– ¡Unos candelabros para acompañar al señor embajador! -exclamó el señor De Maillet.
Pero Jean-Bapriste lo detuvo.
– Es preferible no alumbrar demasiado el escenario -dijo.
El cónsul fue del mismo parecer y los dejó desaparecer en la oscuridad, como una minúscula tribu a la desbandada.
Una vez en la calle caminaron doscientos metros, y luego Poncet confió el brazo de Murad al abisinio más vigoroso que hablaba árabe, diciéndole que lo llevara de regreso a Casa de los Venecianos. Jean-Baptiste, por su parte, se fue por la izquierda, rodeó la amplia manzana del consulado y siguió andando por un callejón flanqueado por dos muros lisos. Uno de ellos acotaba el patio trasero de la legación y disponía de un portón por el que se hacían las entregas a las cocinas. Françoise le esperaba allí.
8
Poncet subió detrás de Francoise por una estrecha escalera de servicio que olía a moho; se internó solo en un guardarropa oscuro, y al final accedió a una habitación con ventanas que se abrían de par en par a una noche cuajada de estrellas. Una ligera brisa del norte desplazaba hacia la ciudad el olor limoso del delta. Desde la planta baja se oía el bullicio de los numerosos invitados que se demoraban y que reían ruidosamente. El quinqué a punto de apagarse, en la mesilla de noche, proyectaba un resplandor dorado sobre Alix, que esperaba de pie. Jean-Baptiste avanzó con suavidad y la tomó en sus brazos. No se había cambiado de vestido y Jean-Baptiste recorrió con los dedos y con los labios las líneas de su peinado, las joyas, las telas y aquel rostro que volvía a ver de nuevo con todo el color, la armonía y el resplandor que tenían bajo las grandes arañas de los salones. En una palabra, los dos amantes estaban allí en persona y por fin podían gozar del inmenso placer de tomar aquello que se desea en el mismo instante en que se desea. Hasta ahora les habían separado demasiados contratiempos para oponer el menor obstáculo a aquella voluptuosidad. Se abismaron en largos besos, mientras que desde abajo, como si de la oscuridad de un teatro se tratara, llegaban aclamaciones parecidas a las del público que ovaciona a una pareja de enamorados en el escenario, al final de una ópera.
Junto a ellos había una cama; la intimidad era completa. Pero se equivocaría quien pensara que en esa etapa de su amor podían ceder a saciar la pasión que sentían el uno por el otro. Alimentaban sabiamente la esperanza, aun cuando sus gestos denotaban plena seguridad, de obtener un día el derecho a amarse, y tenían fe en el momento en que no tuvieran que poner más límites a su arrebato.-Amor mío, amor mío -murmuraba Alix, que seguía cubriendo de besos el rostro de Jean-Baptiste-. Qué feliz soy. Te quiero. Me gustaría estar así toda la eternidad.
La joven se estremeció y se alejó ligeramente de Jean-Baptiste, tal vez por la evocación de un imposible. Clavó sus ojos profundos y empañados de lágrimas en los de su amante y le preguntó con seriedad:
– Dime, ¿cuando te vas a Vcrsalles? Y lo más importante, ¿cuándo volverás para llevarme contigo?
– Desgraciadamente… -dijo Jean-Baptiste, ladeando ligeramente la cabeza.
– ¿Qué ocurre?
– Todo es muy complicado. Tu padre no está de acuerdo con la idea de hacer un viaje a Francia y alega que son los turcos quienes se oponen. Y debo reconocer que tampoco nosotros ponemos mucho de nuestra parte. Ya has visto a Murad…
– ¿Quieres decir… que la cosa se puede ir a pique?
– No -exclamó Jean-Baptiste mientras le apretaba las manos-. Pero el asunto es más difícil y más largo de lo que creía en un principio.
Jean-Baptiste no quería confesar que la causa estaba definitivamente perdida. Tampoco sabía realmente de dónde podría surgir aún una esperanza, y sin embargo en aquel momento, ante Alix, la idea de renunciar le parecía aún más odiosa e improbable que el fracaso.
Desde el rellano de la escalinata llegaban las voces de los comensales que empezaban a abandonar todos juntos el consulado y se despedían con adioses ruidosos c interminables palabras de agradecimiento.
– Escúchame -dijo Alix-. Tenemos poco tiempo. Cuando la última carroza se ponga en marcha para llevarse a los pasa)eros, tendrás que marcharte.
Dicho esto, se fundió de nuevo en sus brazos, antes de proseguir:
– Tienes que saber que todo esto es muy urgente…
– ¿Qué quieres decir?
– Mi padre… Ah, no quería que lo supieras, es inútil complicar aún más todo esto.
– Sigue, te lo ruego.
– Hace tres días que mi padre habla sin cesar de la inminente llegada de un hombre que han enviado de Francia. Se trata de un diplomático que debe asumir un cargo consular en Rosetta o en Damietta, no sé exactamente.
– ¿Y?-Bueno, pues en vanas ocasiones mi padre ha hecho comentarios a propósito de ese hombre, aludiendo a su alto linaje, a su carrera y a su futuro, mirándome con insistencia. Todavía no me ha dicho nada, pero mi madre me ha confirmado que desde hace tiempo contempla la posibilidad de casarme. Así pues, le ha pedido a nuestro pariente, el ministro, que le envíe a alguien que sea un buen partido, un hombre de ascendencia noble… ¿Qué piensas, Poncet?
– Amor mío, yo pienso que sólo te quiero a ti, y que odio a ese desconocido. ¿Cuándo llega?
– Si no he entendido mal, en este momento debe de estar de camino.
Jean-Baptiste mudó de semblante.
– Escucha -dijo recuperándose-, tal vez este asunto se retrase un poco. Y también puede ser que ese hombre llegue antes de que yo haya conseguido el título que me permita pedirle tu mano a tu padre. Hasta entonces no aceptes nada, no te comprometas a nada. Resiste, busca cualquier pretexto, finge que estás enferma. Si es necesario, Françoise te traerá pócimas que te provocarán tos, vómitos, palidez, e incluso te causarán una verdadera enfermedad en caso necesario. Pero sobre todo no te comprometas.
– Lo único que he querido siempre, con toda mi alma, es estar contigo. No temas, conseguiré que pidas mi mano. Además, conozco a mi padre: puede negarme algo que quiera, pero no me forzará a acatar su voluntad. Si nos empeñamos los dos, encontraremos una solución y será duradera.
Abajo se oían menos voces y las últimas carrozas. Se besaron de nuevo. Todo lo que tuvieran que decirse se lo comunicarían a través de Francoise. El único mensaje que no podían encargar era aquel deleite de los sentidos, aquel diálogo de manos y bocas, aquella conversación de los cuerpos que se buscan y se responden en los murmullos del terciopelo y la seda.
Desde la oscuridad del guardarropa, Francoise dijo en voz baja que era la hora y que alguien podía subir en cualquier momento. Se despidieron con lágrimas en los ojos.
Alix oyó alejarse los últimos ruidos de pasos en la escalera de servicio, descorrió el pestillo de su habitación y se estiró lentamente en la cama, sin quitarse la ropa.Al llegar a casa, Poncct encontró al maestro Juremi sentado en la terraza, con un candil a sus pies. Bebía en un vaso licor de mandarina que había destilado en el alambique, mucho tiempo atrás, en las horas muertas.
– Vaya -dijo el protestante-, aquí llega el enamorado.
Jean-Baptiste se sentó frente a su amigo, sin pronunciar palabra.
– Oh, parece que hay malas noticias. Bebe un poco, te reconfortará.
El maestro Juremi le tendió a Poncet un vaso, pero éste lo dejó encima de la balustrada, sin tocarlo.
– Querido amigo, te estás abandonando -dijo el maestro Juremi, levantándose.
A pesar de que era tarde parecía muy despierto. Se veía que había pasado una velada muy tranquila y que esperaba a su amigo para animarse un poco. Mientras andaba a grandes zancadas por la terraza, preguntó:
– Bueno, ¿qué ocurre? ¿Ya no te quiere?
– Sí -contestó estúpidamente Poncet, con la mente en otra parte.
El maestro Juremi se aferró a esa escueta afirmación y empezó a tirar de la madeja con una voz poderosa. Le dijo a Jean-Baptiste que eso era lo esencial y que todos los obstáculos desaparecerían en el momento en que el amor fuera compartido.
– ¡Pelea! Eso es todo. Mira cómo estás.
– No vamos a ir a Versalles -dijo Jean-Baptiste con un tono afligido-. El Rey no me dará un título nobiliario y no podré casarme con ella.
– Y la noche no terminará nunca, el agua no correrá más por las fuentes, y las hienas terminarán devorándonos a todos. Vamos, vamos… Ánimo, señor pesimista.
El maestro Juremi cruzó la terraza con su andar cansino, subió a los aposentos de Poncet, descolgó dos floretes y los petos y volvió con su amigo.
– Venga, en guardia, como en los viejos tiempos. Verás cómo vuelves a tus cabales en cinco minutos.
Jean-Baptiste no tenía ningunas ganas de levantarse de la silla. El aire inmóvil a su alrededor acumulaba gota a gota el perfume que Alix había impregnado en su piel y en sus ropas. Sin embargo, en alguna parte recóndita de su corazón se sentía disgustado por haber abandonado a su amigo aquella noche, y al menos deseaba darle una pequeña alegría. Así que se levantó, se enfundó el peto de cuero y se puso en guardia. Al cabo de unos segundos, el maestro Juremi le tocó con elflorete. Volvieron a ponerse en guardia. Poncet seguía sin concentrarse, hizo algunas leves paradas de quinta y de séptima; el maestro Juremi se echó hacia atrás y le tocó de nuevo.
– ¡Venga, venga! ¿Voy a tener que atravesarte de parte a parte para que un chorro de sangre te alivie el malhumor?
El sonido metálico de los floretes excita al hombre en un lugar profundo donde dormita el ardor guerrero; no se conoce a nadie a quien los primeros cosquilieos de los floretes no despierte, en la mente antes ocupada por otro pensamiento, un ardor de combate que tensa los músculos e ilumina la mirada. Al tercer embate, Poncet estaba allí casi por completo. El maestro Juremi volvió a tocarlo, pero esta vez sólo de refilón. Luego hubo un período de fuerzas igualadas, con muchos movimientos, imprevistos, gritos sordos y giros. Por fin, al tiempo que Jean-Baptiste tocaba a su amigo, lanzó un grito terrible: