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He informado al mensajero del Negus de que los turcos se oponían a su viaje, lo cual no es del todo cierto pues el pacha de El Cairo no tiene autoridad para prohibir una misión así, en el caso de que verdaderamente deseáramos enviarla. Sin embargo, sí es cierto que una embajada de Abisinia en las condiciones actuales disgustaría en grado sumo a la Puerta y podría repercutir negativamente en nuestras relaciones. Así pues, mi proposición se confirma de esta manera indirecta, y los turcos son en efecto quienes hacen imposible este viaje. Por mi parte me mantendré firmemente en esta línea de conducta, y tengo buenas razones para creer que al representante del Rey de Reyes no le pesará.

No obstante, permítame aventurar un poco más allá mi comentario. A mi entender, sería lamentable que esta cuestión de Abisinia, bien encauzada como está, no siga su curso conforme a nuestros intereses. En consecuencia, le propongo que les arrebatemos de las manos el asunto a los jesuítas y que prosigamos con él por nuestros propios medios. El objetivo de los jesuitas era convertir el país y no lo han conseguido, pues el padre De Brévedent no pudo terminar el viaje. Con todo, considerarían esta misión como un éxito si pudieran llevar a Francia a los tres abisinios que han viajado hasta aquí con el señor Murad. Formados convenientemente en las escuelas de los curas en París, los indígenas tendrían a su regreso más posibilidades de convertir su país que unos extranjeros. Con eso cuenta la Compañía de Jesús, y por lo que a mí respecta, opino que sería oportuno complacerla en este punto. El éxito de tal empresa y la preparación de sus protegidos abisinios y futuros emisarios tendrá tan ocupados a esos clérigos que al menos por un tiempo no pensarán en la idea de enviar otra embajada a Etiopía. Les habremos satisfecho y dispondremos nuevamente de un margen de acción ajeno a ellos. Propongo que nos sirvamos de ese margen para enviar lo antes posible al Negus una embajada digna de ese nombre con la protección del señor Murad, de quien al mismo tiempo nos zafaríamos.

El principal mérito de la misión que ha llevado a término el señor Poncet ha sido probar que el viaje a Abisinia era posible y que no resultaba tan peligroso como cabía temer. Si enviáramos una auténtica embajada, ya no tendríamos que fiarnos de las fantasías de un farmacéutico y tampoco nos arriesgaríamos a ver comprometidos nuestros intereses por culpa de que se descubriera a unos curas mejor o peor disfrazados en el seno de nuestra misión. Una embajada así, capitaneada por un auténtico diplomático, podría establecer bases sólidas para un acuerdo político con el Rey de Etiopía. Por otra parte, contribuiría a entablar lazos comerciales muy prometedores, en nombre de la Compañía de las Indias, con ese país donde abunda el oro, donde pueden explotarse muchas riquezas naturales, y que es una escala sin competencia hacia los confines de Oriente.

¿A quién me consejaría para atribuir la dirección de una empresa tan ambiciosa? A mi entender, aunque aún no lo conozco bien, el señor Le Noir du Roule, cuya llegada me anunciaba usted en su último despacho y que desempeñará bajo mis órdenes las funciones de vicecónsul en Damietta, posee todas las cualidades que requiere tal empresa.

Sé que si ha tenido el honor de elegirlo es porque conoce mis obligaciones familiares. Con esta sugerencia espero mostrar que no antepongo mis intereses de padre a los del Rey. Por lo demás, me atrevería a esperar que ambos sigan el mismo cauce y que el señor Le Noir du Roule, laureado con la gloria y la fortuna que le ayudaré a adquirir, será el mejor para honrar a mi familia, uniéndose después con mi hija.

7

Al recibir las noticias de Murad, Jean-Baptiste comprendió que había perdido la partida. La alianza del cónsul y del pacha -tanto si se trataba de una mera confluencia de intereses como si era un acuerdo en toda regla- anulaba cualquier posibilidad de ir a Vcrsalles con una embajada. Si Murad aceptaba transmitir su mensaje al cónsul, éste haría llegar al Rey una misiva amañada a su antojo y evidentemente no se podía contar con el diplomático para que favoreciera ni un ápice los intereses de ese Poncet a quien tanto despreciaba.

Así que tantos esfuerzos, tantas jornadas de viaje y tantas vicisitudes no habían servido para nada. Jean-Baptiste iba a sucumbir de desesperación cuando recibió dos buenas noticias, una después de otra, que si bien no introducían ningún cambio en las perspectivas futuras encauzaron su pensamiento hacia una felicidad inmediata.

Mientras tomaba un refresco en la-terraza con el maestro Juremi y consideraba definitivamente perdido el viaje a Versalles, llegó un guardia del consulado con una nota del señor De Maillct. Éste invitaba al «señor Poncet» a cenar al día siguiente para honrar la llegada de «Su Excelencia el Representante de Su Majestad el Rey de Abisinia». Jean-Baptiste repasó la lista de invitados que se adjuntaba para leer lo único que le interesaba saber: «El señor cónsul de Francia, la señora De Maillet y su hija.»

Un poco más tarde, Françoise apareció en la ventana de su casa, saltó a la terraza y reveló a Jean-Baptiste un plan que debía seguir escrupulosamente para poder hablar con Alix a solas, después de la cena de gala. Una vez cumplido el mandato, Françoise empezó a dar vueltas y más vueltas por la casa de los dos hombres para, según dijo, com-probar que no les faltaba nada. Incluso tuvo la osadía de aventurarse a la planta baja, donde el maestro Juremi ya estaba otra vez elaborando sus potingues. El hombre la saludó con un gruñido y la pobre mujer volvió a subir a toda prisa, pasó por delante de Poncet completamente emocionada y luego desapareció por donde había venido.

Al día siguiente, Poncet, que miraba dolorosamente el paso de las horas a la espera de la cena, se ocultó en su casa. Hacia el mediodía, le hizo una visita a Murad para abordar con el algunas particularidades del protocolo que habría de respetar por la noche, en el consulado. Jcan-Baptiste se temía que esta prueba mundana aportara nuevos argumentos al cónsul para negarse en redondo a que el armenio volviera a aparecer por la corte. Luego regresó y mandó al maestro Juremi que le pasara las visitas con una actitud más arrogante que nunca, quizá porque los mercaderes estaban ávidos de curiosidad y ahora todos querían escuchar el relato del viaje del farmacéutico. Además, como aún no se lo había contado a nadie, el silencio incrementaba su valor a medida que pasaban los días. El padre Plantain también había acudido tres veces. Pero el maestro Juremi no le dejó franquear la puerta, así que el jesuita se limitó a balancearse de un lado a otro para echar un vistazo por encima del hombro del protestante, con el ánimo de descubrir algún indicio del misterio que escondía aquella casa. El padre Plantain se lamentó amargamente de que Murad no quisiera recibir a nadie y dijo que a pesar de todo le habría gustado oír el relato de la muerte del padre De Brévedcnt. El maestro Juremi guardó las formas para no echar con cajas destempladas al jesuíta y escuchó sus lamentaciones con bastante educación, aunque no movió ni un dedo.

Por fin llegó la hora de cenar. Jean-Baptiste se vistió; en circunstancias normales, las ropas que habían comprado a los corsarios habrían podido resultar demasiado elegantes, pero eran perfectamente adecuadas para aquella ocasión. El maestro Juremi le dijo que estaba magnífico. Los ojos de su compañero reflejaron cierta tristeza, no por quedarse al margen de los festejos que tan poco le gustaban sino tal vez por verse en aquella especie de clandestinidad, como si todos los esfuerzos, todos los peligros, incluso los triunfos de aquellos meses de viaje hubieran sido actos inconfesables y culpables ante los que debían disimular, como había tenido que disimular aquella fe tan simple y tan inocente a la que rendía fidelidad.

De camino hacia el consulado, Poncet pensó que debería ocuparse de rehabilitar a su amigo y llegó a la conclusión de que en Francia encontraría el mejor medio para hacerlo. Era otra razón más para luchar por la embajada a Versalles, aunque cada vez veía más lejana la posibilidad.

Para recibir al emisario del Negus y resarcir al hombre por no haberle dado el trato que esperaba, el señor De Maillet mandó preparar una cena por todo lo alto. En los peldaños de la escalinata, los guardias con ropa de jenízaros enarbolaban con majestad sus sables curvos formando un cordón de honor para agasajar a los invitados. Multitud de candelabros colocados en las arañas iluminaban el vestíbulo y las salas de recepción, a la vez que hacían refulgir las tonalidades doradas de los cuadros, los entarimados pulidos, los suelos de scagliola y hasta los botones de cobre de los lacayos. Las mujeres se sumergían voluptuosamente en esa luz artificial, a sabiendas de que las embellecería, haciendo relucir sus joyas y sus ojos, e iluminando sus rasgos con un halo tornasolado. Las damas de la colonia, en su mayoría dignas esposas de mercaderes, a menudo habían consumado caóticas carreras mundanas; durante el primer período de su ascenso, que casi siempre había sido el más largo, casi todas habían trabajado en la caja de un comercio y a veces también en el escenario de teatríllos ambulantes. Posteriormente, cuando sus aventureros mandos hicieron fortuna en El Cairo, todas ellas pudieron apaciguar súbitamente su insondable sed de respetabilidad. Compraban sus alhajas a unos judíos que hacían contrabando de joyas y encargaban copiar las últimas novedades de París a costureras árabes de doce años a las que no pagaban sus vestidos. Pero aquellas joyas y aquellas galas llegaban bastante tarde a unos cuerpos lacerados por el trabajo y la codicia. No obstante, el lujo es tan deseable porque la calidad de los objetos impregna en cierta medida a sus propietarios. Así, el gotoso que se exhibe en un bello cabriolé adquiere la gracia natural de sus caballos, y una mujer cuya juventud se ha desvanecido puede volverse tan lozana, tan brillante y tan ligera por una noche como el organdí que la cubre y roza impúdicamente la pierna de los hombres.

Jean-Baptiste llegó con los últimos invitados y fue a presentar sus respetos al cónsul, que daba la bienvenida a los huéspedes en el vestíbulo, antes de sumergirse en aquella marea de tafetanes, perlas y piedras preciosas hasta encontrar la única que tenía valor a sus ojos. Todos los salones de la planta baja se habían abierto para aquel gran acontecimiento, de tal manera que la sala de recepción habitual donde lucía majestuoso el retrato del Rey y de donde se había retirado el escritorio del cónsul se prolongaba a través de otra sala, cerrada normalmente para no hacer gasto, y que era donde esa noche se habían dispuesto las mesas. Pero Alix no estaba allí. Al final, Jean-Baptiste la descubrió en una estancia cuya existencia ignoraba. Era un minúsculo salón de música donde las damas pasaban agradables veladas. Cerca de la ventana que daba a la parte trasera del jardín había una espineta verde pintada con un motivo campestre, adosada a la pared. Alix estaba ante una chimenea coronada con un espejo con tremó, así que al entrar Jean-Baptiste se la encontró de frente y de espaldas al mismo tiempo. La sala era reducida y ambos creyeron encontrarse bruscamente cara a cara, circunstancia que los dejó turbados. Pero había demasiado alboroto a su alrededor, demasiadas risas, exclamaciones y saludos efusivos para que los extraños pudieran percatarse de aquel pequeño detalle. Sin embargo, un observador perspicaz habría notado que Alix, que hasta entonces no había exteriorizado sus gracias aunque se había peinado y acicalado con sumo esmero, las hizo resplandecer súbitamente, como cuando se despliega la cola de un pavo real o las alas de una mariposa. Tensa por esa borrasca que esperaba, inspiró un gran hálito de belleza que la guiaba como una vela. Jean-Baptiste, conmovido, se detuvo un instante también antes de dar dos pasos adelante. En ese mismo momento, cual soldado al descubierto que es el blanco de todas las balas, cinco o seis mujeres que habían oído hablar de las gestas del joven viajero lo rodearon, a la vez que rogaban a sus respectivos maridos que lo invitaran a sus casas. Al verle entrar, tan apuesto con aquella casaca roja adornada con herretes de plata, los cabellos sueltos y sin lazo, las damas confundieron inmediatamente el interés que tenían por su historia con la emoción física que les causaba su presencia, al tiempo que la parafernalia de sus atavíos les alimentaba la ilusión de que todavía eran irresistibles. Jean-Baptiste iba a ser engullido por aquellas comadres cuando una avalancha general empujó a todo el mundo hacia el exterior del saloncito y condujo a los invitados al salón de gala, pues se acababa de anunciar la presencia del embajador. Sin embargo era una falsa alarma. El cónsul había enviado su coche para recoger a Murad; pero éste, como no estaba preparado, había tenido la absurda idea de enviar el coche de regreso a la hora prevista, por si podía hacerle falta al cónsul. El armenio había ordenado a los tres esclavos que se acomodaran dentro y dieran aviso de que llegaría a pie. Cuando la carroza llegó ante la escalinata, el cónsul en persona se precipitó hasta la portezuela y ante los ojos imperturbables de sus invitados se llevó la desagradable sorpresa de ver salir a los fres indígenas, con las piernas desnudas, vestidos con un simple sayo de algodón y moviendo unos ojos aterrorizados. Murad llegó al trote diez minutos más tarde, y uno de los guardias que no lo había reconocido en la oscuridad lo detuvo sin contemplaciones. Todos estos contratiempos retrasaron un poco la cena y prolongaron el placer de los invitados, que en su mayoría nunca habían tenido el honor de gozar de un tratamiento oficial. Los convidados se colocaron por fin alrededor de dos largas mesas que se habían dispuesto. El embajador Murad se sentaba frente al cónsul en la primera, y en espera de resarcir a la ridicula delegación que había esperado en vano la llegada de Murad; la segunda estaba presidida por el señor Brelot, diputado de la nación. Delante se había acomodado Frisetti, el primer dragomán del consulado. Poncet estaba en esta segunda mesa, entre dos mujeres que le entristecieron nada más verlas. El secretario Macé era el primer vecino masculino por la derecha.