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– ¡Los jesuítas!

El maestro Juremi se quedó quieto, bajó el florete y miró extrañado a su alrededor.

– ¿Qué dices de los jesuítas? ¿Dónde?

Jcan-Baptiste se alejó y fue a sentarse en la barandilla, y mientras acompasaba el pensamiento con la mano que sujetaba el arma, empezó a trazar con el florete en el aire algo así como las letras de una proclama.

– Los je-su-i-tas. ¡Los jesuítas! Eso es -dijo-. Sólo ellos pueden arreglar esta cuestión.

– ¿Pero se puede saber de qué diablos estás hablando?

– Del viaje a Versalles. Créeme, son los únicos. No sé cómo no se me habrá ocurrido antes. Claro, son los únicos que pueden doblegar al cónsul y conseguir acercarnos hasta el Rey, puesto que son ellos quienes han transmitido sus órdenes. No debemos menospreciar el poder de esos curas por el hecho de haber aprendido a desconfiar de ellos.

– Pero olvidas que prometimos solemnemente que los jesuítas no volverían a Abisinia -dijo el maestro Juremi con expresión grave-. Si queremos ir a Versalles es para que el Rey oiga una versión totalmente opuesta a la de esos curas. No son las personas más adecuadas para que nos acompañen.

– Tienes razón. Pero si no transigimos, no podremos ir a Versalles de ninguna de las maneras, y los jesuítas seguirán haciendo valer su opinión en la corte.

– Vale más que la hagan valer solos que con la ayuda de nuestro testimonio.-¡No! -dijo Poncet-. Piensa. Si nos aliamos con ellos para ir a Versalles, no será para ofrecerles nuestro apoyo sino para contradecirles solemnemente cuando estemos ante el Rey. Se trata de utilizarlos. Nada más.

– Aún no piensas como ellos, pero por lo que veo ya has asimilado sus métodos.

– ¿Acaso no peleas tú con las mismas armas que el adversario que tienes delante? No me digas que si te ataco con la espada te vas a defender con una cuchara…

– Adoptar los defectos de los adversarios significa concederles la victoria.

– Entonces habrá que conservar intacta nuestra pureza y morir.

– Sí, es preferible morir que traicionarse a sí mismo -dijo el maestro Juremi desde lo alto de su mole-, pero se puede ser puro y vencer.

– Nos estamos alejando del tema -dijo Jcan-Baptiste malhumorado-. Sólo se trata de saber cómo podremos hacer llegar a Versalles el mensaje del Negus. Ésa es la cuestión, la cuestión que interesa. Y yo te digo que sólo los jesuítas pueden hacer realidad ese milagro.

El maestro Juremi se dio la vuelta, avanzó tres pasos hacia la pared y saltó de nuevo hacia su amigo.

– Jean-Baptiste, estás confundiendo las cosas. Sólo esperas hacer ese viaje por tu propio interés. Y ahí estás, a punto de traicionar tu palabra con tal de satisfacer unos deseos egoístas.

– No te consiento… -exclamó Poncet mientras golpeaba los barrotes de hierro de la barandilla con la empuñadura de su espada.

– ¿Acaso me equivoco? -dijo el maestro Juremi, que seguía en la linde de las sombras.

– Tienes razón y te equivocas. Sí, quiero defender mi causa en Versalles. Y no traicionaré al Rey de los abisinios. No abordaré las dos misiones con la misma energía, pero conseguiré culminar las dos.

El maestro Juremi dio un paso atrás para seguir oculto en la oscuridad. Poncet sabía bien qué preludiaba aquella desaparición.

– Déjame hacer a mí -dijo Jean-Baptiste con voz serena-. Sólo te pido que seas neutral y que confíes en mí. Sólo yo hablaré con los jesuítas, sólo yo asumiré el riesgo de que jueguen con nuestras cartas, y al final sólo será mía también la responsabilidad de desacreditarlos ante el Rey.

– En mi religión -dijo la voz del maestro Juremi, que salía de la noche-, sólo se predica con el ejemplo. No voy a intentar convencerte por la fuerza, m siquiera por el método de la persuasión. No pienso ir a ver a los jesuítas, me inspiran tanta desconfianza que no creo que puedas engañarlos. Pero no te impediré que sigas tu camino… Espero que consigas tu objetivo.

Jean-Baptiste, contento con su idea y satisfecho de ver que su amigo no se oponía, avanzó hasta el maestro Juremi, que también dio un paso. Ambos tomaron los vasos y brindaron por su cordial desacuerdo bajo la mirada de Vega y las aprobaciones ruidosas de los perros de El Cairo.

Murad tenía un fuerte dolor de cabeza que había achacado a la comida del consulado, aunque más bien se debía a la bebida pues había probado de todo y en cantidades considerables. Tampoco había tenido reparos en tomar mezclas que habían escandalizado a sus vecinos, como champán, vino de Borgoña y absenta en un vaso…

Para colmo de males, al día siguiente por la mañana, el esclavo etíope que le rasuraba el cráneo diariamente con un vidrio de botella -puesto que Murad aborrecía el metal de las navajas de afeitar- le había cortado, y bajo su turbante asomaba una gota de sangre seca. Hacia las nueve recibió a Poncet. Este le anunció que había enviado a alguien en busca del representante de los jesuítas y que el cura no tardaría mucho en aparecer. Murad, que se había aprendido bien las lecciones del Emperador, se indignó al principio, pero cuando Poncet le expuso su plan, se tranquilizó y continuó lamentándose de su estómago.

El padre Plantain llegó un poco antes de la hora fijada. Se plantó ante Murad y Poncet, y a una señal del embajador se sentó en una alfombra dispuesta en el suelo con la gracia de un toro que se derrumba con el primer golpe de rejón. Murad tuvo la cortesía de ofrecerle café y pasteles, que fueron llevados en procesión por los tres esclavos etíopes.

En cuanto los vio, el padre Plantain se reincorporó de rodillas.

– ¡Dios mío ¡Qué hermosos son! -exclamó.

En primer lugar caminaba el de más edad, con su pie zopo; detrás de él iba el mayor de los niños, bizqueando horrorosamente, y después el otro que no tenía pelo por culpa de una tiña que le dejaba al descubierto hasta los sesos.

– ¿Usted cree? -preguntó Murad, mirando al triste cortejo.

– Veo sus almas -dijo el clérigo con los ojos húmedos.

En efecto, consideraba a aquellos tres personajes con esa mezcla de respeto y beatitud con que los campesinos aseguran que la Virgen les ha dado una prueba de su amistad y se les ha aparecido en una gruta.-Pues bien -dijo Poncet-, mire usted qué afortunada deferencia de parte del Negus: estos tres servidores son parte de los presentes destinados al rey Luis XIV.

El padre Plantain no les quitó los ojos de encima a los abisinios hasta que no se dieron la vuelta y se fueron renqueando a la cocina.

– Acaba de decirme -prosiguió cuando los esclavos hubieron salido- que son algunos de los regalos que el Emperador ha destinado al Rey. ¿Acaso hay más?

– Ciertamente, padre -respondió Jean-Baptiste-, y más valiosos aún.

El jesuíta no podía imaginarse qué presente podía superar el que acababa de ver. Poncet se metió lentamente la mano en el bolsillo, con el ánimo de incitar su curiosidad, y sacó una carta.

– Afortunadamente, este mensaje ha escapado a la policía del pacha -dijo.

– ¡Un mensaje! ¿Un mensaje del Emperador?

– Escrito por su escribano al dictado y autentificado por su sello.

Murad seguía la conversación de los dos hombres. No obstante, al oír a Poncet hablar de una carta del Negus, giró la cabeza con tanta rapidez que le volvió la migraña. Apenas tuvo el tiempo justo de reparar en un guiño de complicidad del boticario y luego se estiró en los cojines, tras pedirle al padre Plantain que le excusara. El cura tendía ya la mano hacia Poncet para coger la carta.

– Por desgracia -dijo éste guardándose otra vez la carta en el bolsillo-, el Rey ha dado instrucciones expresas de que transmitiéramos este mensaje a Luis XIV en persona. Pase que hayan abierto el otro pliego, puesto que sólo era una acreditación, pero éste no se abrirá. He dado mi palabra.

– Y… ¿qué dice? -preguntó el jesuíta sin poder contener su curiosidad.

– Padre, tanto si es un mensaje como si se trata de una carta, es todo uno y es para el Rey.

– Sí, pero al margen de los detalles, ¿qué ánimo refleja?

– Muy confortante. Es todo cuanto puedo decirle. El Negus presenta sus respetos al Rey de Francia y muestra una excelente disposición con respecto a todos los asuntos concernientes a la religión.

– Muy bien, muy bien -dijo el jesuíta-… ¿Y admite las dos naturalezas de Cristo?

Poncet encarcó las cejas con el semblante de quien sabe mucho al respecto pero no puede decir nada, aunque no tiene razones para inquietarse. El padre Plantain hizo una mueca de satisfacción para dar a entender que había comprendido.

– ¿Y los demás presentes? -preguntó.

– Están aquí: oro, algalia, especias, cinturones de seda y el contenido de una caja que sólo podemos abrir en presencia del Rey.

– ¡Excelente! ¡Excelente! Su misión es todo un éxito.

– El padre De Brévedent, desgraciadamente, no ha podido asistir a su culminación. Pero, créame, hemos sido fieles a su memoria y esta misión sólo habría sido más fructífera si él estuviera aquí.

– Comprendo. Nadie habría podido cumplir mejor las órdenes que ha transmitido el padre De La Chaise. Es absolutamente necesario que usted informe al Rey de estos magníficos resultados.

– Eso creo yo también -dijo Poncet, inclinando la cabeza-. Pero desgraciadamente usted sabe que es imposible.

– Sí, los turcos…

– Los turcos tienen manga ancha, padre.

– ¿Qué quiere decir?

Poncet volvió a llamar a los esclavos con una palmada, que llenaron de nuevo las tazas. Deseaba sobre todo verlos desfilar una vez más ante el jesuíta para terminar de ponerlo a punto. En cuanto se hubieron ido, el padre Plantain continuó con sus preguntas.

– Me hablaba de los turcos -dijo un poco distraído.

– No, padre, quien hablaba de ellos era usted. Yo sólo le hacía partícipe de mis dudas.

– ¿Qué insinúa? ¿No irá a creer que el pacha le vaya a prohibir viajar a Francia?

– No conozco a Mehmet-Bey -dijo Poncet-, pero su antecesor estuvo mucho tiempo bajo mis cuidados. Por muy fanáticos que puedan ser, y parece que éste es de cuidado, los otomanos no rebasan ciertos límites con nosotros.