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– ¿Qué quiere decir con eso?

– Quiero decir que un turco no se aventuraría nunca a mandar registrar una casa en la colonia, a menos que el cónsul estuviera de acuerdo.

– Piensa usted que…

– Que el turco y el señor De Maillet han hecho una curiosa alianza contra nosotros en este asunto.

Al principio el jesuíta se quedó estupefacto, como si el tufo de una confabulación le estuviera llegando a la nariz. Adoptó una expresión aún más obstinada, con los ojos fijos en el fondo de su caverna de párpados y hueso, y murmuró con la boca apretada:

– Su acusación es extremadamente grave, señor Poncet, porque parece indicar que se quiere contrariar la voluntad del Rey.

– A mi parecer, padre, usted piensa que el Rey sólo tiene una voluntad. No obstante, siempre cabe temer que a su alrededor se expresen más: quienes se conforman con un ideal moral podrían enarbolar una, y quienes quieren manipular su política, podrían tener otra.

El padre Plantain se sumió en sus pensamientos.

– Compréndame -dijo Poncet-. Obedecimos las órdenes que nos transmitió el padre Versau y hemos satisfecho escrupulosamente las expectativas que el Rey esperaba de nosotros. Para no romper los lazos que hemos establecido, es de la mayor importancia que le demos cuenta de nuestros progresos y que el embajador del Negus pueda afirmar que su mensaje ha sido transmitido a Luis XIV, y que luego regrese con una respuesta. Pero esto va ciertamente en contra de los intereses de quienes prefieren una alianza con los turcos a que Francia cumpla con su gran destino cristiano.

El jesuíta se incorporó laboriosamente.

– Pronto habré sacado algo en claro de todo esto -dijo.

Se despidió de Poncet, le encomendó que no despertara a Murad, que roncaba desde hacía unos minutos, y se fue a buen paso con el semblante radiante de quien se apresta a caer en el pecado para combatirlo.

9

Poncet no oyó hablar de nada más durante tres días, tres largos días en los que no sintió el menor deseo de salir, a sabiendas de que quienes se disputaban su compañía habían puesto centinelas en todas partes. Era la estación cálida y el viento arrastraba los miasmas de la desembocadura del Nilo. Poncet mandó decir que estaba enfermo, y finalmente así fue. La fiebre le recorrió todo su cuerpo y de vez en cuando sentía punzadas de dolor en las rodillas y los codos. A esto había que añadir una flojera que le obligaba a estar toda la jornada en la hamaca, perdido en unos sueños cuyo hilo no podía seguir y de los que sólo recordaba que eran tristes. Françoise, que iba a visitar al medico todos los días, le dijo riendo que estaba enfermo de amor; él no se negaba a creerlo, pero eso tampoco le hacía mejorar. El segundo día, Francoise le llevó una nota de Alix, que él leyó y releyó cien veces, aunque no decía mucho: palabras tiernas y muy poco comprometedoras, no fueran a caer en malas manos. Sin embargo eran palabras escritas por su amada. Miraba las líneas que se desdibujaban, y en esos arabescos sin sentido reconocía el gesto, la mano que las habían consumado y al final todo el cuerpo de quien había guiado aquellos dedos. El tercer día recibió otra nota, con más palabras tiernas. Y Alix intercaló un pequeño inciso que seguramente le habría costado algún esfuerzo, pues era ajeno al marco de su amor, que tanto les ocupaba.

No sé si te has dado cuenta pero nuestra querida Françoise se abrasa en una pasión que no sabe cómo expresar. Está enamorada de tu amigo Juremi. Debo decir que tu compañero tiene una apariencia tan temible que comprendo su vacilación. Pero tú que lo conoces bien, tal vez puedas sonsacarle un poco…

El maestro Juremi, de quien todo el mundo ignoraba que había estado en Abisinia, iba y venía libremente por la colonia y por la ciudad. Atendía algunas consultas pero no se ocupaba de las curas médicas propiamente dichas. No obstante, los clientes de Poncet le suplicaban que reanudara los tratamientos de antes. El protestante llevaba pasta de azufaifa a los acatarrados y calomelanos a los enfermos con desarreglos intestinales. También iba a vigilar a Murad, que afortunadamente parecía decidido a mantenerse tranquilo.

Cuando volvió el maestro Juremi, la tercera noche, Jean-Baptiste retuvo a su amigo a su lado. Con un corazón tan hosco como el suyo, había que ser muy sutil. Pero aparentemente la enfermedad otorga derecho a la melancolía y Poncet se sirvió de ese tono nostálgico para entablar con su amigo un diálogo sobre el pasado. A pesar de los largos años de amistad y de los viajes, Jean-Baptiste sabía muy poco del maestro Juremi.

– ¿No me contaste un día que estuviste casado? -le preguntó Jean-Baptiste, aprovechando un recuerdo para desviar la conversación.

– Sí-dijo con tono taciturno el maestro Juremi.

– ¿Y todavía estás unido a ella?

– Tal vez sí.

– ¿Cómo? ¿No lo sabes?

El protestante era poco amante de las confidencias, así que Jean-Baptiste insistió.

– En cualquier caso, es poco común estar casado sin saberlo.

– Admito que es verdad, pero la vida…

– Qué, ¿no quieres contarme nada? Eso me distraerá, y te aseguro que me hace mucha falta.

– Es una historia muy trivial, y me temo que no te va a proporcionar la alegría que estás buscando. Como ya sabes, mi padre trabajaba de herrero cerca de Uzès. Nuestra familia tenía raíces italianas y un buen día, en el siglo pasado, se convirtieron a la religión reformada. Esa cuestión no me preocupó hasta los dieciocho años. Sólo había protestantes a nuestro alrededor. Yo aprendí el oficio de mi padre, y él pensaba contar conmigo para el trabajo. A los veinticinco años me casé con una muchacha de la comarca. Se llamaba Marine. No te puedes imaginar cómo eran aquellos tiempos. ¡Ya hace veinticinco años de eso! En nuestra patria chica, la gente se quería y ayudaba, y aprovechábamos el menor pretexto para celebrar fiestas, a pesar de que no teníamos gran cosa. Hay que decir que a los protestantes les gusta reunirse, tal vez porque no son muy numerosos y porque les infunde seguridad verse todos juntos. La mañana que nos casamos hubo un festejo muy hermoso a la salida del templo con vino, violines… Pero ocho días más tarde, el Rey revocaba el edicto de tolerancia. Todos presentíamos que se estaba gestando algo terrible. Louvois había enviado a sus dragones, que estaban de guarnición. Los nuestros celebraron una asamblea en la montaña y acudió aún más gente que a mi boda, una semana antes. Llegaron todos los cabezas de familia con pieles de cordero a la espalda, grandes sombreros negros y la Biblia en la mano. Allí se decidió que si las cosas iban mal, los hombres mayores de veinticinco años y menores de treinta y cinco se marcharían al extranjero.

– ¿Te fuiste ocho días después de la boda?

– Nueve exactamente. Date cuenta de que aquella decisión no se tomó con el ánimo de apiadarse de nadie. La comunidad no quería proteger a los débiles sino al revés, esto es, salvaguardar nuestras fuerzas frente al enemigo. Por eso dejamos allí a las mujeres, los niños y los ancianos, y sólo se salvaron los hombres jóvenes aptos para combatir. Así pues atravesé a escondidas las montañas de El Causse, luego Aquitania, donde trabajé en barcos de pesca, y finalmente me dirigí hacia el norte hasta las Provincias Unidas, a las tierras del Stadhouter Guillermo. Luché con sus ejércitos en Inglaterra; luego volví a las tierras del Emperador, y tú me conociste cuando era maestro de armas en Venecia.

– ¿Y tu mujer?

– No sé qué ha sido de ella -dijo el protestante con la mirada baja.

– ¿La querías?

– Es mi mujer.

– Sólo fueron nueve días -dijo Poncct.

– Pero un juramento ante Dios es para toda la eternidad…

– ¿Y si está muerta?

– Entonces soy libre.

– Nunca has estado tentado de…

– Por supuesto que he estado tentado -dijo el maestro Juremi sacudiendo la cabeza-. Desde luego que he sucumbido a menudo ante la llamada de la carne. Pero tener una mujer es diferente. Los protestantes no tenemos las ventajas de la confesión católica. Y en este sentido, nunca he claudicado.

– ¿Cómo se llamaba tu pueblo, en el Gard?

– Soubeyran.

No hablaron más. Por la noche, Poncet preparó una nota paraAlix, donde le confiaba que tal vez el maestro Juremi no estuviera libre, aunque si fuera a Francia podría ocuparse de esa cuestión y comprobarlo. También le aconsejaba que no dijera nada a Françoise.

El cuarto día, el padre Plantain se hizo anunciar en la residencia del cónsul tras concluir con su investigación.

– Excelencia -dijo el jesuíta con un tono más militar que nunca-, esta mañana he recibido noticias urgentes de Constantinopla.

El señor De Maillet lo miró con atención.

– Creo que usted conoce al padre Versau -prosiguió el cura.

– Pasó por aquí el año pasado.

– Después de haber sobrevivido a vanas desgracias, un naufragio, etcétera.

– Me acuerdo muy bien.

– Entonces se acordará también de que fue él quien recibió instrucciones para transmitirle la voluntad del Rey con respecto a la misión de Abisinia.

– Ciertamente.

– En fin, le he informado del regreso de tal embajada.

– Hace un momento ha empleado usted la palabra adecuada: más vale hablar de misión.

– Como prefiera, pero eso no cambia nada la situación. Mi carta salió en un correo urgente poco después de que el pachá mandara registrar la residencia del emisario del Negus. Desde luego también le he informado de ese incidente, y también le he contado que ese turco ha prohibido al embajador viajar a Versalles.

– ¿Y bien? -dijo el señor De Maillet, que ya empezaba a palidecer.

– El padre Versau acaba de responderme y está indignado. Aunque de entrada me esforcé por plantearle la cuestión del modo más anodino, está que echa las muelas. Dice que el pachá no tenía ningún derecho a intervenir, y menos aún a oponerse al viaje a Francia de Su Excelencia Murad y del señor Poncet. La voluntad del Rey auspició la misión enviada a Abisinia, y esta misma voluntad obliga a llevar la respuesta del Negus a Luis XIV.

El cónsul trituraba nerviosamente un rizo que le pendía en la nuca.

– Así pues -dijo el jesuíta con un tono sentencioso-, el padre Versau me exige todos los pormenores de este asunto para redactar un informe de protesta dirigido al señor De Fernol, que es, creo…-Sí, sí, el embajador de Francia en la corte del Gran Turco.