El señor Macé, que ya había llegado junto a Murad, el cual seguía rascándose el pie, tosió para llamar su atención.
– ¡Vaya, por fin aparece alguien! -dijo el armenio, calzándose la bota y poniéndose de pie.
Y tendió al señor Macé la misma mano con que se acababa de rascar vigorosamente los dedos de sus extremidades inferiores.
– Soy Murad, el embajador de Etiopía.
– Bienvenido, Excelencia -dijo el secretario, desriñonándose para inclinarse todo cuanto fuera posible, y de paso evitar el apretón de manos.
– Vamos, vamos, incorpórese -dijo Murad solícito-, va a hacerse daño. Y dígame si estoy hablando con el cónsul.
– No, Excelencia -respondió el señor Macé, con el sombrero en el corazón, una pierna tensa, ligeramente hacia atrás y la cabeza inclinada-. El señor cónsul me ruega que reciba a Vuestra Excelencia y que le salude respetuosamente de su parte. El señor cónsul le presenta asimismo sus excusas. Una delegación protocolaria salió a recibir su convoy, pero no lo encontró.
– Esta maldita mula tiene la culpa -dijo Murad, dándole un puntapié a la bestia, que no se inmutó-. No ha querido saber nada, así que nos hemos visto obligados a hacer un rodeo y pasar por una verja… En fin, la cuestión es que hemos llegado. El camino ha sido largo, créame. Y bien… ¿dónde está Poncet?
– Está con la delegación.
– ¡Con la delegación! Pero ¿qué voy a hacer yo entonces? No conozco esta ciudad, y nadie querrá alojarme.
– ¿Alojarle? Pero Excelencia, si estábamos esperándole… Sólo tiene que seguirme.
– Ah, qué buena noticia. ¿Y también nos darán de comer?-De comer, de beber y todo cuanto desee Vuestra Excelencia -dijo el señor Macé, cada vez más extrañado.
– En buena hora. Bien, le sigo. Vosotros, venid aquí. Son abisinios, por lo general un pueblo trabajador, pero parece que a mí me han dado los tres más perezosos. Vamos, vamos.
Hicieron avanzar las mulas y los asnos y atravesaron toda la colonia. El señor Macé celebró que el cónsul hubiera mandado prohibir el tránsito. Cuantos menos testigos hubiera de aquella llegada, menos posibilidades habría de que un día al «infante de lenguas» se le apareciese un fantasma del pasado c intentara arruinar su carrera afirmando que le había visto conducir los dos burros del embajador de Etiopía.
Murad se detuvo en el camino para hacer una necesidad junto a un plátano. Sin duda los ruidos que emitía con la garganta eran una buena prueba de su alegría.
Por fin llegaron a la Casa de los Venecianos. Se trataba de una construcción de madera. La planta baja estaba destinada a la embajada; la superior tenía un saledizo, sostenido por un conjunto triangular de vigas que resultaba bastante elegante. Estaba separaba de la calle por un jardín de reducidas dimensiones, aunque cuidado con mucho esmero. En medio del césped, unos setos de boj uniformemente podados reproducían las armas de la República de los dux, formando una especie de escudo en relieve, verde sobre verde. Murad se empeñó en que las bestias entraran en el jardín, y mandó a los abisinios que las dejaran en libertad cuando hubieran descargado los bultos.
El armenio se descalzó para entrar en la casa, se sentó en el primer sofá que encontró y juró que de allí no se movería.
El señor Macé desapareció para ocuparse de que trajeran un refrigerio, según dijo.
– ¡Y sopa! -gritó Murad antes de que se fuera.
A su regreso, el secretario dio cuenta al cónsul de tan peculiar comportamiento. El señor De Maillet le dijo que un diplomático que se deja sorprender en tierra extranjera es como un caballero que levanta el yelmo en pleno combate.
– Y otra cosa -dijo solemnemente el cónsul-, seamos indulgentes. Hay que pensar en el lugar de donde viene.
También se había confeccionado una segunda lista en la que figuraban los mercaderes que, al no haber tenido la suerte de formar parte de la delegación, habían sido propuestos para que dispensaran otros honores, sobre todo el de llevar unos refrigerios.
– ¿Cree que es necesario? -preguntó el señor Macé.
– Evidentemente -contestó el cónsul-. Dígale al primero de esos señores que cumpla con su cometido.
Durante toda la tarde fueron pasando por la Casa de los Venecianos dignos mercaderes y un desfile de lacayos con cestos de frutas, confiteros con pasteles y fuentes de entremeses. Todos pagaron a ese precio el honor de acercarse al embajador de Etiopía. Acto seguido se apresuraron a ir al consulado para decirle al señor De Maillet que no los enredarían otra vez, y que nadie podía creer que el grosero personaje que les había recibido fuera el ministro de un rey. Guardándose muy bien de atacar al cónsul directamente, acusaron a Poncet de impostura. La delegación encabezada por Brelot llegó en el momento en que se sucedían estas lamentables escenas. Los miembros de la otra comitiva también estaban furiosos contra Poncet. No obstante, cuando se enteraron de la verdad, dejaron de acusar al boticario por haberles hecho esperar a un emisario inexistente, pero al instante hicieron suyas las críticas que le dirigían los ciudadanos ilustres que habían llevado los refrigerios. Jean-Baptiste se escabulló, aprovechando la confusión que reinaba en el consulado.
– Silencio, señores -dijo el cónsul con una voz poderosa que se impuso sobre el tumulto-. Les ruego que se retiren y les agradezco su colaboración.
Continuaron oyéndose las protestas, y el cónsul las atajó con un gesto enérgico.
– Ese hombre es el emisario de un gran soberano cuyo reino ha estado apartado de la civilización desde hace siglos. Por ese motivo debemos ser indulgentes, y por ese motivo también su llegada es un gran acontecimiento, a pesar de estos incidentes. A partir de mañana sabremos qué manda decir el Rey de Abisima.
Después de salir de la residencia del cónsul, Poncet se dirigió directamente a la Comarca de Venccia para ver a Murad. El armenio había ordenado que amontonaran los muebles fuera, junto a la pared, así que al entrar vio el salón de los Venecianos completamente vacío. En la que antes había sido sala de recepción de los mercaderes sólo quedaban las alfombras y los cojines, que habían sido quitados de los sillones y que ahora se hallaban dispuestos en el suelo. Murad estaba allí sentado, con las piernas cruzadas, bajo la gran araña de perlas de cristal, rodeado de un buen número de bandejas de plata, copas de cristal y magníficos cántaros preciosos.Jean-Baptiste quiso que le contara el asunto de la mula y la razón de que hubiera llegado por un camino inesperado. Además escuchó la versión de Murad sobre el recibimiento que le habían dado en la colonia. El armenio pensaba que todos esos mercaderes eran muy desvergonzados pues después de decirle que estaba en su casa y que todos los presentes eran suyos, habían pretendido restringir el uso que pudiera hacer de todos sus supuestos bienes. Nada les parecía bien: ni que las mulas estuvieran en el jardín ni el traslado de los muebles, ni tampoco el café que los abisinios habían preparado con tanto placer en un pequeño fuego, encendido cuidadosamente en el mosaico del vestíbulo.
Después de reírse mucho con su aventura, lo cual terminó de indignar a Murad, Jean-Baptiste le dijo que no modificara en nada su conducta. Luego, le dio instrucciones muy precisas con respecto a qué habría de hacer y decir al día siguiente, cuando vinieran a pedirle sus cartas credenciales.
A continuación Jean-Baptiste se dirigió a casa. Esperaba noticias de Alix, de un modo u otro, y estaba nervioso porque no podía quitarse de la cabeza que no la había visto el día anterior.
Subió las escaleras a tientas, encendió una vela y descubrió, como esperaba, un papel doblado en cuatro debajo de la palmatoria. Se trataba de una nota de Françoise pidiéndole que estuviera en el jardín que quedaba al fondo de la calle de la colonia, cuando hubieran sonado las dos de la madrugada en la campana de la capilla.
5
Alix, de pie en su habitación, esperaba que llegase la hora en la oscuridad. La luna apenas se insinuaba, y constantemente se oscurecía por el paso de los nubarrones; por eso Frangoise había considerado factible hacer ese largo recorrido por las calles que las mantendría alejadas del consulado y de sus espías. Al caer la noche, cuando todavía tenía mucho tiempo por delante para decidirse, la joven había estado diciéndose que no iría a esa cita, que era una locura, que ponía en peligro su honor. Pero a medida que pasaban las horas rechazaba esas ideas con tanto denuedo como quien acorrala contra un muro a un bandolero que ha intentado un asalto. Y se dijo: «¿Acaso no es verdad que lo amo con toda mi alma?»
Desde aquel instante se sintió tan segura de que iba a ir como antes de lo contrario. Súbitamente afloraron a su mente las certezas que había adquirido por sí misma en el transcurso de ese año en vez de los anticuados argumentos asimilados en su educación. Durante esos meses en los que tanto había conversado con Françoise, había aprendido cuan dignos son los amores verdaderos que no se forjan en el interés sino con la pasión. En cuanto al honor, bastaba con mirar a su madre que tan bien había sabido guardar el suyo para comprender que se había convertido en la esclava del hombre que se había apropiado de su honra. Alix se hacía estas alarmantes reflexiones mientras se vestía. Por lo demás, quien osara creer que obraba así porque estaba bajo la férula de Françoise, se equivocaría de medio a medio. Cuando salieron de la casa por la puerta de servicio y sus sombras se confundieron con las de la calle, Alix se estremeció de felicidad no sólo por pensar en lo que estaba haciendo sino por la evidencia íntima y casi salvaje de que aquel acto, aquel acto no exento de peligro, tal vez era una forma de sacrificio que satisfacía la parte más auténtica de sí misma, y a la vez la menos doblegada por la civilización, eso que se podía llamar sencillamente su carácter.
Mientras esperaba la cita, Jean-Baptiste estuvo pensando que sólo había tenido amores fáciles y efímeros; aventuras donde el primer momento, que a menudo es también el último, adquiere la forma de una lucha; donde cada cual, lúcido y frío, trata de conquistar o resistirse; y donde al final ese triste juego se reduce a disimular tanto tiempo como sea posible los verdaderos sentimientos. Pero esta vez cada uno sabía de antemano y hasta el fondo de su ser qué sentía el otro. No era una cuestión de conquistar ni de abandonar a nadie. Ahora se trataba de dar a luz -al aire donde resonarían las palabras y se desplegarían los gestos- ese amor ya concebido que había vivido en ellos tanto tiempo. No obstante, se sentía torpe ante tal responsabilidad.