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– El agua que Dios envía sobre la tierra -dijo el pacha- está destinada a alimentar a aquellos que creen en Él y que siguen las enseñanzas de su Profeta. Si tu señor se imagina que tiene algún poder para que la lluvia caiga primero sobre sus miserables montañas, se equivoca. ¿Y para decirme esto te ha convertido en emisario?

– No, Excelencia.

– Eso pensaba, porque al menos habrías venido a verme. Desde que has llegado, tú, subdito del Sultán, no te has dignado a presentarte ante él, que soy yo.

– Tenía la intención, Excelencia, pero el tiempo…

– No mientas. Sé la verdad. El Negus te envía en busca de una alianza con los francos, y esa alianza sólo puede ser contra nosotros. Imagino que eso también es obra de todos los curas católicos que violan nuestra hospitalidad.

El corrillo de muftís, con sus ropajes negros y sus turbantes blancos, que se hallaban sentados en un rincón de la sala de audiencias, murmuró unas tenues exclamaciones de satisfacción. Les gustaba la firmeza del pacha.

– Excelencia, el Negus me envía para hacer algunas compras…

– ¿Qué? -exclamó Mehmet-Bcy con voz atronadora-. ¡Más mentiras aún! Ándate con cuidado no vaya a darte unos latigazos para que se te quiten las ganas de seguir haciendo bribonadas, como deberíamos haber hecho ya, tanto contigo como con todos los de tu ralea.

Murad volvió a prosternarse como al principio.

– ¡Piedad, Excelencia!

– Debes saber de una vez por todas que a mí no se me escapa nada. Has dicho en todas partes que eras el emisario del Negus en la corte del rey Luis XIV. Además, esta carta que mis soldados encontraron en tu residencia prueba oficialmente que el abisinio te ha otorgado una misión. ¿Qué misión?

– Su Majestad el Rey de Abisinia desea que vaya a Francia.

– Probablemente para concertar algún pérfido acuerdo y atacarnos por la espalda mientras nos batimos en Europa.

– ¡No, Excelencia! -exclamó Murad, incorporándose al notar que se asfixiaba.

– ¿Por qué entonces?

– Sencillamente para agradecer a Su Majestad el Rey de Francia el haberle salvado la vida.

– ¿Salvarle la vida…?

– Sí, Excelencia, la cosa es muy sencilla. El Negus estuvo muy enfermo, y al sentirse desamparado en aquel momento pidió ayuda a Francia. Tras informar al consejo de su Rey, el cónsul de esa nación envió al Negus un médico franco que lo ha curado. Y en prueba de agradecimiento, el Emperador de Abisinia me ha enviado pa-ra que le entregue al Rey Luis varios presentes y le manifieste su gratitud.

– ¿Dónde está ese medico franco? ¿Se quedó allí?

– No, Excelencia, ha regresado conmigo. Ahora vive en El Cairo.

Mehmet-Bey no sabía nada del asunto, pero había oído hablar de aquel médico en el entorno de su antecesor. Ahora bien, la obediencia del pacha a los doctores del islam sólo tenía un límite: el crédito que otorgaba a la religión en materia terapéutica. En el campo de batalla, Mehmet-Bey había tenido muchas veces la oportunidad de reconocer la superioridad de los cristianos sobre los moros en el ámbito médico. Además, la mayoría de esos médicos eran completamente impíos y aún así practicaban su oficio con éxito. De todo esto concluyó que se imponía valorar con cierta cautela los principios religiosos en esa materia, y dado que en los últimos dos años se le habían agudizado los dolores que sentía en el pie a consecuencia de la gota, se mostró muy interesado respecto al médico franco. Le hizo a Murad algunas preguntas sobre la enfermedad del Negus, que éste evitó responder directamente, y luego sobre Poncet y los métodos que empleaba. Aunque seguía tratando a Murad con severidad, el pacha pareció suavizarse un poco al oír las razones de su viaje y finalmente le dijo a modo de despedida:

– No olvides, señor emisario, que estás aquí bajo mi autoridad. En cualquier momento puedo llamarte y darte órdenes. El mensaje que llevas no te confiere ningún derecho y menos aún el de la insolencia. Ahora vuelve a la residencia de los francos. Pero que no me entere yo de que estás confabulado con los curas. ¿Entendido?

– Excelencia -dijo Murad después de una última genuflexión-, lo he entendido todo. No tendrá servidor más sacrificado que yo.

– Eso espero -dijo el pacha.

El armenio hizo un saludo y empezó a retirarse de la sala, con el cuerpo arqueado y andando hacia atrás. Apenas había dado tres pasos, cuando se detuvo y exclamó:

– ¡Excelencia! Mi carta.

– Como tienes la pretensión de ser un diplomático y tu Negus te ha encargado una misión relacionada con la nación franca, la recuperarás en la residencia del cónsul de Francia.

Al oír la respuesta, Murad vio surgir una nueva complicación, pero estaba tan contento de salir con la cabeza sobre los hombros que se fue casi corriendo y hasta se olvidó de la mula.Aquella misma tarde, el enviado del Rey de Reyes entraba en el consulado de Francia, después de que el señor De Maillet le hubiera hecho saber que ahora sí estaba dispuesto a recibirle.

La audiencia en el palacio del pacha había alterado mucho a Murad. Ya no tenía un aire tan despreocupado como al llegar a El Cairo. Pese a que Poncet le había aconsejado que se mostrase enérgico, el armenio no volvió a dirigirse a los francos con el tono de familiaridad que había utilizado hasta entonces. Para gran sorpresa del cónsul, en cuanto fue introducido en su gabinete, Murad se postró de rodillas como había hecho ante el pacha, y el señor Macé se apresuró a levantarlo. El cónsul fingió no haberse dado cuenta, como habría hecho al ver a una duquesa a quien el viento hubiera levantado las faldas un instante.

– Querido señor -dijo el cónsul cuando ambos estuvieron sentados-, el pacha de los turcos, alarmado por los rumores que no han cesado de propalarse desde su llegada, ha creído oportuno intervenir para cerciorarse de su identidad. Créame si le digo que yo no he tenido nada que ver con eso y que repruebo los métodos violentos que han empleado con usted. Pero las cosas son como son. Estamos en tierra extranjera, y los turcos tienen los derechos que se han tomado. Este asunto tiene una consecuencia: como el pacha ha considerado oportuno entregarme la carta de la que se apropió en sus aposentos, ahora tengo en mi poder lo que yo solicitaba en vano desde el momento de su llegada. Así pues, aquello que habría podido ser motivo de disgusto para usted, tiene afortunadas consecuencias: ahora ya no tengo duda alguna de quién es usted, el enviado acreditado del Negus, tal como prueba este documento, traducido y ratificado por el sello del soberano. Tengo por tanto el honor de presentarle mis respetos y darle el trato que se merece como el mensajero del emperador de Abisinia.

Murad bajó cortésmente la cabeza y luego echó un vistazo a su alrededor como si estuviera en estado de alerta y se temiera que la buena noticia se saldara con algún revés inesperado.

– Esta carta credencial -continuó el señor De Maillet-, si bien le confiere a usted una absoluta legitimidad, no menciona sin embargo la intención del Negus de verle en la corte de Versalles. Por lo tanto, si le parece oportuno, usted y yo debemos convenir lo siguiente: durante su estancia en El Cairo, nosotros nos haremos cargo de su alojamiento y el los suyos, que según tengo entendido se compone de tres personas…

Murad asintió con la cabeza.-Pondré a su disposición para sus gastos la suma de cinco cequíes abuquires mensuales, que deduciré de los fondos del consulado. Y cuando considere que su misión ha terminado, haremos los preparativos necesarios para que pueda emprender de nuevo viaje a Abisinia.

– Pero aparte de mi credencial -dijo tímidamente Murad acordándose de los consejos de Poncet-, también llevo conmigo un mensaje personal para su Rey.

– Ya se lo he dicho -dijo el cónsul con dulzura, como cuando uno razona con un enfermo que se niega a tomarse un jarabe-, su carta no especifica que usted esté obligado a llevar el mensaje personalmente.

– No obstante… -dijo débilmente Murad.

– Querido señor -le dijo el cónsul malhumorado-, la cuestión es muy sencilla. No vayamos a complicarla. Si tiene un mensaje para el Rey, démelo. Si está escrito se lo transmitiré, pero el pacha no ha descubierto nada de eso durante el registro, que yo sepa. Si es un mensaje verbal, yo seré su fiel eco en un despacho. Y si va acompañado de presentes, los mandaremos a Francia en navios de nuestra flota para que lleguen seguros.

– Pero el Rey ha insistido en que debía ir yo mismo.

– Escuche -dijo el cónsul-, no me responda enseguida. Reflexione. Comprendo que todavía debe acostumbrarse a esta ciudad y a esta misión.

El señor De Maillet pensaba que un plazo de reflexión permitiría a Murad darse cuenta de su precaria posición y le ayudaría a discernir mejor en beneficio de sus intereses. Para terminar de convencerlo, añadió:

– El Negus no puede enfadarse con usted por no entregar el mensaje en persona, pues a decir verdad el caso es muy sencillo: los turcos se oponen formalmente a que usted abandone este país para ir a Europa. Gracias a las buenas relaciones que tenemos con ellos, aceptan su presencia en esta legación pero nunca lo dejarán embarcar. ¿Hablo con suficiente claridad?

Murad convino en que no se podía ser más claro y acogió la noticia con tanto alivio que él mismo se sorprendió. En el fondo no tenía por qué empeñarse contra viento y marea en ir a visitar al rey Luis XIV, cuyo retrato, justo encima del cónsul, le inducía a pensar que era aún más temible que el pacha. Terminó alegremente la conversación con el señor De Maillet y fue a llevarle estas sorprendentes nuevas a Poncet, sudando bajo el sol de justicia que caía a las tres de la tarde.Debido a una extraña particularidad del clima, las plumas de oca que se crían en Egipto no valen nada. En lugar de ser firmes y acometer el papel como las de Europa, son excesivamente flexibles y se ablandan todavía más cuando se hunden en el tintero. Por esta razón, el señor De Maillet mandaba traer las suyas de Francia. No tenía reparo en que los empleados del consulado bregaran con los suministros locales y se reservaba el uso de las buenas plumas para su correspondencia personal, en los contados casos en que escribía personalmente. Para dirigirse al señor De Ponchartrain, aquella noche decidió plasmar él mismo por escrito las ideas que pensaba comunicar al ministro, a pesar de que le incomodaba, por culpa de un persistente dolor de muñeca. Su larga escritura inclinada brillaba al resplandor del candelabro: