -habitualmente reducida- carecía de titular en aquel tiempo, así que Francia ocupaba una posición preponderante.
El consulado de Francia ejercía directamente su poder sobre los franceses que gobernaba, e indirectamente sobre los subditos de las demás naciones. En algunos casos, Francia los protegía porque eran cristianos pertenecientes a pequeñas comunidades indefensas, como los maronitas, o porque a falta de una legación de su propio país Francia había aceptado representar a los distintos gobiernos de estos francos que no eran franceses.
No obstante, esta autoridad consular tenía poca aceptación y los mercaderes que poblaban las escalas de Levante se sometían a su potestad de mala gana. Con todo, no tenían elección, pues si los turcos les permitían vivir y comerciar en tierra islámica era a costa de tal sumisión. Para contrarrestar el poder del cónsul y tener más posibilidades de hacerse oír, los mercaderes elegían a un «diputado de la nación», o sea a alguien a quien las autoridades consulares tenían la obligación de escuchar siempre que hubiera que tratar asuntos concernientes a los franceses. En el pasado algunos cónsules se habían guiado por la ley de la fuerza para tratar con estos diputados, y ello les acarreó no pocos disgustos. Valga decir que en el momento de asumir sus funciones, elseñor De Maillet fue acogido fríamente por la nación franca, que se vio obligada a aceptar un nombramiento impuesto desde Versalles, cuando generalmente los cónsules habían sido oriundos de la colonia. Así que desde el comienzo de su mandato concentró todos sus esfuerzos en el diputado con objeto de granjearse su simpatía. El representante de entonces era un hombre gordo llamado Brelot, que se ocupaba del comercio de la seda en El Cairo pues era oriundo de Lyon. Rico y muy ahorrador en todo cuanto respecta a lo primordial -se decía que sus hijos llevaban ropas agujereadas que no habrían querido los mendigos-, se mostraba extremadamente pródigo para todo aquello que fuera superfluo. Y no tenía reparos en hacer un gasto espectacular con tal de verse en el entorno del único noble que había entonces en El Cairo, es decir, el cónsul.
Así pues, como era de esperar, el señor De Maillet concedió a ese Brelot el honor de elegir el destacamento que recibiría al embajador de Etiopía a] día siguiente. Entre las herramientas del prestigio que se estaba forjando, Brelot contaba con una señorial carroza inglesa que había comprado a un banquero de Damietta, un pobre británico que al verse arruinado la malvendió con lágrimas en los ojos por el precio de un pasaje a Marsella en una galera.
Aquella tarde, Brelot fue requerido varias veces en el consulado para hacerle unas consultas, y por la noche se terminó la lista del destacamento. Rápidamente se extendió por la colonia el rumor de la llegada de un personaje importante. Se decía que Poncet había vuelto, y algunos mercaderes se acercaron al consulado con pretextos pueriles. El señor Macé recibió órdenes de responder que el día siguiente esperaban la llegada de una eminente personalidad, por lo que se les rogaba que permanecieran en sus casas y que no hicieran alboroto en las calles. Informó también de que un destacamento esperaría al plenipotenciario, y que sólo aquellos cuyos nombres se habían incluido en la lista remitida al diputado podrían estar presentes en el acto.
Al día siguiente por la mañana, Jean-Baptiste, vivificado por una noche de sueño profundo, se levantó de un humor excelente. Analizó los acontecimientos del día anterior, estimó que probablemente había sido más conveniente no ver a Alix con demasiada premura, y que no obstante las nuevas de Françoise eran alentadoras. En cuanto a la bienvenida del cónsul, esperaría, y el plan que había ideado ya daría fe de los resultados. Por el momento sólo podía ir a recibir al embajador Murad con toda humildad, y luego orientar a éste por la vía que se había trazado. Se puso la hermosa casaca roja por encima de una camisa de encaje fino, limpió de polvo un sombrero que había dejado en un armario, se aseguró la espada al costado y fue a ensillar el caballo.
Cuando llegó al consulado, el destacamento estaba dispuesto. A la cabeza estaba el señor Fléhaut, el canciller del consulado. Jean-Baptiste siempre había visto al hombre enfrascado en la tarea de hacer humildemente las cuentas y enviar el correo, pero era igualmente miembro de la casta diplomática, aunque estaba muy por debajo del señor De Maillet. Iba ataviado con una casaca bordada y llevaba un gran sombrero de plumas. Nunca había tenido un aire tan distinguido. A su derecha se encontraba el señor Frisetti, el primer dragomán del consulado. Este cultivaba sus dotes en la ciudad y vivía de las traducciones comerciales. El cónsul requería sus servicios ocasionalmente para algunas interpretaciones delicadas y le había proporcionado una acreditación para traducir todos los documentos oficiales que se intercambiaban con los turcos. A la izquierda del señor Fléhaut, en un caballo enjaezado como el de un príncipe, Brelot se daba postín. Habían tenido muchas dificultades para alzarlo hasta la silla pues no se podía doblar debido a la gota, pero aun así tenía buena planta bajo aquella gran peluca de color castaño y con aquella casaca de seda tan exquisita. Detrás marchaba la carroza, con un cochero. Brelot había tenido el honor de obtener un asiento en la carroza en la que regresarían con el embajador. Por último, detrás, en dos hileras, montados en caballos de condición inferior, iban cuatro mercaderes, elegidos al término de largas negociaciones. Dos de ellos eran Venecianos y se habían comprometido a prestar su hotel como alojamiento al ministro abisinio con tal de tener el privilegio de figurar en el convoy. En todas estas discusiones protocolarias, el único punto que se zanjó rápidamente fue que Poncet habría de contentarse con cabalgar en último lugar, de modo que se colocó en su sitio con mucho gusto. El destacamento se puso en movimiento a las diez de la mañana, tras convenir que, en cuanto se reunieran con la caravana del emisario, el cortejo acompañaría a los extranjeros a la colonia y pasaría ante el balcón del consulado, donde recibirían la salutación del cónsul. Eso era todo cuanto se podía hacer hasta que el diplomático se hubiera acomodado y se hubieran intercambiado oficialmente las acreditaciones pertinentes. Por último conducirían al embajador hacia la Comarca de Venecia, como se llamaba a la zona del barrio franco donde residían los italianos.
El cortejo atravesó la ciudad vieja de El Cairo siguiendo la ruta de las murallas para no llamar excesivamente la atención de los turcos,que siempre desconfiaban de este tipo de actos si no sabían a qué obedecían. Luego salieron a los arrabales por la puerta del Gato, y poco después se adentraron lentamente en el desierto. Se detuvieron a un cuarto de legua de la fortificación de la ciudad, en el lugar donde se hallaba el templo por el que Poncet había cabalgado la noche anterior al claro de luna. La jornada era cálida y el viento del desierto levantaba remolinos de arena que irritaban los ojos. Los hombres que componían el destacamento se separaron unos de otros sin llegar a dispersarse, de manera que todos pudieron disfrutar de un poco de sombra. Era un espectáculo bastante peculiar. Unas inmensas columnas griegas erosionadas por los vientos emergían del desierto gris; y detrás, diseminados y tiesos sobre sus caballos, unos caballeros inmóviles con traza de hidalgos sudaban debajo de sus casacas de gala y sus pelucas. Unos escrutaban el horizonte y otros, para mitigar el aburrimiento, se entretenían en contar las cagarrutas negras y brillantes que dejaban en el suelo unas ovejas al cuidado de un viejo pastor con turbante.