Cuando sonaron las dos campanadas ahogadas en la oscuridad, los dos estaban en camino; Alix y Françoise caminaban por la izquierda de la verja, mientras Jean-Baptiste, que se había escondido en el fondo del jardín, se acercaba a la entrada. Ambos tenían la impresión de vivir un momento fugaz, irreparable, precioso, no por el compromiso que entrañaba y que se había sellado hacía mucho tiempo, sino sencillamente porque no volvería nunca más. Los dos estaban decididos a hacer perdurar ese instante tanto como pudieran, a conservarlo, como se retienen en la memoria los rasgos de alguien a quien se ve por última vez. En suma, habían tomado la resolución de no precipitar nada. Sin embargo, en cuanto se distinguieron sus sombras, en cuanto se quedaron solos uno frente a otro, les faltó voluntad: las ausencias, la inquietud que inspiraba aquel lugar desierto y oscuro, y sobre todo el deseo que habitaba en ellos les impulsó a abrazarse inmediatamente y a cubrirse de besos en silencio.
– ¡Qué felicidad! -repetían.
Y volvieron a saborear sus bocas, a tocarse con manos inquietas que parecían querer cerciorarse meticulosamente de la presencia del otro, de su realidad, al tiempo que sentían la dulzura.
Mientras se hallaban inmersos en ese estadio del amor donde no existe nada alrededor, apenas pronunciaron palabra. Les bastaba estar juntos. Pero Françoise, que vigilaba junto a la verja, se acercó y les dijo en un susurro que no debían demorarse. Al oír aquellas palabras, se les apareció de nuevo el mundo y todos los obstáculos que se alzaban en su camino.-¿Cómo vas a convencer a mi padre? -preguntó Alix mirando a su amante, de quien sólo distinguía sus delgadas formas en la oscuridad-. Siempre habla de casarme…
– Por el momento -dijo Jean-Baptiste-, no hay que decirle nada, que no se entere de nada. Pero debemos vernos, porque ya no puedo vivir sin tenerte en mis brazos, ahora que por fin estamos juntos. Ante todo es fundamental que nadie sepa nada hasta que pongamos en práctica mi plan. Voy ir a Versalles.
– ¡Cómo! -exclamó Alix, abrazándose a él-. Acabas de llegar y ya quieres irte…
– Es la única solución, créeme. El Rey quería una embajada y yo se la he traído. Ahora sólo él puede darme la recompensa que necesito. Regresaré con un título nobiliario, y tu padre no podrá negarme nada.
Alix estaba dispuesta a creer todo cuanto le decía el hombre que la amaba. El plan la contrariaba porque suponía estar separados algún tiempo aún, pero estaba de acuerdo en que era la mejor solución y juró a Jean-Baptiste ayudarle como pudiera.
– La única ayuda que puedes prestarme es que no me olvides.
La joven lanzó un grito de indignación que se ahogó en un largo beso.
Frangoise regresó de nuevo y les suplicó que se despidieran, puesto que los jenízaros empezarían a hacer su ronda muy pronto. Se alejaron, volvieron corriendo uno hacia el otro, se fundieron en un abrazo una vez más y finalmente se fueron cada uno por su lado en aquella noche cálida, donde se oía el crujido de las palmeras agitadas por el viento.
Murad confiaba en Jean-Baptiste, y al acordarse de que el Negus en persona había dado testimonio de la estima que le merecía el extranjero, accedió en obeceder al médico en todo. No le resultó muy difícil adoptar esa actitud, sobre todo porque los demás habitantes de la colonia franca no le gustaban. Aquellos mercaderes demasiado ricos y demasiado amables le recordaban a su antiguo amo de Alepo, un gran hipócrita de ademanes bondadosos. Más de una vez había tenido que contenerse para no lanzarle los platos a la cara, y ahora disponía de los medios necesarios. Así pues, si éstos tenían que pagar los platos rotos sin haber hecho nada, peor para ellos.
– ¿Cómo? ¿Mis cartas credenciales? -respondió con arrogancia cuando el señor Macé se presentó para pedírselas-. ¿ Por quién me toma? Soy el emisario del Rey. El Rey de Reyes, desde luego.
Y mirándose una mano rolliza donde lucía un anillo de cobre enfundado en el dedo meñique, añadió:
– Su Majestad me pidió expresamente que confiara sus cartas al Rey de Francia en persona. Así pues, debo ir a Versallcs para entregárselas.
El señor Macé insistió, pero el armenio se mostró intransigente y terminó por despedirlo sin ninguna delicadeza. El secretario entró en el consulado y refirió la entrevista al señor De Maillet con el semblante tan apesadumbrado como si le estuviera dando el pésame.
– ¡Con que ésas tenemos! -exclamó el diplomático-. ¡Así que se mega a entregar sus cartas! ¡Hasta ahí podíamos llegar! ¡Pero qué maneras son ésas! Le hemos permitido sentarse en el suelo e insultar a toda la colonia, así que lo menos que podría hacer es tomarse la molestia de presentarse debidamente.
– Tal vez a usted… -sugirió Macé.
El cónsul se quedó inmóvil ante el pobre infante de lenguas, fulminándole con la mirada.
– ¿Acaso piensa usted que yo, el representante del Rey de Francia, puedo dirigir la palabra a alguien que no se digna a mostrar su acreditación?
– Evidentemente que no -admitió Macé.
– Bien -dijo el cónsul-. Le enviaremos otra delegación.
– Ningún mercader quiere volver.
– En tal caso irá usted mismo -dijo el señor De Maillet-, y le dirá que si no entrega sus cartas entre hoy y mañana será expulsado de la colonia y tendrá que buscarse un alojamiento por su cuenta en la Ciudad Vieja.
Macé fue a hacer su encargo y regresó después de ser despedido con cajas destempladas. Murad llegó incluso a lanzarle a la cabeza un trozo de baklava muy grasa que se estaba comiendo.
– Esta comedia ya ha durado demasiado -dijo el señdr De Maillet con mucha sangre fría y en tono resuelto-. Sé muy bien cómo poner en claro este asunto de la carta. Y créame, si confiesa que no tiene ninguna, no tendré ningún escrúpulo en ponerlo de patitas en la calle, con sus animales, sus esclavos y sus guiñapos.
Y diciendo esto, el cónsul pidió que prepararan la carroza y ordenó que se hiciera anunciar en la residencia del pacha.
A su regreso de la audiencia estaba visiblemente satisfecho y pasó una noche excelente. Pero por desgracia, cuando al día siguiente entró en su gabinete de trabajo, anunciaron la visita del padre Plantain.
El jesuíta había llegado a El Cairo poco tiempo después de la partida del padre De Brévedent. El ataque que había abatido al padre Gabonau había propiciado que el recién llegado se presentara oficialmente, de tal forma que el padre Plantain se había convertido en pocas semanas en el representante oficial de la Compañía de Jesús en esta escala de Levante.
Era un hombre de unos cuarenta años que había heredado sus anchos hombros de una familia dedicada desde siglos al comercio de ganado vacuno en la región de Charolles. Tenía unas manos largas y finas que cruzaba y descruzaba lentamente, mirándolas con ternura, tal vez porque eran la única parte de su cuerpo que desmentía sus orígenes de ganadero. Su rostro parecía aplastado bajo el enorme disco de un cráneo redondeado y canoso, que sobresalía por encima de los ojos. Esta frente alta, considerada muchas veces como un signo de inteligencia, le daba en cambio, un aire ligeramente apocado, como si fuera a desplomarse sobre la cara. Con semejante físico sólo podía haber sido descuartizador o músico. Afortunadamente se decantó por los estudios y entró en el noviciado. Durante su estancia en El Cairo había dado al cónsul sobradas pruebas de su malicia y de su habilidad para urdir intrigas. Al principio, el señor De Maillct creyó erróneamente que el cura era directo e inofensivo, pero al descubrir su verdadero carácter se sintió engañado, y a partir de ese momento no tuvo reparos en estimar que el cura era capaz de los fariseísmos más impensables.
– ¡Cuánto me alegro de verle, padre! -dijo el cónsul al contemplar al hombre de negro en el vano de su despacho.
Desde el primer momento, el diplomático se armó de la prudencia con que se actúa para atrapar a un animal venenoso con la punta de un bastón.
El padre Plantain no se anduvo con tantos remilgos y disimuló su hipocresía con una rudeza casi militar, soltando un «Excelencia» como si se tratara de un ladrido, y poniéndose en posición de firmes. Por su parte, el señor De Maillet tomó del brazo al hombre y lo acomodó en un sillón.
– He recibido su nota, Excelencia -dijo el jesuíta-. Se lo agradezco mucho. ¡Ésta sí que es una magnífica noticia! Hace una semana supimos gracias a usted que lamentablemente el padre De Brévedent no había podido terminar el viaje. ¡Pero aparte de esa desgracia, por fortuna ha llegado el embajador que esperábamos!
El cónsul había alertado al representante de la Compañía de Jesús del regreso de la misión, pero no le había invitado a unirse a la delegación que debía esperar al plenipotenciario. Considerando la situación reprospectivamcnte, se podía pensar que le había negado ese honor a propósito.
– Aunque espero su confirmación -continuó el cura-, parece que han regresado con tres indígenas de Abisima.
– Eso me han dicho a mí también -dijo el cónsul.
– ¿Cómo, acaso no los ha visto?
– Sólo de lejos.
El señor De Maillet no tenía intención de comentar el asunto de las cartas credenciales con aquel intrigante.
– Acaban de llegar, no lo olvide -añadió por si acaso.
El hombre de negro sacudió varias veces la cabeza y, habida cuenta del peso que eso podía suponer, su interlocutor padeció un poco por él.
– Tres abisinios en los asientos reservados a los alumnos de Oriente en el colegio Luis el Grande causarán verdadera sensación -dijo el jesuita, con los ojos brillantes.
El cónsul forzó una sonrisa.
– Está usted informado, Excelencia -continuó el jesuita, inclinándose hacia delante-, de que al parecer los capuchinos capturaron a siete cuando Etiopía estaba en guerra con el Rey de Senaar. ¡A siete! ¿Se da usted cuenta? Y que van a ir derechos a Roma… -Se inclinó y prosiguió en un tono más bajo aún-: Si los turcos los dejan embarcar.
Acompañó esta conclusión con una sonrisa que revelaba su intención de no dejar que las cosas siguieran su curso sin intervenir.
– Nosotros tendríamos las mismas dificultades -aventuró el cónsul, arrepintiéndose de sus palabras inmediatamente- para hacer salir del país a los tres abisinios que han llegado ahora…