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Jean-Baptiste escudriñó la sala para ver dónde iba a estar Alix. Al principio se decepcionó; no obstante, ésta se había confundido de asiento y al final comprobó que le correspondía sentarse a la derecha de Frisetti, es decir, casi enfrente de su amante. Era la primera vez, después de tanto tiempo, que estaban tan cerca el uno del otro en público y bajo aquella luz resplandeciente, que se hacían la ilusión de ser el señor y la señora de una casa.

Jean-Baptiste procuró no mirar demasiado hacia Alix, pues temía que la emoción se le reflejara en la cara. La algarabía remitió ligeramente cuando todo el mundo estuvo en su sitio. Los invitados se volvieron a uno y otro lado con saludos de cortesía, y seguidamente arrancó la conversación.

– Ahora, querido señor Poncet, espero que nos cuente alguna de sus aventuras en Abisinia…

El señor Macé en persona había sacado a colación el tema, desencadenando el entusiasmo de los comensales.

– Debe hacerme preguntas -dijo Jean-Baptiste-. Ese país está muy lejos, y a diario nos ocurrían tantas peripecias que cada una podría ser el capítulo de un libro.

– Empiece entonces por el viaje. ¿Es tan peligroso como dicen llegar hasta allí? -preguntó Macé.

Por la cara del secretario se habría podido pensar que su curiosidad era sincera. Pero la verdad es que era un mandado, como siempre. Dado que tenía en mente envia» una nueva embajada -oficial esta vez-, el cónsul se había dado cuenta de que era necesario calibrar los peligros que corría, y en vista de que Murad era de poca ayuda para esclarecer semejante cuestión, había pensado que lo mejor sería conseguir que Poncet contara su viaje. El cónsul no estaba dispuesto a rogar y menos aún a mostrarse interesado por él, dando pie al lucimiento del boticario.

Así pues, aquella cena le ofrecía al señor De Maillet la oportunidad de adular a Poncet y empezar a confesarlo en público, es decir, como si no tuviese ningún interés en particular. El señor Macé había recibido la misión de hacerle hablar todo cuanto fuera posible, grabar su relato en su prodigiosa memoria y llevar la conversación hacia su terreno con preguntas sagaces. Al sentir la mirada de Alix, Jean-Baptiste se sintió turbado. Le importaban muy poco aquellos ridículos burgueses que le rodeaban; era a ella a quien amaba y a ella únicamente a quien deseaba contar el relato apasionado de los peligros que había corrido, los sufrimientos y las alegrías que él quería referirle para compartirlos con ella cuando fuera posible.

Macé tenía dificultades para canalizar el relato del viajero sobre las cuestiones prácticas, puesto que Poncet se salía por la tangente para abordar ciertos detalles que al secretario le parecían superfluos. Hizo por ejemplo una descripción interminable sobre la ceremonia del café en Abisinia. Pero las damas adoraban esos temas y se mostraron contrariadas cuando Macé intentó volver a hablar del Rey de Senaar o de cómo estaba el camino hasta el lago Tana. Al poco se sintió desbordado y dejó que Poncet respondiera riendo a las cuestiones más triviales.

A la hora del postre, la oronda esposa de un mercader, muy colorada y animada por la bebida, se atrevió a tomar parte en la conversación y se dirigió a Jean-Baptiste con una voz que volvía de su pasado de vendedora de arenques:

– Señor, se dice que las abisinias son muy bellas. ¿No se ha traído con usted a ninguna mujer?

Todos los presentes miraron a Poncet.

– ¿Una mujer? -exclamó al tiempo que bajaba la mirada.

Hubo un instante de silencio en la sala. Jean-Baptiste levantó de nuevo la cabeza y clavó sus ojos en Alix un segundo; todo el fuego de su amor estaba presente en aquella mirada.

– A decir verdad, señora -contestó sin prestar la menor atención a quien le había hecho la pregunta-, realmente emprendí este viaje para ir en busca de una mujer. Y creo que la he encontrado.

Pronunció aquellas palabras con tanta seriedad que los comensales mostraron un cierto malestar unos instantes.

– Está bromeando -se oyó decir a un hombre.Hubo una súbita distensión y algunas risas.

– Está bromeando, ¿no es así? -exclamó la vecina de Jean-Baptiste, inclinándose hacia él.

– Naturalmente.

Hubo un «ah» general, y la conversación prosiguió en el mismo tono animado de antes. Pero el señor Macé, que no podía ver a la señorita De Maillct sin sentirse prendado de su belleza, a pesar de que se lo tenía prohibido, captó la mirada que había cruzado con Jean-Baptiste y estaba seguro de que no se había equivocado. Posteriormente los contempló con más atención, y registró sus observaciones en el lugar apropiado de su mente.

Cuando hubo finalizado la cena, los invitados pasaron a tomar café al salón de recepción, bajo el retrato del Rey. Todos los que habían cenado en la mesa de Poncet estaban alegres y tenían muchas anécdotas divertidas que contar; en cambio los de la primera mesa mostraban el semblante seno y estaban indignados. Parecían escandalizados y se despacharon a gusto con comentarios en voz baja sobre la conducta del plenipotenciario del Emperador de Abisinia. Por si no fuera bastante con comer indecorosamente y con las manos, hizo preguntas rarísimas sobre el precio de las aves, la manera de prepararlas y la cantidad de mantequilla que había que agregar a las salsas, de tal forma que se le habría podido tomar más bien por un cocinero. Animado por el vino y llevado por su atolondramiento, se había limpiado los dedos con el vestido de su vecina. Y por si quedaba alguna duda sobre su conducta, después de engullir un sorbete pretendió estampar un beso helado en el cuello de la esposa del banquero más distinguido de la colonia. El asunto habría acabado mal si el señor De Maillet, en quien todos se miraban como si fuera el espejo del buen gusto -y así era realmente-, no hubiera inducido a todos a dirigir la vista hacia otro lado, fingiendo que se ahogaba.

Mientras se propalaban las anécdotas y los testigos de esas escenas desagradables comentaban el lamentable episodio con los comensales de la otra mesa, que a su vez les referían entretenidas historias, Alix fue a ver a su madre para decirle que tenía una terrible jaqueca. Consciente de los esfuerzos que había hecho su hija para asistir a una cena a la que en un principio se había negado a acudir, la señora De Maillet le dio un beso en la frente y le deseó buenas noches. Jean-Baptiste tuvo más dificultades para escabullirse, pues le seguían veinte damas. Contentó a diecinueve prometiéndoles que iría a cenar a sus residencias, locual las entusiasmó y las calmó un poco. La vigésima consideró más original no pedirle nada, actitud que inmediatamente despertó los celos de todas las demás.

Jean-Baptiste fue a saludar al cónsul y éste le felicitó por su locuacidad, de la que todos los comensales habían sido testigos. Acto seguido, el médico pidió permiso para llevar a casa a Murad, alegando que solía acostarse pronto. El cónsul aceptó de buen grado pues estaba impaciente por desembarazarse de aquel objeto permanente de escándalo. Incluso le propuso utilizar su carroza, aunque sin insistir mucho pues el armenio, hundido en un sillón, con la túnica llena de manchas y las manos grasicntas de todo cuanto habían tocado, era capaz de estropear considerablemente el acolchado de satén azul del carruaje. Poncet le dijo sin embargo que sería más saludable para ambos regresar a pie y se llevó a rastras al embajador, que saludó a todos con gruñidos. Al pie de la escalinata fueron recibidos por los tres abisinios, a quienes habían dado de comer en las cocinas.