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Conforme se prolongaba la espera, Poncet, que se temía una avalancha de preguntas embarazosas, decidió adelantarse. Espoleó su caballo, galopó durante una hora, y volvió al trote sin haber visto nada.

La tarde había empezado bien… Los dignatarios se habían bajado de sus caballos, estaban en camisa, abatidos por la sed y dispuestos a descargar su ira contra él.

– No comprendo -les dijo-. Ha debido ocurrirles un percance grave.

Se daba perfecta cuenta de que aquellos hombres incluso dudaban ya de que pudiera existir un embajador. Ahora bien, si estaban intranquilos porque no lo conocían, Poncet, que lo conocía demasiado bien, tenía otros motivos para preocuparse por la suerte de Murad.

– Van a dar las cuatro -dijo Jean-Baptiste-. Les propongo regresar. Mandaremos a dos jenízaros para que monten la guardia y den la alerta por si llegara de noche.

Sin esperar unas respuestas que no podían ser amables, espoleó su caballo y cabalgó hacia El Cairo.

4

Los centinelas árabes que custodiaban aquel día la puerta del Gato eran dos afortunados ancianos con gloriosas cicatrices por todo el cuerpo. El agá de los jenízaros había reconocido sus méritos de guerra, nombrándolos para ese apacible puesto en el que acabarían sus vidas. En aquellos días, El Cairo estaba más amenazado por las revueltas que por las invasiones, así que los guardias apostados en las puertas se contentaban con cerrarlas por la noche para impedir que entraran las hienas y otras fieras del desierto. Los dos ancianos se pasaban el día a la sombra de la gran bóveda de la puerta, sentados sobre una alfombra, con las piernas cruzadas, jugando a las damas o bebiendo el té que una niña descalza les traía del bazar vecino. Hacia las nueve de la mañana, en medio de la multitud que entraba a la ciudad, repararon en un hombre vestido con unos bombachos de franela altos de cintura, como los que llevan los kurdos. Como estaba metido en carnes y todo su peso recaía en el lomo de una pobre mula, el animal se había plantado en medio de la rampa que conducía a la puerta y se negaba a avanzar. El hombre estaba agotado de tanto azuzarla con una rama, pero seguramente ésta debía impresionar poco al animal, puesto que estaba reblandecida y rota por algunos sitios. Tres esclavos negros que parecían nubios, aunque no tenían propiamente sus facciones, empujaban la grupa de la mula; pero ésta se obstinaba en afianzarse sobre las patas traseras, y sólo conseguían impedir que se sentara completamente. Un poco más lejos, tres burros, muy tranquilos y atados entre sí, con bultos, y otra mula comían las briznas diminutas de hierba que crecían entre los sillares de la muralla.

El hombre descendió finalmente de aquella terca montura, se acercó a los centinelas y se detuvo exhausto ante ellos después de recorrer una docena de pasos.

– ¡ Ah! ¡Queridos amigos, hermanos míos! -dijo jadeante-. ¿Pueden ayudarme a traer la mula hasta aquí? Este maldito animal no ha franqueado nunca en su vida la puerta de una ciudad. Se ha asustado y no quiere saber nada del asunto.

El hombre hablaba árabe con acento sirio.

– ¿De dónde eres tú? -preguntó uno de los centinelas-. ¿Acaso en tu ciudad no hay puertas?

– Vengo de Van, en Anatolia, y a fe mía que allí las puertas no nos faltan. Pero mi mula es harina de otro costal. Se la compré a unos campesinos en Arabia la Afortunada.

– ¡Entonces, es una mula que no sabe leer! -replicó el anciano, echándose a reír.

El otro anciano, aunque no sabía dónde estaba la gracia, se dejó contagiar por la hilaridad de su compañero. Al verles reír, el viajero creyó oportuno echarse a reír también y lo hizo de tan buena gana que por poco se le cae el turbante de seda.

– ¿Y se puede saber adonde vas con esa bestia que no sabe leer? -le preguntó uno de los ancianos, alzando el tono para que el corrillo que se había formado en torno suyo pudiera disfrutar de aquella chanza.

– Voy a la residencia del cónsul de los francos -contestó el viajero.

– Así que quieres saber si tu mula lee el latín… -dijo el otro viejo, desatando una nueva oleada de risas a las que también se sumó de buena gana el hombre de la mula.

Hubo aún dos o tres variantes más sobre el tema y luego volvió la calma. Los centinelas tenían los ojos entornados y se enjugaban las lágrimas. Aquel extranjero bonachón les había caído simpático, porque se habían divertido a costa suya y ni siquiera parecía enfadado.

– ¿Cómo te llamas, hermano? -le preguntó uno de los guardias.

– Murad, amigo mío.

– En buena hora. En fin, Murad, nosotros no vamos a tirar de tu mula. Conozco bien estos animales. No serviría de nada. Pero vamos a hacer algo mucho mejor. Vamos a darte un consejo, un buen consejo, ¿me entiendes?

– Te escucho -dijo Murad, un poco decepcionado.

– Si continuaras por aquí, tendrías que cruzar toda la ciudad. Hay muchas arcadas en los callejones y tu mula, como no sabe leer, creería que son puertas… Así pues, lo mejor es que des media vuelta. ¿Ves una chumbera muy grande que hay allí, al pie de la rampa?

– Sí, la veo.

– Gira a la derecha inmediatamente después y continúa por la vereda que rodea la ciudad. De lejos verás otras puertas. Cuenta seis, y cuando llegues a la séptima te acercas. No es una puerta como ésta, sino una gran verja que no le dará miedo a la mula. Cuando la hayas cruzado, a cien pasos por tu derecha encontrarás el barrio de los francos.

Murad les dio las gracias calurosamente, dejó allí a los dos ancianos y siguió sus consejos, esta vez de pleno acuerdo con la mula. El corrillo se dispersó lentamente bajo la puerta del Gato. Una hora más tarde, cuando los centinelas estaban riéndose aún, vieron pasar al trote ligero una comitiva de francos como no habían visto en mucho tiempo pues todos ellos iban ataviados con vistosas levitas y pelucas, y entre sus caballos enjaezados llevaban consigo una calesa de color negro brillante. Descendieron la rampa y se alejaron rápidamente de la ciudad.

El jardinero del consulado era un viejo copto muy abnegado que jamás entraba en el consulado. Durante la estación seca, a la caída de la noche y hasta muy tarde, todos le oían deslizarse por las alamedas con una regadera de latón en la mano sin hacer más ruido que el del murmullo del agua cayendo como una lluvia sobre las hojas secas. Pero aquel día el jardinero no tenía otra elección. El consulado estaba vacío pues el cochero del señor De Maillet, los guardias diurnos y nocturnos y dos lacayos habían acompañado a la delegación que había ido a esperar la embajada. Sólo estaba él, Gabriel, el viejo jardinero, y como no encontraba a nadie a quien transmitir su mensaje, fue franqueando todas las puertas, cada vez más inseguro, hasta llegar al despacho del cónsul. Después de haber dejado la peluca en un colgador de madera y la casaca adamascada, el señor De Maillet había empezado a deambular por la estancia en camisa de encaje, calzas de seda y con un pañuelo en la mano para enjugarse el sudor. El señor Macé, constreñido en una silla, esperaba una orden o una palabra de su superior cuando vio llegar al indeciso jardinero.

– ¿Qué querrá éste ahora? -dijo el cónsul cuando reparó en él.

El señor Macé se dyigió al anciano en árabe pues no hablaba ninguna otra lengua.

– Dice que un hombre desea verle, Excelencia.-¡Un hombre! -exclamó el cónsul con una sonrisa maliciosa-. ¡Qué raro! ¿Y por qué no una calabaza o un murciélago? Dígale a ese ignorante que ya tiene bastante con ocuparse de nuestros arriates, y que no lo vea más por aquí. Si un hombre pregunta por mí, que le diga que estoy ocupado.

Después de escuchar la traducción de la respuesta, el anciano torció el gesto, ofendido.

– Dice que va a decírselo. No obstante, duda de que se vayan de donde están.

– Que se vayan… -se extrañó el cónsul-. ¿Pues cuántos son?

– Cuatro -dijo el anciano-, con asnos y mulas cargadas con bultos.

– ¿Y a qué se parecen? ¿No será una caravana? -preguntó el señor De Maillet.

– Como quiera llamarlo -respondió el jardinero-. Es una caravana, aunque no se parece en nada a las que he visto por aquí.

– ¿Por qué los ha dejado entrar el guardia de la colonia?

– Seguramente porque le habrá dicho lo mismo que a mí.

– ¿Y qué le ha dicho?

– Sólo -dijo el anciano con una mueca de respeto que dejaba entrever que iba a desquitarse por el recibimiento del cónsul- que es el embajador del Negus de Abisinia.

El señor Macé palideció al traducir estas palabras.

– ¡Dios mío! -exclamó el señor De Maillet.

Los diplomáticos se quedaron desconcertados unos instantes, y luego se aproximaron al ventanal con mucha cautela. Dieron una ojeada afuera, e inmediatamente se echaron hacia atrás.

– ¡Será posible! -dijeron los dos al unísono.

Volvieron a mirar. Allí abajo, bajo los plátanos de la alameda, se había detenido una mísera representación formada por tres asnos medio pelados, con la cruz en carne viva y picoteada por pajarillos, y dos mulas que no habrían querido ni los aguadores más necesitados de El Cairo. Aquellos pobres animales cargaban con voluminosos paquetes, amarrados directamente sobre el pellejo con cuerdas de sisal envueltas en guiñapos para proteger las zonas más lastimadas. Tres negros alelados esperaban de pie, vestidos con túnicas de algodón que habían adquirido el color del desierto. Mientras, Murad se había quitado una de las botas y se rascaba con ahínco la planta del pie, sentado en el suelo y con la espalda apoyada en un árbol.-Macé -dijo por fin el cónsul, a sabiendas de que un hombre como él, nacido para dar órdenes, no debía dejarse impresionar-, baje y salúdele respetuosamente de parte del consulado. Explíquele la situación y llévelo a la residencia de la Comarca de Venecia, donde le esperan.

El secretario abandonó la sala después del jardinero, que ya había desaparecido. Cuando el señor De Maillet se quedó solo, miró hacia el Rey, y de repente sintió un inmenso respeto por su genio y por el del ministro Pontchartrain, cuya última carta recordaba con lágrimas de gratitud.