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– Voy para allá -dijo el padre Plantain, agarrando la manija de la portezuela.

Pero Jean-Baptiste se lo impidió.

– Si va será hombre muerto -dijo.

Luego sacó la cabeza por el hueco situado a espaldas del cochero y le ordenó que hiciera avanzar los caballos como fuera. El cochero, que era un alemán de la colonia, le entendió enseguida. Dio unos latigazos a los caballos, que se encabritaron y abrieron paso entre el gentío vociferante. Poco después el vehículo llegó junto al navio. Poncet corrió a bordo empujando al tembloroso Fléhaut, al tiempo que tiraba firmemente con la mano del jesuíta que pretendía socorrer a los abisinios. En el portalón se toparon con el capitán, que les esperaba con el cadí. Aquel viejo dignatario musulmán estaba dispuesto a ejecutar las órdenes del pachá, tal como ya se habían asegurado el día anterior, siempre y cuando se agregara una retribución sustanciosa para dar más valor a su palabra. Pero el cadí ya les había advertido de antemano que aunque el Gran Turco hubiera dado su autorización, estaba prohibido embarcar cristianos africanos. La operación podía ser delicada, pues independientemente de la posición que ocupara, cualquier musulmán tenía derecho a oponerse con toda legitimidad. No obstante, ahora que se había producido aquella circunstancia irreparable, el procer levantó los brazos al cielo y afirmó que no se podía hacer nada.

Ya no se veía el cabriolé, que fue asaltado por un grupo de hombres vocingleros. El padre Plantain se retorció las manos con una expresión de profundo dolor.

Jean-Baptiste, que no había perdido el tiempo, terminó de embarcar el equipaje con la ayuda de dos marinos. En el momento en que subían a bordo los últimos baúles, vieron que la multitud abandonaba el cabriolé y se alejaba empujando con ellos a los tres abisinios, de los que apenas se distinguía de vez en cuando un palmo de algodón blanco. El muftí que había capitaneado el asalto dirigió luego su perorata contra la carroza de los francos, y parte del populacho se aproximó. Poncet le indicó al alemán con una señal que podía partir; el postillón hizo restallar el látigo, los caballos se echaron al galope y la carroza desapareció en una confusión de gritos, sandías reventadas y polvo de harina. Sin embargo, el gentío, enfurecido ante esa partida, empezó a señalar el navio, y varios moros con el torso desnudo saltaron sobre las amarras para intentar trepar hasta cubierta.

El segundo de a bordo llevó a los tres francos hasta una sala oscura sobre el alcázar y atrancó la puerta. Entretanto, el capitán, con la ayuda del resto de la tripulación, intentaba mantener a raya al gentío. En el muelle, cientos de voces clamaban que la venganza del Profeta cayera sobre los ladrones de africanos.

Finalmente el gentío se dispersó y la galera pudo soltar amarras. En cuanto estuvieron en mar abierto, el capitán fue a liberar personalmente a los viajeros y a presentarles sus respetos.

– ¿Qué pasará con los abisinios? -preguntó el padre Plantain, más trastornado por la noticia que si hubiera perdido a sus propios hijos.

– A estas horas -dijo con cortesía el capitán- probablemente ya serán turcos. Mahoma tiene tres fieles más. Tal vez sea muy triste para ellos, pero alegrémonos porque el Rey de Francia ha estado a punto de tener tres subditos menos.

Tras decir esto con una sonrisa, agarró con familiaridad a Poncet y al jesuita del brazo y les invitó, conjuntamente con Flèchaut, a dirigirse hacia la cámara de oficiales. Pero ni siquiera el buen humor de aquel marino oriundo de Flandes, nacido en Dieppe, que se hacía llamar De Hooch, pudo impedir que ese incidente sumiera a los tres pasajeros en una pertinaz melancolía durante todo el viaje.

Era el mes de octubre. En el mar soplaba un vivificante viento de popa que favoreció el descanso de los condenados a galeras. Aparte de los remeros que no se veían, la tripulación era de militares que hablaban poco. La etapa más larga del viaje se prolongó hasta Agrigento. Cuando se perdió de vista la costa egipcia, Fléhaut se encerró en su camarote y se resistió con tanto ahínco a tomar alimento que estuvo en un tris de morir de inanición. Poncet mandó que le sirvieran unos remedios en las sopas, pero en realidad no agregaba nada. El canciller agradeció al médico los cuidados dispensados, sin sospechar que más bien debía darle las gracias al cocinero.

El jesuíta tampoco era mejor compañero. Rezaba horas enteras en la proa, y el grumete que fregaba el puente hacía un círculo a dos pasos de donde estaba el cura para no molestarle. Jean-Baptiste pensó que posiblemente pedía perdón a Dios por el asunto de los esclavos abisinios. Pero al cabo de dos días se dio cuenta de que el cura tenía más miedo que otra cosa, y que si invocaba al cielo era más bien a propósito del futuro que del pasado. Su único anhelo era no naufragar.

El capitán De Hooch, hijo de marino y leal soldado, fue la única persona con quien Jcan-Baptiste mantuvo conversaciones francas y placenteras. Aquel hombre había luchado valientemente en la guerra de Holanda. Había sido el segundo de a bordo en un barco que había tomado parte, bajo el fuego, en la victoria de Beachy Head, a las órdenes de Tourville. De Hooch profesaba al rey Luis XIV una auténtica devoción, aunque sólo había visto al soberano una vez y desde muy lejos. No obstante conocía muchas de sus gestas, anécdotas de su infancia -en los años de la Fronda- que habían conmovido a todo el país; crónicas de su gloria, de sus batallas, de su matrimonio y de sus alianzas; también aventuras amorosas, y el retrato popular que habían hecho de él sus amantes y sus bastardos. En los últimos cinco años de navegar por Oriente, De Hooch no había tenido acceso a los episodios más recientes, así que solía hablar del primer período de su reinado -que se había convertido en una leyenda- y de la única guerra donde había tomado parte personalmente. Si Poncet hubiera estado en Europa los años anteriores, habría comprendido que De Hooch no sabía nada que no supieran los franceses. Pero allí, en aquel paisaje de olas verdes y malvas, bajo aquellos claros de nubes iluminados por rayos oblicuos, la vida de Luis XIV, contada por un marinero, adquiría la grandeza de un canto griego. Gracias a los cientos de lances sentimentales o gloriosos de la vida del Rey que el capitán conocía con todo lujo de detalles, Jean-Baptiste creyó penetrar en la intimidad del semidiós, del mismo modo que un pastor de Ovidio imagina durante la siesta que tutea a Zeus. La fascinación que poco a poco había despertado la figura del Rey Sol entre sus compatriotas prendió de repente en Jean-Baptiste, como esos adultos que reciben el bautismo ante sus hijos. En definitiva, estaba volviendo a ser francés.

Hicieron una escala de cinco días en Agrigento. Una noche, el capitán, el padre Plantain y Poncet fueron a cenar a un mesón con terraza pues el tiempo era aún apacible para cenar al aire libre, aunque el emparrado se estremecía ya con las repentinas borrascas del otoño. Al regresar a bordo descubrieron con disgusto que les habían robado el tabaco destinado al Rey. Fléhaut, que dormía en el camarote vecino, no había oído nada, y seguramente sería verdad, a menos que su esposa no le hubiera aconsejado antes de partir que se cuidara bien de no acusar a nadie. El capitán interrogó a los hombres que estaban de guardia, y éstos aseguraron que habían visto deslizarse a unos niños por las amarras. Hubo sanciones, pero el tabaco de Luis XIV se fumó igual, probablemente en alguna parte de las montañas verdes y grises que dominaban el puerto.

Reemprendieron el viaje a las cinco de la mañana. Esta vez navegaban a contraviento y el barco avanzaba entre unas olas inquietas que escupían una espuma amarillenta. Como llovía no se pudieron izar las velas, y los remeros tuvieron que continuar su penoso trabajo durante horas. Poncet no sabía si era mejor ver a los condenados a galeras para hacerse una idea real de aquel inmenso infortunio, soportable a pesar de todo, o contentarse con imaginar esos cuerpos mecanizados y encadenados, que dos pisos más abajo le hacían sentir culpable de cada uno de sus descansos. Tras dos breves escalas, el tormento de los condenados a galeras tuvo su fin en Marsella, al menos por esa vez. Desde el castillo de proa Jean-Baptiste observaba cómo se aproximaban a los muelles del puerto viejo. Nada más atracar, se despidió del capitán y saltó a tierra.

Durante la travesía dudó de que los jesuítas le importunaran demasiado pues su presencia se reducía al discreto padre Plantain, anulado por el temor de alta mar. Pero en el puerto de Marsella se disiparon todas sus dudas: en el muelle les esperaban cinco de esos señores vestidos de negro, plantados ante tres carrozas del mismo color. Únicamente el enflaquecido y anoréxico Fléhaut, al que tuvieron que sacar de la cabina de popa en una camilla, habría podido justificar aquel cortejo fúnebre. Sin embargo, el padre Plantain, revivificado en cuanto puso el pie en tierra y congratulado por sus semejantes, tomó asiento también. Por su parte, Poncet, que se había puesto su casaca de terciopelo ro]a y que se sentía dichoso y libre, se vio obligado a encerrarse como los demás en uno de aquellos vehículos, entre las caras taciturnas de sus nuevos ángeles guardianes. Tomaron la dirección del Faro, donde los jesuítas tenían una casa. Junto a una iglesia con un frontón liso, construida según el célebre modelo del Gésu de Roma, la Compañía poseía un inmenso caserón de piedra blanca cubierto por un techo plano de tejas romanas. A Jean-Baptiste le asignaron una estrecha celda orientada a la Provenza, en el segundo piso. Por un lado alcanzaba a distinguir las primeras casas de Marsella, y por el otro veía una hermosa campiña labrada, con bosquecillos de pinos y castaños. Muy lejos, en el confín del horizonte, las crestas nevadas de las montañas alpinas más próximas formaban una línea blanca y sinuosa que separaba la tierra parda y plácida de un cielo de nubes plomizas atravesado por ráfagas de lluvia. En esta ocasión fue Poncet quien se encerró en su habitación, cediendo la conversación con los padres a sus acompañantes. Los viajeros volvieron a partir dos días más tarde en un carruaje negro idéntico a los que les habían esperado en el puerto. El vehículo estaba mal ajustado y era conducido por un cochero probablemente tan mal pagado que hacía sufrir a los pasajeros los sinsabores que no se atrevía a comunicar a sus patronos. Aquel patán parecía meterse a propósito en todos los baches a toda velocidad, y más de una vez se vieron en el apuro de encontrarse unos en las rodillas de los otros. Molidos, apesadumbrados por no haber visto nada durante el trayecto y completamente absortos en la tarea de agarrarse donde podían, los tres emisarios llegaron en plena noche al castillo de Simiane, donde los curas habían conseguido un alojamiento para ellos.